Filosofía ante el desánimo: la necesidad de la reflexión en tiempos de crisis

José Carlos Ruiz, doctor en Filosofía Contemporánea y profesor en la Universidad de Córdoba (España), publica Filosofía ante el desánimo, un ameno y omniabarcante libro en el que propone la pertinencia de la filosofía como un paréntesis necesario para pensar y pensarnos en el seno de la desazón que provocan estos tiempos de aceleracionismo, ruido, mercadotecnia y redes sociales.

«Una extraña y opresiva sensación invade los tiempos actuales: la sensación de estar incompletos», escribe José Carlos Ruiz en las primeras líneas de Filosofía ante el desánimo. Pensamiento crítico para construir una personalidad sólida (Destino, 2021). Este volumen se hace cargo de los grandes temas de la filosofía (identidad, amor, amistad, ignorancia, paso del tiempo, dolor o placer, entre otros) y nos recuerda la relevancia de practicar un pensamiento activo para caer en la cuenta de las insuficiencias en las que la inercia de nuestra contemporaneidad nos ha introducido. Porque, como asegura el autor, «evitamos activar los mecanismos de pensamiento crítico en pos de una política de la distracción y del entretenimiento». O a eso nos han acostumbrado.

José Carlos Ruiz habla de la «turbotemporalidad» que todo lo invade, que va de la mano, paradójicamente, de un pernicioso acomodo a nuestra situación actual. Ello, además, alimentado por una homogeneización de las identidades y las experiencias: «Acudimos a los sitios que vemos fotografiados en las redes sociales y la repetición de esas fotos se convierte en una misión que hay que cumplir, una especie de deber que nos autoimponemos». Como ya apuntara Baudrillard, a quien Ruiz cita, somos víctimas de una ausencia de destino, de una carencia de ilusión e incluso de asombro, producida por un exceso de realidad.

Nos hemos llenado de realidad. Vivimos colmados de Ser. No existen los resquicios, las grietas, los posibles escapes. O eso nos han hecho creer: el ser humano de nuestros días «ha sido educado en la hiperacción, en la dinámica del progreso infinito, en tomar la iniciativa», escribe José Carlos Ruiz. «Esta necesidad de aprehender el futuro, de apoderarse de él, de tratar de condicionarlo como si fuera un elemento más de la conquista, ha eliminado la aventura de nuestras vidas». Las expectativas suponen apertura, espera, conciencia de ese paso del tiempomientras que la turbotemporalidad nos aliena y nos impide detener la máquina apabullante del deseo: de nuevas vivencias, nuevas experiencias, nuevas emociones… que son consumidas como cualquier otro producto de mercado.

En la actualidad, esa espera es sinónimo de derrota o pasividad. Crear un paréntesis de sentido significa claudicar frente a la acelerada temporalidad de nuestros días. Y «a esto se añade», señala Ruiz, «la presión de la novedad. Lo digital facilita que las imágenes, las noticias, las stories estén en una fase de constante renovación, con muy poco margen de pervivencia, de ahí la presión por estar más tiempo conectados. Cuando salimos de la red, el agotamiento pasa factura y se debilita nuestra capacidad de interactuar con el otro. Lo real va perdiendo, sutilmente, su capacidad de afectarnos«. La memoria se desdibuja, queda expuesta a ese torrente de novedades y estímulos permanentes, y nos impide reconcentrar nuestra atención en algo durante un periodo prolongado de tiempo. Siempre hay que estar atento a cuanto ocurre, a cuanto sucede: no ya tanto en el mundo real como en su reflejo, el mundo virtual.

La sociedad hiperestimulante no ayuda a que nuestra memoria se asiente y se cohesione. […] La mirada, enfocada en un presente inmediato, y el poco aprecio que ponemos a lo que hemos sido, en pos de lo que podemos llegar a ser, están modificando los mecanismos con los que construimos la identidad.

Hemos creado una tecnología y una serie de instrumentos cuyo funcionamiento se nos ha escapado de las manos. Apunta José Carlos Ruiz que no calculamos bien dos cosas: «La tremenda velocidad a la que todo se desarrollaría, y la capacidad de seducción que el soporte de la imagen-pantalla tenía. Lo que en principio se presentaba como un estímulo para la diversidad, la pluralidad y el florecimiento, donde la singularidad de mi identidad y la de mi comunidad sólo experimentaban mejores, de repente empezó a fundirse con miles de identidades alejadas de nuestro contexto y de nuestras circunstancias». De alguna manera, hemos perdido nuestra identidad y la hemos igualado al resto de identidades: ha llegado el oneroso imperio de la homogeneidad, y «ahora nos encontramos luchando desesperadamente por el matiz, tratando de sacar la cabeza como sea, batallando por lucir alguna singularidad».

La piel se nos ha hecho más fina, todo nos afecta sobremanera. Este es el precio de haber adoptado identidades tan homogéneas, máscaras tan parecidas, que nos equiparan en todo a través de identidades globales que contienen tal cantidad de elementos que resulta imposible cumplir con todos: y entonces, la frustración, el cansancio, la exasperación. El sistema se ha asegurado, escribe el autor de Filosofía ante el desánimo, de que esta percepción del riesgo se convierta en pánico para aquel que desee salirse de lo establecido.

Al tenernos hipnotizados y tipificados, cualquiera que decida bordear o romper los límites de estas identidades sufrirá la denuncia del resto, la separación, la ignorancia o la incomprensión.

Algo similar ha ocurrido con emociones y relaciones como el amor y la amistad, sometidas al imperativo de encajar. «Cada vez es más complicado vivir un amor sereno e intenso«, explica José Carlos Ruiz: «La sociedad hipermoderna nos empuja a tomar las riendas de nuestra vida, a ser sus constructores y ejecutores, pero, a ser posible, sin depender de nadie. El proyecto de individuo es más importante que el proyecto social y no existe invitación a compartir el trayecto». Las aplicaciones para buscar pareja en base a algoritmos, en base a nuestros supuestos gustos (que no son sino los de todos, expresados a través de números y fórmulas), han convertido las relaciones, en muchos casos, en una cuestión de diseño premeditado. Cuando surgen, además, estas relaciones, se quiebran con la misma facilidad con la que han aparecido: porque han carecido de un proceso de construcción y establecimiento. Y más aún: tales relaciones se rompen con la misma facilidad con la que se construyen. A rey muerto, rey puesto.

Como ya apuntara Zygmunt Bauman, hemos sustituido las relaciones por las conexiones. En nuestra sociedad acelerada, el nivel de compromiso mutuo que implica una relación amorosa empieza a percibirse como una limitación. Frente a esto, apunta José Carlos Ruiz, «nos inclinamos por un amor-conexión», más sencillo y que requiere menor implicación: «En la conexión no pretendemos transitar más allá, no entramos en el antes o en el después, sólo interesa el instante de la conexión». Todo ello, de nuevo, embebido en la dinámica de la hiperaceleración: «Para mantener la cadena funcionando nos atemorizan para que no nos detengamos, nos hacen creer que pararse, desconectar, es vegetar».

Lo mismo sucede con la amistad: «No es de extrañar que las nuevas hiperamistades se construyan bajo el paradigma de rapidez y ligereza, sustentadas en el ámbito de lo fácil y cotidiano y, por lo tanto, con un nexo sencillo de romper y de intensidad leve». Algo que contrasta mucho con aquellas palabras de Aristóteles en su Ética a Nicómaco: «Los que se quieren por interés no se quieren por sí mismos, sino en la medida en que pueden obtener algún bien unos de otros. Igualmente ocurre con los que aman por placer».

Un libro hondo y muy bien escrito, perfecto para iniciarse en la filosofía, en el que José Carlos Ruiz traza un severo pero muy ameno (y hasta cierto punto esperanzado) diagnóstico de nuestra sociedad, en el que analiza el imperio de las tendencias, la adicción a un entretenimiento superfluo, la tiranía de la aceleración de los tiempos, la dilatación de las fronteras mentales entre ocio y trabajo, la desaparición de los rituales, la debilidad de la voluntad (en contraste con el continuo entusiasmo)… Variables todas que, «si no se analizan bajo la lógica del pensamiento crítico, se encargarán de configurar una personalidad abocada a experimentar un desánimo crónico». Y ante eso, concluye su libro el autor, «pocos fármacos se me ocurren más eficaces que la filosofía».

8 comentarios en “Filosofía ante el desánimo: la necesidad de la reflexión en tiempos de crisis

  1. La «realidad» que nos imponen es ficticia, contruidapor el positivismo para el hiperconsumo. La filossofía nos enseña a rechazar estas imposiciones enajenentes y recuperar algo de identidad individual aunque termine en lo que Bauman señala como las sociedades líquidas, donde no es posible establecer relaciones de amistad y afecto con los demás y que actuelmente solo son relaciones mercantiles de compra venta de benes y servicios. Donde la mercencía reemplaza al individuo enejenándolo.

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    • Excelente comentario estimado Hugo, a veces deberiamos meditar…que sigue ???? hacia donde vamos ??? si Bauman estuviera vivo y escribiendo,estaria mas que sorprendido…La sociedad se volvio mas que liquida o talvez en un tipo de liquido volatil,tan solo le agregaria eso Don Hugo,Saludo.

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  2. Me llamo la atención la ola de Hokusai, y la verdad estoy admirada de la cantidad de palabras y conceptos que se pueden relacionar del texto con los fractales, el infinito en réplicas que no dejan salir de un mismo patrón…la necesidad de recurrir a otros valores para romper el molde …

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  3. El texto me deja un pregunta que, sin ser yo filósofo, siempre me ronda: ¿qué significa el «pensamiento filosófico»? Vemos cómo el autor del texto que se reseña ofrece la filosofía como una solución, como un «fármaco», en sus palabras.

    Pero, ¿es que acaso la filosofía nos presenta una fórmula mágica, un método estructurado o una receta científica para superar los problemas? ¿Es esa su intención, la intención del «filósofo»? No lo creo, sinceramente. Mi escaso, y por supuesto superfluo, acercamiento a la filosofía me hace pensar que filosofar no es más que otra forma de denominar a la acción de pensar. Pensar, eso sí, con la intención de construir un conocimiento crítico y propio sobre cualquier tema. Por eso, al fin y al cabo, me da la impresión de que la expresión «pensamiento filosófico» es casi una tautología. A lo mucho, esa expresión, y la filosofía en sí misma, solo denotan para mí un «tipo» de pensamiento: el crítico.

    Y, entonces, se me ocurren más cosas: si todos podemos pensar críticamente, ¿por qué no todos nuestros pensamientos críticos son considerados filosóficos? ¿Es acaso porque solo filosofan los que se hacen llamar o son reconocidos, por razones históricas o académicas, como «filósofos»? ¿La filosofía es, pues, un tipo de pensamiento que se clasifica no por su contenido sino por la calidad de su autor?

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      • Hugo, ¿tú crees que lo que convierte a un pensador cualquiera en filósofo es dejar por escrito sus reflexiones? Interesante. Pero es un criterio también muy formal para mi gusto. Especialmente porque en esta época en la que abundan los libros de «auto-ayuda» o «coaching», muchos podrían aspirar a ser llamados filósofos. Por otro lado, ¿qué opinas del caso de Sócrates?, por ejemplo, quien, intencionalmente y según entiendo, no escribió absolutamente nada. ¿También se vale «explicitar» de manera verbal?

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      • SOLO SE QUE NADA SE. Este es un precepto que lo inmortalizó a Sócrates según fuentes orales que conservamos. Las fuentes orales suplen los textos.

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