Entrevista a Albert Galvany: filosofía e historia intelectual de la China antigua

Carlos Javier González Serrano, director de El vuelo de la lechuza, entrevista al profesor e investigador Albert Galvany, especialista en chino clásico y en la historia intelectual de la China antigua. Galvany ha trabajado como investigador posdoctoral en prestigiosas instituciones académicas (École Pratique des Hautes Études, Friedrich-Alexander Universität, University of Cambridge, Universitat Pompeu Fabra, Université Paris Diderot). Es autor de numerosos artículos publicados en revistas científicas internacionales, coordinador de obras colectivas (La palabra transgresora: cinco ensayos sobre Zhuangzi; La guerre en perspective: histoire et culture militaire en Chine), así como traductor de textos clásicos (El arte de la guerra, de Sunzi) y de ensayos sinológicos contemporáneos. En la actualidad lleva a cabo su labor docente e investigadora en el Departamento de Filosofía de la Universidad del País Vasco UPV/EHU. Acaba de publicar, en Trotta, el libro Figuras de la excepción en la China antigua. Sabios, desviados y autócratas.

¿Cómo estás viviendo estos tiempos de zozobra e incertidumbre, Albert?

Los estoy viviendo con zozobra e incertidumbre, precisamente, porque se trata de unos tiempos marcados, como dices, en gran medida por esas dos cualidades. Parece claro que estamos asistiendo a una época de crisis, y por tanto de cambios muy importantes, se tiene la impresión de que, además, de alguna manera, la pandemia actual anticipa algunos de los retos cruciales que como sociedades tendremos que asumir necesariamente a medio o incluso corto plazo (el calentamiento global y sus consecuencias ecológicas, políticas, económicas, etc.). Desde ese punto de vista supongo que es inevitable proponer análisis, interpretaciones y hasta vaticinios. El problema es que tengo la sensación de que, a menudo, esas propuestas resultan demasiado inmediatas, y hasta abruptas; algunos de los pensadores más estimulantes de nuestro tiempo (Zizek, Agamben, etc.) se han lanzado con celeridad, forzados seguramente por la urgencia de la coyuntura así como por nuestra necesidad de obtener respuestas y certidumbre ante los problemas, a emitir valoraciones que, desde mi punto de vista, resultan en su mayoría precipitadas y transmiten la impresión de que más que analizar de manera óptima esa realidad extremadamente compleja, se trata de juicios que proyectan sobre el fenómeno de la pandemia las tesis y perspectivas que ya albergaban sobre el mundo antes de que estallara esa crisis; tengo, pues, la impresión de que todavía necesitamos más tiempo, de que es necesario asumir algo más de distancia, para estar en disposición de brindar reflexiones pertinentes y valiosas. Aunque sea comprensible y legítimo expresarse acerca de la pandemia, el silencio es también una opción legítima y creo que sería bueno que comparezcan también la cautela, la observación y la abstención, por frustrante que eso pueda resultar a menudo.

Antes de hablar del libro sobre la China antigua, me gustaría charlar contigo sobre dos cuestiones más generales. La primera: ¿sigue existiendo un abismo, digamos, hermenéutico, entre Oriente y Occidente? ¿Tenemos que seguir hablando de dos zonas geográficas que entienden el mundo de forma totalmente diversa, o se puede hablar de acercamientos?

Sin duda se trata de preguntas fundamentales y al mismo tiempo muy complejas, que exigen un desarrollo minucioso. A propósito de la primera parte de tu pregunta, te confieso, para empezar, que yo jamás he sentido el vértigo de ese abismo hermenéutico entre Oriente y Occidente al que con tanta frecuencia se alude en muchos debates contemporáneos. Desde luego, me consta que hay propuestas teóricas importantes e interesantes para muchos lectores, como las que podemos encontrar en las obras de François Jullien (que, por cierto, fue mi profesor durante mi etapa de formación sinológica en París) o de Byung-Chul Han, que orbitan en torno al contraste rotundo, a la diferencia irrevocable, entre esas dos tradiciones de pensamiento concebidas casi como antagónicas o, al menos, como profundamente dispares; sus análisis parten y asumen, como si se tratara de una evidencia, esa diferencia radical: por un lado tendríamos «el» pensamiento occidental y, por otro lado, «el» pensamiento oriental, de manera que asistiríamos así a un juego de miradas sobre la alteridad, sobre lo Otro. Como señalo en el prefacio de mi último libro, considero que esa dialéctica de la alteridad radical alberga no pocas trampas y que, en el fondo, representa una vía muerta, estéril, para el pensamiento.

¿Cómo acercarse, entonces, a esa «otredad», o como aunar esfuerzos para «unir» culturas?

A mi entender, lo otro alcanzaría su grado más problemático y, por consiguiente, más fecundo no ya cuando es percibido como una alteridad contundente y evidente, sino, muy al revés, cuando se nos presenta provisionalmente como una realidad semejante. Por medio de esa similitud inopinada se logra truncar la anhelada y, en cierto modo, siempre tranquilizadora alteridad radical. Digo tranquilizadora, pues, a fin de cuentas, en el interior de ese esquema tenazmente vigente, es la naturaleza heterogénea del otro la que en última instancia nos permite forjarnos, por contraste, una identidad fija e inmutable. Paradójicamente, el juego de espejos que hallamos en esos proyectos anclados en la diferencia de la alteridad desemboca en el reforzamiento de unas identidades (lo uno y lo otro, el aquí y el allá, Occidente y Oriente) que lejos de propiciar el avance de la reflexión provocan su parálisis a través de una ontología estabilizadora donde lo propio y lo extraño comparecen bien perfilados y claramente distinguibles. Frente a ese proyecto de la alteridad, que a mi juicio culmina en la vía estéril y hasta peligrosa de la naturalización de la diferencia y de la identidad, esa otra apuesta por la similitud de lo diferente, o la proximidad de lo lejano, puede convertirse en un punto de partida menos paralizante a la hora de abordar la comprensión, la ubicación y la crítica tanto de otras civilizaciones como de nuestra propia cultura. Menos paralizante porque el encuentro con la alteridad semejante provoca que los pilares sobre los que descansan las certezas de la identidad, tanto propia como ajena, se resquebrajen para dar paso a un estado de inquietud interrogativa más incisivo y fértil, y si se me permite, más genuinamente filosófico. De ahí que en el prefacio de mi libro me refiera a un pasaje de un diálogo platónico, el Alcibíades, en donde el conocimiento se presenta como un complejo juego de miradas recíprocas donde el ojo al contemplar otro ojo y fijarse en la pupila, tal como la ve, así se ve a sí mismo. Ese es el proyecto que me interesa a mí. La posición filosófica que me interesa se concentra en ese momento crucial en que al contemplar a otro acabamos reflejados en su mirada, esto es, en un reconocimiento recíproco que en lugar de certificar identidades tiende a problematizarlas.

Cambiamos de tercio. Como docente e investigador en el Departamento de Filosofía en la Universidad del País Vasco, ¿cuál crees que es el lugar de la filosofía en una sociedad cada vez más polarizada, en una sociedad acostumbrada a los eslóganes y exabruptos, inmersa en un tiempo de consumo rápido, de redes sociales, de falta de pausa para, precisamente, pensar? ¿Cuál es, o debería ser, el lugar de la filosofía en términos sociales?

De nuevo se trata de una pregunta muy complicada que no estoy seguro de saber resolver. Sinceramente, no creo tener una posición clara acerca de cuál debería ser el papel de la filosofía en nuestra sociedad, en parte, supongo, porque toda respuesta tentativa a ese interrogante implica definir primero qué entendemos por filosofía, no ya como saber o disciplina, sino sobre todo como institución. Al respecto cabe preguntarse: ¿dónde se halla la filosofía hoy?, ¿en la universidad?, ¿en el entorno académico?, ¿es posible encontrar su voz fuera de esos ámbitos más o menos técnicos, más o menos profesionales? Y si es así, ¿de qué manera habla entonces la filosofía y desde qué presupuestos? Así que, por mi parte, más que dirimir cuál es el lugar de la filosofía, estoy más interesado en debatir qué tipo de saber tiene que llegar a ser la filosofía para poder participar, desde una posición legítima, de manera activa, en los retos que se nos presentan en el mundo.

Y aquí volvemos por un momento a la cuestión de la pandemia. Entre otras muchas cosas, la pandemia ha vuelto a poner de manifiesto un truísmo asumido por todos desde hace varias décadas y es que vivimos en un mundo globalizado. Se trata, ya lo sé, de una especie de mantra que se nos repite desde casi cualquier púlpito a diario, desde la economía, a las relaciones internacionales, a la política, a la ecología, etc. Sin embargo, y esta es la cuestión que más me interesa, me temo que pocos saberes hay menos globales que la filosofía. En los estudios de historia del arte, por ejemplo, el espacio dedicado al análisis de las formas artísticas de culturas ajenas a la Occidental es bastante escaso; lo mismo sucede con la historia, con la literatura, con la música, etc., pero en ninguna de esas disciplinas se llega al extremo de negar que exista algo como la pintura china, la poesía china, la historia de China, etc. Siguen siendo saberes dominados por una mirada etnocéntrica, empobrecedora y muy discutible, pero al menos admiten que otras culturas han desarrollado formas de saber pertinentes y, por tanto, susceptibles de convertirse legítimamente en objeto de su interés. En cambio, la filosofía en su vertiente institucional al menos constituye una excepción al respecto. Todavía hoy se sigue afirmando sin pudor alguno que la filosofía es un saber de vocación universal pero de matriz local, europea, y que, por consiguiente, no hay filosofía fuera de ese ámbito y de esa tradición, lo cual convierte a la disciplina de la filosofía en un saber inerte, incapaz, a la hora de pensar el mundo en su integridad; un mundo que, nos guste o no, remite a una realidad múltiple y global, en donde nuestras formas y tradiciones de pensamiento representan tan solo una posibilidad entre muchas otras.

¿Cómo superar, entonces, este posicionamiento, digamos, regionalista», y hasta cierto punto excluyente?

Desde ese punto de vista, considero que mientras la filosofía como disciplina, en su encarnación institucional, siga de espaldas al mundo, y no se abra a acoger y a debatir con otras formas de concebir y de practicar la reflexión, me temo que estará en gran medida condenada a la irrelevancia. Y esto es algo que mi experiencia docente en la universidad me ha permitido comprobar, por así decirlo, empíricamente. Hay una distancia enorme entre, por un lado, el hermetismo parroquial y auto-referencial de la filosofía institucional dominante, replegada sobre sí misma, donde la norma es que resulte perfectamente posible (y hasta deseable) introducirse en la filosofía durante la enseñanza secundaria, graduarse en Filosofía en la universidad, culminar estudios de posgrado, defender con éxito una tesis doctoral y hasta alcanzar una cátedra sin haberse enfrentado jamás, a lo largo de esa dilatada trayectoria, a la lectura de una sola frase que no pertenezca a la cultura occidental, y, por otro lado, la perspectiva de los estudiantes que ingresan en nuestras facultades, quienes asumen con naturalidad que vivimos en un mundo global y que, por tanto, nada hay más lógico que asomarse a esas otras culturas y tradiciones de pensamiento.

Al respecto, te diré que cada vez que he tenido la oportunidad de leer y analizar pasajes pertenecientes a la tradición filosófica china, los estudiantes han respondido no sólo con una enorme curiosidad y un interés genuino, sino que, además, y por enlazar con la pregunta anterior, lo han hecho sin ninguna sensación de exotismo, sin dejarse llevar por la seducción de la alteridad radical; esos textos antiguos de la tradición china, cuando se leen y explican adecuadamente, entran en resonancia con los lectores contemporáneos, que, esa es al menos mi experiencia, se ven interpelados por los asuntos y los problemas que abordan en sus propuestas esas obras en principio extrañas, ajenas a nuestra tradición. Lo dramático de esa exclusión casi banal que sigue operando en la filosofía a la hora de organizar su saber en el interior de la institución universitaria es que no asombre ni escandalice, puesto que la marginación por parte de la filosofía institucional de esas otras tradiciones de pensamiento no es en realidad la consecuencia de que, tras analizar el pensamiento producido en, digamos, sánscrito o chino clásico, un comité de expertos internacionales hayan dictaminado que esas tradiciones no tienen nada que ofrecernos, sino que es, más bien, el resultado de un prejuicio anclado en el desinterés y en la ignorancia. Y eso es tanto como admitir que en el interior de la filosofía hay una actitud movida por el prejuicio, es decir, que la filosofía ampara en su interior una actitud profundamente antifilosófica. Así, pues, por volver a tu anterior pregunta, antes de establecer cuál es el papel de la filosofía hoy, cuál es su lugar en el mundo, yo creo conviene preguntarse desde dónde habla la filosofía, desde qué categorías y presupuestos, para quién, quiénes son sus destinatarios, a quién pretende interpelar, con quién aspira a dialogar. Si sólo desea hablar desde los parámetros definidos por la tradición occidental y para individuos pertenecientes y educados únicamente en esa tradición, si permanece cerrada a una escucha genuina y cabal de otros discursos, otras categorías, otras formas alternativas de concebir el pensamiento, me temo que no sólo seguirá siendo prisionera de un solipsismo estéril e irrelevante, sino que, más grave todavía, se estará perdiendo la posibilidad de revitalizarse, de renacer y desempeñar un papel activo en nuestras vidas, en nuestro mundo. Quizás haya llegado el momento de acabar con esa actitud de hermetismo autocomplaciente, de repliegue defensivo y perjudicial.

Al hilo de estas observaciones, ¿cuál es, a tu juicio, la situación de la filosofía china o, en general, de la filosofía no-occidental en la universidad?

La situación de la enseñanza de sistemas de pensamiento pertenecientes a tradiciones ajenas a la civilización occidental es todavía muy escasa y precaria, como acabo de indicar, pero es preciso añadir algo de optimismo a ese diagnóstico y es que, en comparación con lo que sucedía hace un par de décadas, cuando yo estaba a punto de culminar mi licenciatura, por ejemplo, la situación actual es mejor y que se han dado pasos importantes en esa dirección. Si bien es verdad que todavía son pocos los departamentos de Filosofía que incluyen en su plantilla docente profesores con una formación lingüística y filosófica sobre, digamos, la tradición de pensamiento de China o de la India, empieza a ser un fenómeno cada vez menos insólito. En la Sorbona, por ejemplo, ya es posible tomar asignaturas dedicadas al pensamiento árabe o a la filosofía clásica de la India a cargo de excelentes especialistas. Y lo mismo sucede en otros centros universitarios del Reino Unido, de Suiza, de Alemania, etc. Por otro lado, la presencia de otras tradiciones de pensamiento en los departamentos de Filosofía de muchas universidades norteamericanas empieza a ser habitual y ya sabemos el valor paradigmático que posee esa cultura universitaria también para Europa. Por tanto, yo diría que estamos en los inicios de un lento pero inexorable proceso de cambio, esa es al menos mi impresión, pero quizás me esté dejando llevar en exceso por el entusiasmo.

Y ¿qué medidas se podrían adoptar para paliar esa laguna que señalas?

Me temo que la dificultad no estriba tanto en que falten medidas como en una ausencia de voluntad. Las universidades, las facultades y los departamentos, son organismos de gestión del saber y no resulta sencillo imponer cambios desde afuera, de manera que la transformación tendrá que venir desde dentro y gracias a la presión que la sociedad y los estudiantes puedan ejercer. Ocurre casi siempre: las instituciones responden con mayor lentitud a los cambios que los agentes sociales y, por tanto, en parte es natural que pese a que para los estudiantes sea lógico prestar atención a las aportaciones de tradiciones de pensamiento no-occidentales, la universidad requiera de más tiempo para asumir y responder a ese cambio. Desde luego, el primer requisito es que sea posible adquirir una buena formación en la lengua, la historia y la cultura de esas otras civilizaciones, algo que en España ha sucedido hace relativamente poco tiempo; ya es posible cursar aquí grados universitarios en estudios de Asia Oriental y, por lo tanto, formar a estudiantes en esas otras tradiciones. Pero, además, creo que sería importante que se impulsaran las dobles titulaciones, de manera que los estudiantes tengan la posibilidad de formarse también en filosofía, o en historia del arte, o en antropología, o en literatura… Ese es quizás el camino más fértil. No basta con adquirir una buena formación sobre China para poder trabajar sobre la historia del pensamiento o la filosofía china; lo ideal es que esos expertos tengan también una sólida formación en filosofía. Pero yo creo que ese camino, aunque costoso y difícil, empieza a ser cada vez más habitual, incluso entre los estudiantes de este país. Al respecto, me voy a permitir citar un caso concreto con valor ejemplar: una de las voces más interesantes, pertinentes y autorizadas en el ámbito internacional en lo que se refiere a la filosofía china pertenece a una mujer sevillana, Mercedes Valmisa, que tras estudiar filosofía en Sevilla y cursar el grado de estudios de Asia Oriental en Madrid, hizo un máster en la facultad de Filosofía de la Universidad Nacional de Taiwán y se doctoró con éxito en la Universidad de Princeton. En la actualidad ejerce como profesora en el departamento de filosofía de una universidad norteamericana, Gettysburg College, y fue contratada por ese centro precisamente para ampliar el horizonte intelectual de sus estudiantes. Es tan solo un ejemplo de ese cambio al que estamos asistiendo en la actualidad.

Has publicado recientemente, en Trotta, un libro apasionante que lleva por título Figuras de la excepción en la China antigua, en el que se ofrece una visión alternativa de la China antigua, un periodo crucial y particularmente fecundo en el terreno de la reflexión. ¿Por qué escribir un estudio sobre este periodo, sobre esa China antigua?

Sí, en efecto, los seis capítulos que componen ese libro se enmarcan en un contexto histórico, temporal, común: el período denominado los Reinos Combatientes, que comprende aproximadamente el intervalo de tiempo que va desde el siglo V a.n.e. al siglo II a.n.e. La razón de haberme centrado principalmente en ese intervalo de tiempo obedece a las características muy particulares de ese período, que, como señalas, constituye una época particularmente fecunda y crucial en el ámbito del pensamiento. Es durante ese período de los Reinos Combatientes cuando surgen y se desarrollan los principales cuerpos doctrinales y escuelas de pensamiento que conforman el grueso de lo que denominamos la filosofía clásica china. Se trata de un período muy convulso en lo político y en lo social, de profundos cambios en todos los ámbitos como consecuencia del desplome definitivo del orden impuesto por la aristocracia, que va cediendo su poder ante estructuras e ideologías novedosas, que socavan los fundamentos de las tradiciones. Es un período de crisis, de transformación, pero, como he dicho, de una enorme fertilidad en el terreno de la reflexión. Ante esa coyuntura general de crisis y cambio, encontramos una gran variedad de escuelas y propuestas teóricas que van a proponer, desde ópticas y sensibilidades dispares, dar una solución a esos tiempos convulsos, de manera que asistimos a un gran mercado de las ideas, de enorme vitalidad y riqueza. Proliferan los tratados filosóficos, cosmológicos, morales, políticos, administrativos, militares, legales, etc. Es un universo excepcional, apasionante y cautivador para cualquiera que tenga curiosidad por la historia de las ideas, por la historia intelectual.

Si cabe, me llama aún más la atención el subtítulo, en el que aludes a «sabios, desviados y autócratas». ¿Quiénes fueron estos personajes, Albert, y por qué aludes a ellos con una caracterización tan aparentemente diversa: sabios, desviados y autócratas? Aunque la sabiduría, ya se sabe desde tiempos inmemoriales, siempre ha necesitado cierto grado de desviación frente a la norma… y, en ese sentido, ha acabado por constituirse como autocracia o autonomía. ¿Por qué motivo te interesaron esos personajes y qué papel desempeñan en tu libro?

Tengo que confesar en primer lugar que, seguramente y al menos en parte, si mi libro está dedicado a estudiar esas figuras de lo excepcional, ello se debe a una inclinación personal por lo centrífugo y lo anómalo. Pero más allá de esa preferencia personal, considero que la dialéctica entre la norma y la excepción desempeña una función metodológica y sirve para vertebrar textos, asuntos, problemas, conceptos que, de otra manera, se nos aparecerían como desgajados e inconexos. Lejos de encarnar una drástica polaridad excluyente, la norma y la excepción tienden a resonar entre sí generando una constelación de articulaciones recíprocas que basculan entre la repulsión, la afinidad y la inclusión. Esas figuras aberrantes, monstruosas, son siempre construcciones sociales, son el producto de operaciones políticas y culturales, y desde ese punto de vista tienen un enorme potencial para el análisis y la reflexión. Se trata de efigies liminares y paradójicas, que se hallan simultáneamente dentro y fuera de las fronteras que circunscriben la norma, excluidos e incluidos a un tiempo; son parte del orden y pueden integrarse en él únicamente por medio de su expulsión o su distanciamiento profiláctico, pues llevan consigo el fermento de la insidia y su mera presencia problematiza las categorías ordinarias al disolverse en ellos toda certeza identitaria.

Las figuras excepcionales, tanto en su vertiente positiva como negativa, muestran abiertamente lo que el régimen normativo y el individuo normal pretenden reprimir, y adquieren así no sólo un inquietante carácter subversivo, sino también un incuestionable valor cognitivo: obligan a interrogarnos acerca de lo propio y lo ajeno desvelando sin dobleces el quebradizo soporte del orden, su condición contingente y discutible. Al respecto es posible tomar como ejemplo los emblemas del desviado y del autócrata, que en mi ensayo aparecen encarnadas en las figuras del mutilado y del soberano. En el capítulo tercero del libro abordo el estudio de los individuos que, tras haber quebrantado la ley, han recibido como castigo corporal la mutilación de un pie. Se trata de un castigo bastante frecuente en la época y acarrea una exclusión social aguda, pues, por medio de esa acción punitiva, se desbarata la integridad corporal del castigado, una integridad corporal que en esa época se encuentra íntimamente asociada a la entereza moral. La mutilación de un pie confiere un nuevo cuerpo al condenado, un cuerpo aberrante que expone ante el resto y para siempre, el castigo es irreversible, su condición criminal. Además, quienes reciben esa deformación penal se ven afectados por unos mecanismos de marginación y humillación social adicionales que los convierten en parias, en monstruos impuros.

En mi análisis abordo el modo en que un texto perteneciente a una corriente de pensamiento periférica, el Zhuangzi, invierte todas las expectativas y valores negativos que rodean a esos individuos castigados para, a través de un diálogo insólito entre un mutilado y un primer ministro, socavar los fundamentos del orden político, legal, ritual y moral vigente. Esa figura excepcional, en su vertiente negativa, sirve para desvelar y cuestionar la violencia del orden imperante. Por otro lado, en el último capítulo del libro me ocupo del poder soberano, del individuo que encarna de un modo autoritario, la faceta represiva de la norma. Señalo, apoyándome para ello en una serie de textos importantes en el ámbito de la teoría política de la China antigua, que si bien el soberano encarna el principio de donde surge el orden normativo, la fuente de la que emanan los procedimientos regulares de normalización de las conductas que permiten certificar un cuerpo social estructurado y jerarquizado, el soberano se sustrae al mismo tiempo de toda norma y de toda regulación posible abrazando una dimensión propiamente extraordinaria. Y lo hace empleando unas herramientas de gobierno secretas, opacas e irregulares que le son exclusivas y que subrayan su condición excepcional, contraria a la dimensión normativa. Así, pues, en esos textos políticos, el poder soberano se concibe como una estructura paradójica que está al mismo tiempo dentro y fuera de la norma. Ambas figuras son ejemplos elocuentes de la versatilidad y la fecundidad analítica que posee, a mi juicio, la dialéctica de la norma y la excepción a la hora de elucidar una buena parte de la historia intelectual de la China antigua.

En otro de los capítulos del libro te refieres al sabio como «maestro de la anticipación». ¿En qué sentido lo es y, sobre todo, cómo puede llegar a serlo?

Sí, el sabio es la tercera de las figuras excepcionales cuyo análisis abordo en mi libro y, en concreto, ese vínculo entre sabiduría y anticipación protagoniza el segundo capítulo. La civilización china posee una robusta tradición de prácticas y teorías adivinatorias, basta mencionar como ejemplo el Yijing, o Clásico de los Cambios, un célebre tratado adivinatorio muy conocido en Occidente que funciona también como tratado filosófico. Hay, pues, en los orígenes del pensamiento chino un vínculo explícito entre reflexión y adivinación. Nos puede parecer algo insólito, pero, en realidad, ese rasgo es común a la tradición occidental. Como sabes, se atribuye al primero de los filósofos griegos, Tales de Mileto, el éxito de una operación especulativa a partir del vaticinio sobre la abundancia de la cosecha de aceitunas que hizo por medio de la observación de los astros; todavía hoy se interpreta ese hecho como el resultado de una operación racional, científica, por parte de Tales cuando, en realidad, es el resultado de una práctica adivinatoria similar a las que hallamos consignadas en Egipto o Mesopotamia.

Pero, bueno, volvamos a China. Durante mucho tiempo he estado interesado en la literatura militar, y traduje al castellano el célebre Arte de la guerra de Sunzi; en esa frecuentación, me percaté de que a pesar de que había una apuesta indudable por procedimientos que nosotros clasificaríamos hoy como racionales, eso no excluía que se emplearan procedimientos que, de nuevo, nosotros catalogaríamos como adivinatorios. Lo interesante de esa convivencia es que presenta rasgos convergentes y, sobre todo, da cuenta de un ideal donde el sabio es aquel que logra anticiparse en el tiempo. Esa capacidad de previsión que se atribuye al sabio, y que lo distingue del resto de individuos, no es el resultado de haber entrado en trance mediante la ingesta de una sustancia psicotrópica o de contactar con una dimensión oculta a través de un rito específico, sino de la correcta lectura que ese sabio haga de los indicios circundantes. Si la sagacidad estriba en la capacidad de anticipación, la persona clarividente es, sobre todo, alguien que se muestra hipersensible a los signos sutiles que pasan desapercibidos para quienes no gozan de ese discernimiento superior. La inteligencia previsora propia de los sabios anticipa aquello que aún no se ha formado, anuncia lo que todavía no posee una forma constituida y se encuentra en un estado embrionario, a partir de esa vigilancia extrema dirigida hacia los elementos más exiguos de la realidad. Desde ese punto de vista, el sabio, en esas operaciones volcadas hacia el porvenir, participa de la misma lógica indicial que se encuentra descrita en escritos dedicados a la fisiognomía, así como en textos médicos, donde la interpretación y el diagnóstico de síntomas en su fase más temprana resulta capital. La anticipación de eventos y de acciones por parte de esos individuos sagaces no es el resultado de haber invocado la intervención de potencias divinas o de una mera coincidencia azarosa, sino, antes bien, de la aplicación de unas técnicas de observación que podríamos asociar a ese paradigma indicial, tal y como fuera concebido por el historiador italiano Carlo Ginzburg. La anticipación de los eventos estriba, por tanto, en observar con minuciosidad los detalles ínfimos, pues, para aquel que está dotado de una inteligencia superior, esos pequeños elementos discretos, casi inapreciables, contienen y anuncian de antemano el desencadenamiento de una secuencia de circunstancias que, con el tiempo, una vez que alcanza un estado crítico y adquiere una forma definitiva, no permite ya ninguna interposición. La participación activa y diligente en el flujo incesante de los acontecimientos sólo puede gestarse a partir de esa percepción previsora que procura al sabio, ya sea éste un estratega, un consejero o un médico, un margen de maniobra valioso y decisivo.

Suele pensarse en Oriente, y también en China, como regiones tendentes a la reflexión, a la pausa… Pero también han erigido grandes obras sobre el pragmatismo, la utilidad de las relaciones sociales o sobre el arte de la guerra y la política. ¿Cómo explicar este contraste?

Me temo que esa combinación de perspectivas dispares es perfectamente natural en el caso de China, teniendo en cuenta la riqueza y sofisticación de su tradición de pensamiento, y lo mismo sucede también en el caso de la India. El problema es, creo, más bien de percepción y estriba en una mirada orientalista que tendemos a proyectar todavía sobre esas culturas, transformándolas en meros repositorios de una «espiritualidad milenaria» muy simplificadora y hasta pueril que traiciona por completo la realidad y variedad efectiva de sus formas de pensamiento. Desde Europa tendemos a imaginar la civilización de la India o de China como esas formas de alteridad radicales sobre las que se proyectan nuestros prejuicios y anhelos, de manera que se lleva a cabo una simplificación grosera de su riqueza y quedan convertidas en objetos de veneración debido a ese supuesto carácter místico y espiritual. Es cierto que tanto en China como en la India hay corrientes de pensamiento que contienen propuestas para el cultivo de sí mismo, que promueven formas de disciplina mental, la quietud, el sosiego, la introspección, pero junto a ellas se encuentran otros proyectos de naturaleza pragmática y realista (el Arthasastra de la India, por ejemplo) que, a menudo, se silencian o marginan porque quiebran precisamente esa imagen del «oriente espiritual». Ese contraste que aludes es, pues, perfectamente natural y no tiene nada de problemático. De hecho, lo mismo sucede en nuestra tradición de pensamiento, donde integramos en la misma categoría, sin que ello nos resulte chocante, propuestas como las del estoicismo, que, utilizando el término acuñado por Pierre Hadot, están atravesadas por “ejercicios espirituales” y que contienen al mismo tiempo una vocación pragmática en el terreno político. O, de manera más evidente, obras altamente especulativas y espirituales, como la de Plotino, y otras, como las de Hobbes o Maquiavelo, claramente realistas o pragmáticas. Si esa riqueza y amalgama de proyectos reflexivos no constituye un problema para nuestra tradición, no veo motivo alguno para que lo sea en el caso de tradiciones ajenas como la de India o China. El contraste obedece, sencillamente, a la pluralidad de perspectivas, intereses y soluciones que las comunidades humanas, en tanto que conjunto plural, admiten y desarrollan en su seno.

Por último, Albert, un poco de promoción: ¿por qué deberían lectores y lectoras acercarse a tu libro, a este Figuras de la excepción en la China antigua?

Se trata de un libro que resultará pertinente e interesante para quien desee adentrarse en una de las épocas más fértiles y fascinantes de la historia universal, esa China pre-imperial; para quien quiera ampliar los horizontes de su mirada a una de las culturas más importantes del mundo; para quien que esté interesado en la historia intelectual, en la historia de la filosofía antigua o incluso en la antropología histórica. Creo que es un libro que, pese a concentrarse en esa cultura doblemente ajena a la nuestra, en el espacio y en el tiempo, atesora, esa es al menos mi esperanza, la capacidad para entrar en resonancia con el lector contemporáneo al plantear problemas y dilemas (la muerte, la validez de las normas, la función de los monstruos, los mecanismos de poder y de exclusión, la capacidad persuasiva del lenguaje, los límites de la autoridad política, etc.) que nos siguen interpelando y que nos obligan a reflexionar sobre nuestro tiempo y nuestro mundo.

3 comentarios en “Entrevista a Albert Galvany: filosofía e historia intelectual de la China antigua

  1. Se trata de una serie de reflexiones profundas sobre la hermenéutica, oriental y occidental. Que muchas veces se trivializa demasiado, hasta el solipsismo arrogante que impide otra lectura distinta de la individual.
    EStas observaciones que hace el autor, securriendo a las fuentes de la filosofía china ocurre también con algunos de nosotros cuando nos sentimos atraídos por la filosofía presocrática, más espontánesy cuya riqueza radica en la reducción de las msupersticiones que actualmente abundan y en exceso en esta sociadad globalizada y este conflicto es lo que se expresa en la frustración de la incertidumbre.

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