Carlos Javier González Serrano: «La mejor inversión educativa es la que apuesta por emocionar a los estudiantes a partir del conocimiento»

Entrevista realizada por el alumnado de 4º ESO en la asignatura optativa Introducción a la filosofía del IES Cristo del Rosario de Zafra (Badajoz) a Carlos Javier González Serrano, profesor de Filosofía y Psicología y autor de Una filosofía de la resistencia.

Hemos leído y debatido algunos artículos tuyos en clase y visionado algunos de tus programas de televisión. ¿Piensas que nuestra sociedad se está deshumanizando debido a la tecnología y a la cantidad de tiempo que pasamos diariamente conectados a internet?

A veces nos obsesionamos con el tiempo que pasamos delante de las pantallas y olvidamos lo principal: todo aquello que dejamos de hacer cuando estamos frente a ellas. Existen actividades, como por ejemplo compartir el visionado de una película, que pueden unirnos frente a una pantalla. Lo principal es saber el cometido o la finalidad con la que estamos llevando a cabo una actividad. Si vemos una película entre amigos y amigas para después comentarla o, simplemente, para disfrutar de la compañía de nuestras amistades, estamos anteponiendo el hecho de relacionarnos al hecho de estar viendo una pantalla; es decir, la pantalla es sólo un medio, pero no es el fin de la acción. Sin embargo, y este es el peligro, de un tiempo a esta parte hemos transformado las pantallas en el fin de nuestras acciones: consumimos contenido delante de nuestros móviles por el hecho del consumo mismo, para «entretenernos», sin más finalidad que la de pasar (o matar) el tiempo. Más que deshumanizarnos, las pantallas nos han hecho olvidar otras formas de ser que no tengan que ver con la de ser consumidores de contenido, y esto nos convierte en zombis sedados que tan sólo desean ver anestesiado su transcurso temporal. 

¿Para qué crees que tendría que usar la tecnología un adolescente y cuándo crees que no la debería utilizar? ¿Hay un «buen» uso y un «mal» uso de la tecnología? 

No podemos ser ingenuos. La tecnología digital es parte de nuestra vida y debemos afrontar los retos a los que nos expone su uso. Ahora bien, siempre defiendo que el uso de la tecnología no es neutral. Cuando estamos delante de un teléfono móvil, es ese dispositivo el que nos da ciertas posibilidades de actuación. Es decir, la tecnología limita las posibilidades (o el campo) de nuestra libertad, en tanto que las somete a las posibilidades que nos ofrecen esos dispositivos. No existe un buen o mal uso de la tecnología, sino un uso narcotizado o un uso autónomo, es decir, un uso mediante el cual somos instrumentalizados por el instrumento (en este caso el teléfono móvil), sintiéndonos arrastrados -y dejándonos arrastrar- por sus dinámicas o, como alternativa, un uso que ponga nuestra libertad por delante, esto es, un empleo de la tecnología que la considere como una herramienta que está a nuestro servicio, y no al revés. La pregunta que debemos hacernos es, cada día, si estamos siendo utilizados por el teléfono móvil o si somos nosotros quienes lo utilizamos. 

¿Qué propones para minimizar la utilización abusiva de las pantallas en nuestra vida cotidiana? ¿Crees que este problema es sólo de los adolescentes o también lo es de los adultos?

Es tan fácil -y tan difícil- como volver a retomar caminos humanos que, a fuerza de acostumbrarnos a permanecer supeditados a la esfera digital, hemos olvidado. Desde dar un paseo sin finalidad ni destino predeterminado, escuchar música o ver una película por placer, charlar con nuestra familia o nuestros amigos sin prisa y sin la mediación de una pantalla, escribir a mano un diario o una carta… A este respecto no debemos engañarnos: los adolescentes son un espejo de los adultos, y ellos copian, por pura y descarnada imitación, lo que ven en nosotros, los adultos.

En este sentido, también deberíamos replantearnos las actividades que llevamos en común y cómo las llevamos a cabo. Casi siempre, a poco que nos fijemos, hay un teléfono móvil entre nuestras interacciones. Ya no aguantamos siquiera el aguijón de una (útil) ignorancia que nos conduce a investigar sobre algún tema que nos interese; sin más, cuando desconocemos algo, lo buscamos en nuestros teléfonos, adquirimos un conocimiento superficial sobre el asunto en particular, y seguimos con nuestra vida sin ahondar. Por eso, y a fuerza de permanecer en la esfera digital, nuestra existencia se ha superficializado (en dos sentidos: todo cabe en la superficie del móvil y, en segundo lugar, no ahondamos en lo meramente superficial, nos dejamos resbalar; de hecho, todo debe «fluir». Lo que no fluye es considerado como una amenaza o como algo aversivo). 

Ya que eres profesor de Filosofía, Valores, Psicología e Historia de la Filosofía, en un colegio (San Gabriel de Madrid), ¿cómo son tus clases? ¿Proyectas presentaciones en la pizarra digital y permites que tu alumnado use los teléfonos móviles? ¿Estás a favor de la gamificación en el aula (juegos tecnológicos educativos, concursos de preguntas y respuestas en los que se usa el móvil como Kahoot, búsqueda de información con códigos QR, etc.) o habría que desterrar las pantallas del espacio educativo?

Son aspectos muy distintos. Desterrar los proyectores o los ordenadores de las clases sería un error, a mi juicio, y no podemos negar que numerosas competencias profesionales (en términos digitales) pueden adquirirse en el periodo estudiantil. No consiste en ser un neoludita apartado ingenuamente de la realidad. Otro asunto muy distinto es el uso de dispositivos móviles personales, en lo que me muestro totalmente en contra, sin fisuras; colegios e institutos deberían ser espacios limpios de tecnología móvil personal, en tanto que es un espacio destinado no sólo al aprendizaje, sino también a la adquisición de ciertas habilidades intelectuales e incluso de hábitos vitales. Uno de estos hábitos es la paciencia cognitiva, es decir, saber esperar hasta la aparición de la gratificación. El dispositivo móvil impide en muchas ocasiones (y ellos mismos lo saben) permanecer atentos, es decir, entrenar su atención, justamente porque son incapaces de distraer esa propia atención del teléfono móvil. Lo que hemos perdido no es tanto la capacidad de atender cuanto la capacidad para distraernos, para quitar la atención del móvil. Para ello, debemos, como digo, no sólo enseñar y transmitir conocimientos, sino también educar en hábitos cognitivos saludables, y uno de ellos es la paciencia cognitiva: para que aparezca la gratificación debe mediar un tiempo muchas veces desconocido. Si no se aprende a ser paciente en términos cognitivos, estaremos educando a futuros adultos sujetos a la continua frustración. 

Respecto a mis clases. Por ejemplo, en 2ºESO (13-14 años, Educación en Valores Cívicos y Éticos) siempre pido a mis estudiantes que retiren las pantallas de los ordenadores de su vista, que guarden sus dispositivos en la cajonera, para poder pensar y hablar tranquilamente sin otras interrupciones estimulares que no sean nuestras palabras, el cielo a través de la ventana o el texto que estemos trabajando. Y lo cierto es que funciona muy bien, y lo más sintomático: están contentos. No renuncia a la tecnología en clase, pero sí que intento en todas las etapas que utilicen sus dispositivos digitales lo menos posible para que los estímulos no les arrebaten su atención. No debemos olvidar que sin atención es imposible decidir, en tanto que son los estímulos los que deciden por nosotros. Reaccionamos, no actuamos. Y si no podemos decidir, tampoco podemos ejercer autónomamente nuestra libertad. 

¿Crees que se debería promover en clase la escritura manual? ¿Qué ventajas tiene la escritura con lápiz y en papel frente a escribir «con los dedos»?

De hecho lo hago constantemente. Intento que mis estudiantes escriban mucho a mano porque, y esto es preocupante, están olvidando hacerlo. Muchos adultos aseguran que han perdido habilidad manual a la hora de escribir y que ni siquiera reconocen su letra o es difícilmente legible. Escribir a mano no sólo es una actividad manual, sino también y sobre todo cognitiva, al hermanar cuerpo y psique. Como he defendido hasta la extenuación en numerosos y diversos medios de comunicación, la escritura a mano, en papel, con bolígrafo, nos pone en conexión con nuestra condición humana, que es finita y falible, es decir, que se equivoca, que comete errores. Siempre invito a mis estudiantes a que tengan el valor de tachar en lugar de emplear el tipp-ex, porque lo bello de la escritura es que deja huellas: la huella de lo humano, que yerra y debe tomar nuevos caminos. Al contrario, la pantalla es impoluta, siempre podemos borrar, su lisura y belleza nos deslumbra y no consentimos ningún error dentro de sus límites, todo debe responder a un orden determinado (esto es muy patente, por ejemplo, en aplicaciones como Instagram, donde cada fotografía tiene su lugar, los reels tienen el suyo, etc., y cuanto más ordenado y más impoluto sea todo, más seguimiento tiene una cuenta).

Sin embargo, la vida humana necesita ser consciente de su propio desorden, del caos de nuestra existencia, que raramente encuentra una definitiva armonía. Gran parte de nuestras frustraciones nacen en la actualidad porque no somos capaces de imitar en la vida «real» la perfección de la vida digital, donde todo fluye como nosotros deseamos; al contrario, la vida «real» está repleta de hechos imprevisibles cuyo recorrido desconocemos. Atrevernos a habitar este desconocimiento, este desorden constitutivo de la vida, está provocando además no pocos estragos emocionales y psicológicos. Debemos reaprender a tolerar el bello caos de la vida. Y la escritura a mano puede ser un buen entrenamiento. 

En cuanto a lo que hacemos fuera del instituto ¿Crees que es bueno que los profesores nos manden tareas a través de aplicaciones y nos obliguen a estar por las tardes sentados en el ordenador o realizando las tareas en el móvil? ¿Hay otras opciones?

Yo contestaría con otra pregunta: ¿eres capaz de fomentar tu propia autonomía intelectual, autoimponiéndote una costumbre diaria de estudio o de realización de ejercicios? Os prometo que los profesores no guardamos en el corazón un afán por torturar a nuestros estudiantes; más bien intentamos transmitir ciertos hábitos. De hecho, el verbo «educar»”» significa etimológicamente guiar, conducir. Y esta tarea se lleva a cabo a través de la transmisión de ciertas costumbres que pueden resultar saludables e incluso útiles para el futuro de los adolescentes.

En cualquier caso, me gusta más hablar de inducar, con lo que aludo a la intención de que mis estudiantes sigan un camino hacia sí mismos, desde cuanto aprenden, para que, por un lado, se conozcan y, después, actúen comprometidamente en el mundo que les ha tocado vivir. En este sentido, considero muy importante comunicar el valor del conocimiento y del propio esfuerzo a mi alumnado, sin caer nunca en una autoexigencia obsesiva. Siempre les digo que estudien (y que vivan, en general) con cariño e ilusión, proyectados hacia un adelante indeterminado, que hagan lo que hagan intenten hacerlo con pasión.

El propio camino se descubre paulatinamente, no hay que tener prisa, y para ello me parece más importante cultivar ciertas costumbres que contar con ciertos conocimientos: es más importante cómo lo hacemos, muchas veces, que lo que hacemos. Para mí hay pocas cosas más agradables que ir a estudiar a la biblioteca de mi barrio, Carabanchel, y encontrarme con estudiantes que están allí no sólo por cumplir con el currículo, sino porque también disfrutan estando juntos y compartiendo. Este ambiente de disfrute compartido es fundamental para un buen ambiente y una amable relación con los estudios… aunque de por medio haya esfuerzo e incluso algún disgusto. Pero juntos, y con pasión.

¿Ves bien que se use masivamente en los institutos plataformas como Google Classroom o similares que pertenecen a empresas privadas que pueden comerciar con nuestros datos?

Puede ser y de hecho es útil para diversos procesos educativos y pedagógicos. Aunque no debemos ser ingenuos. No sólo en el colegio o instituto, sino en cualquier lugar, se nos monitoriza y se sigue el desenvolvimiento de nuestras acciones en lo que se ha dado en llamar «sociedad de la vigilancia». No es nada nuevo. La novedad estriba en que ahora no sólo nos dejamos vigilar (a cambio, por ejemplo, de seguridad), sino que potenciamos esta circunstancia y facilitamos a todo tipo de empresas el acceso a nuestros datos. Las instituciones educativas pueden cerrar con las empresas los acuerdos que estimen oportunos a efectos de transmisión de datos, y, en este sentido, y más aún tratándose de menores de edad, tales acuerdos deberían ser muy restrictivos. En cualquier caso, todo está sujeto hoy al rendimiento económico, y más concretamente a nuestra condición de consumidores.

Los datos son hoy la mina desde la que se extraen los más jugosos beneficios: si saben cómo consumimos, cuándo y por qué, sabrán mejor cómo, cuándo y por qué ofrecernos los productos de turno. Para ello ya ha habido una supeditación tecnológica, mediante la cual quedamos subyugados ante los estímulos de la esfera digital: las notificaciones son los esbirros de los reclamos publicitarios. Por eso, el dilema ético trasciende los muros de colegios e institutos: ¿cómo estamos viviendo y qué prácticas y dinámicas está poniendo en marcha la manera en que cada uno de nosotros existe? ¿Podemos hacer algo al respecto? Para eso las clases de Filosofía son fundamentales, para poder pensar al margen de nuestra condición de consumidores.

¿Cuál crees que sería la mejor estrategia para que nosotros no estemos tan enganchados al móvil? En el recreo, que es nuestro momento de descanso, nos prohíben usarlo. ¿Qué te parece? En casa, a veces también discutimos con nuestros padres respecto al móvil. ¿Cómo podemos recuperar la capacidad de concentración perdida tras tantos años usando la tecnología y los móviles?

Casi cada semana hago el mismo ejercicio con todos mis estudiantes, tanto en la ESO como en Bachillerato: comprobamos el tiempo de uso de la semana anterior de nuestros dispositivos móviles. La media se sitúa, en general, entre las seis y las siete horas de uso… diarias. Entre todos nos hemos propuesto, como tarea conjunta, intentar disminuir este empleo indiscriminado, acrítico. Sucede algo parecido que con las adicciones químicas: el fumador acude al tabaco en muchas ocasiones por pura impulsividad, no sólo por su adicción a la nicotina y al resto de componentes del tabaco, sino también por pura costumbre. De igual manera, agarramos nuestros teléfonos cuando no tenemos nada que hacer. Por eso, deberíamos proponernos individualmente otras tareas, desde escribir un diario a dar un paseo o tener una conversación con nuestra familia.

Ya explicó Aristóteles que somos animales de hábitos, y que en la confección de esos hábitos se configura nuestra existencia. Por eso deberíamos preguntarnos qué hábitos y costumbres estamos dispuestos a introducir en nuestra vida y, más importante aún, si esos hábitos y costumbres han sido deliberadamente elegidos o si más bien incurrimos en una suerte de sedación por la cual nos dejamos llevar por el impulso de acudir al teléfono móvil. Tampoco estaría de más, sobre todo en el caso de los adultos, preguntarnos qué tipo de vacíos estamos cubriendo cuando llenamos nuestras vidas de estímulos estériles y de gratificaciones vacías. Y, en términos sistémicos, deberíamos interrogarnos: ¿cabe hablar de un interés por que permanezcamos anclados a nuestros dispositivos móviles en lugar de reflexionar, pausada y conscientemente, en las condiciones en las que vivimos?  

¿Crees que el gasto e inversión en tecnologías para la educación es necesario y útil? ¿Cuál sería para ti una buena inversión?

Es útil si se emplea como un medio y no como un fin. Las estrategias TIC de colegios e institutos han de estar supeditadas a criterios pedagógicos, y no al revés. Lamentablemente, sucede muy a menudo que los docentes nos convertimos en competidores de la tecnología digital: debemos luchar por conquistar la atención de los estudiantes, que no logran ver el valor del conocimiento. A mi juicio, la mejor inversión que puede hacerse en los centros educativos es contar con profesorado especialista en -y apasionado por- sus respectivas materias y, por otro lado, transmitir ese valor del conocimiento. Afortunadamente, no todo tiene un «para qué», no todo está sujeto a la lógica utilitarista; existen acciones que se llevan a cabo porque, sin más, tienen valor en sí mismo, como contemplar un bello atardecer (sin tener que fotografiarlo), disfrutar del aroma del campo mientras paseamos o situarnos unos minutos delante de una obra de arte. En general, la mejor inversión educativa es la que apuesta por emocionar a los estudiantes a partir del conocimiento. No se trata de saber mucho, sino de aprender a estimar el valor del conocimiento. 

¿Cómo imaginas el futuro de nuestra sociedad? ¿Continuaremos siendo tan consumistas y viviendo en la inmediatez?

No querría ser muy catastrofista. Sobre todo, porque confío mucho en mis estudiantes, en los adolescentes, en su empuje y en su fuerza para imaginar nuevas maneras de ser humano -sin que perdamos la humanidad-. Ahora bien, si el rumbo del mundo sigue este cauce, imagino una sociedad en la que muy pocos individuos trabajen, y una gran masa sometida, que estaría mantenida con fondos públicos y privados a través de una suerte de sueldo genérico para cubrir las necesidades fundamentales, cuyos miembros se ceñirían a su papel de consumidores. Es decir, exactamente como ahora pero sin desplazarnos, sin necesidad de trabajar: sólo consumiendo. Una sociedad (que dejaría de serlo, transformándose en una masa informe de individuos solos y aislados) en la que sólo se viviera para servir a un sistema depredador en el que nuestro «trabajo» sería consumir en la esfera digital. Algo parecido se vaticinó en la película de animación Wall-e.

¿Qué papel juega en ese futuro la filosofía? ¿Por qué crees que es necesaria la reflexión filosófica para construir una vida mejor y un mundo mejor?

En ese futuro no lo sé, pero en el presente su papel es prioritario, insoslayable, insustituible. Y no lo afirmo como profesor de Filosofía, sino como alguien preocupado por las derivas de nuestro modo de vivir actual. Diré algo que nunca he confesado en medios de comunicación: he encontrado más maestros y maestras en la literatura que en la filosofía, y ello por una sencilla razón: la literatura muestra la vida en movimiento, mientras que la filosofía intenta anclar la experiencia humana a un código (antropológico, metafísico, ontológico, estético) determinado. La vida, sin embargo, no tolera esta rigidez. Por eso considero que la filosofía debe aprender mucho de la manera en que se da la literatura: en el acontecimiento, en los hechos que (se) suceden.

¿Dónde quiero llegar? La filosofía tal y como la hemos entendido hasta ahora, con sistemas cerrados y configuraciones sistemáticas con ínfulas de definitiva determinación, no se compadece con el transcurrir actual de nuestro mundo. El signo de los tiempos es la contradicción o incluso la ambigüedad, la perversión de cualquier definición, la imposibilidad de encontrar un suelo fijo y perenne sobre el que establecerse, y ello por una razón muy sencilla: nuestro sistema económico y productivo ha encontrado la forma de engullirlo todo, incluso la disidencia y la rebelión intelectual. Todo puede ser convertido en su contrario en función de su carácter de ser-consumido o ser-consumista, porque siempre hay alguien para consumir y/o algo para ser consumido. En este sentido, defiendo una «filosofía literaria» o, mejor, narrativa que no intentaría sostener o desarrollar una definitiva explicación de cuanto sucede, en tanto que eso que sucede siempre está sujeto a la tergiversación en función de nuestro sistema productivo (consumidor-lo consumido), sino que se propondría alentar a la acción comprometida mediante la actitud filosófica.

La filosofía no se puede permitir decir lo que está bien o lo que está mal, ni siquiera configurar un orden de las cosas; lo que debe permitir, y no dejar que nunca muera, es el afán por cuestionar cuanto nos dan como naturalizado. Una filosofía literaria ha de ser, por ello y sobre todo, contradogmática, escrutadora, no conformista. Desde los hechos, analizar los propios hechos. Desde la acción, analizar la propia acción. Para, desde este análisis, poder plantear otras acciones que den como resultado otros hechos (que, a su vez, deberán volver a ser escrutados). Nada que, por otra parte, no hiciera ya Sócrates hace dos mil quinientos años…

¿Algo que decir?