Macedonio Fernández, noticias de un «existidor»: «las ganas de mandar indican inferioridad y lo opuesto a las ganas de convencer»

En 1964, Ezequiel Martínez Estrada escribía a César Fernández Moreno: «¿No merece que se lo estudie seriamente, que se pierda un año descifrando sus jeroglíficos, sus paradojas? Eso puede hacerlo usted con sólo aplicarse a ello sin apuro; en forma tal que cuando se diga (si se dice) que fue el más grande metafísico del Plata, sepamos por qué».

Maestro inigualable, con aires de profeta y aspiraciones de místico, que al decir de Natalicio González «actuaba a la distancia; influía sin hacer acto de presencia; marcó el rumbo de toda una generación intelectual argentina y luego borró cautelosamente las huellas de su magisterio imperioso e invisible». En efecto, Leopoldo Marechal dice que Macedonio Fernández pertenece a la categoría de los que «dejan de ser hombres de la literatura para pasar a ser verdaderas leyendas de Buenos Aires». Gómez de la Serna lo definió como «el que más ha influido en las letras dignas de leerse». Ulyses Petit de Murat lo llama «semidiós acriollado» y para Carlos Fuentes fue «uno de los cuatro fundadores de la modernidad literaria latinoamericana».  

Al decir de Jorge Luis Borges, su discípulo más aventajado y amigo:

Los historiadores de la mística judía hablan de un tipo de maestro, el Zaddik, cuya doctrina de la Ley es menos importante que el hecho de que él mismo es la Ley. Algo de Zaddik hubo en Macedonio. Yo por aquellos años lo imité, hasta la transcripción, hasta el apasionado y devoto plagio. Yo sentía: Macedonio es la metafísica, es la literatura. Quienes lo precedieron pueden resplandecer en la historia, pero eran borradores de Macedonio, versiones imperfectas y previas. No imitar ese canon hubiera sido una negligencia increíble.

«Nací tempranamente —dice Macedonio en sus Papeles—; en una sola orilla (aún no me he secado del todo) del Plata. Me encontraba en Buenos Aires, a la sazón; era en 1875: fue el año de la revolución del 74, como después tuvimos un año de la revolución del 90″.

Macedonio Fernández nació en Buenos Aires el primero de junio de 1874, comienza a escribir a los quince años y publica su primer trabajo a los veintidós. En el interín se retiró a una isla del Paraguay, donde un reducido grupo aspiraba a vivir en plena comunión con la naturaleza. Por supuesto, el experimento anarquista duró poco. En 1905 escribía a su tía: «Pienso siempre y quiero pensar; quiero saber de una vez si la realidad que nos rodea tiene una llave de explicación o es total y definitivamente impenetrable». En otra misiva dice:

Soy un peregrino de la Vida y busco incansablemente su inaccesible «secreto». Esta persecución tiene para mí encanto inagotable y llevo dentro de mí una fe que muy pocos mortales han poseído: la certidumbre de que las palabras del arcano pueden ser descifradas, si bien creo que su explicación puede ser sentida pero no expresada en palabras humanas… Tengo ya una fe: la de la indestructibilidad de la chispa eterna que nos anima.

En efecto, Borges lo evocaba diciendo: «Era como si Adán, el primer hombre, pensara y resolviera en el Paraíso los problemas fundamentales». Y afirma que Macedonio «vivía (más que ninguna otra persona que he conocido) para pensar… La actividad mental de Macedonio era incesante y rápida, aunque su exposición fuera lenta; ni las refutaciones ni las confirmaciones ajenas le interesaban. Seguía imperturbablemente su idea».

En 1907 publica un trabajo sobre psicología titulado Ensayo de una nueva teoría de la psiquis, donde opone al enfoque fisiológico y positivista (sostenido en aquel momento en Argentina por José Ingenieros), uno puramente psicológico o espiritual. 

La muerte de su mujer, Elena de Obieta, inspiró su poema más famoso: «Elena Bellamuerte» (1921). Poco después del deceso, Macedonio se sentó en la oficina de un amigo y lo escribió de un tirón, como en estado de trance. En «Elena» la voz del poeta produce una melodía insólita. Y sin embargo, el misterio de su fuerza no está en las palabras, sino en las ideas; en el concepto de la muerte que deja entrever. Es una negación poética de la muerte, un acto de rebeldía ontológico, un desafío.

La muerte es ficticia —confesaba años después a un amigo—, porque ya lo es el nacer, la unidad del yo, la unidad y continuidad de la historia individual, la unidad e identidad del Mundo, el orden en el llano y en la conciencia. Sintámonos, pero sintámonos inconexos, viviendo por instantes, al día con una psique y en un mundo de Toda Posibilidad y así volverá a nosotros todo lo que hubo para nosotros y de nosotros, siempre que nos ejercitemos el estado conciencial místico-sin-identidad-ni-historia.   

Comienza entonces el curioso derrotero de su vida. Su biógrafo y amigo Ramón Gómez de la Serna escribió: «Se pierde varias veces en medio del bosque de la vida y vive en pensiones absurdas y una larga temporada en una habitación adjunta a una juguetería de barrio». Cada vez que se mudaba de domicilio (cosa que ocurría con frecuencia), dejaba atrás cajones y armarios repletos de manuscritos. Cierta vez Borges le recriminó que era una lástima que todo aquello se perdiera. «Pero che —contestó Macedonio—, ¿vos crees que a mí se me ocurren tantas cosas? ¿Crees que soy tan rico como para perder algo? A mí siempre se me están ocurriendo las mismas cosas, no puedo perder nada». De hecho, el original de «Elena Bellamuerte» quedó olvidado por veinte años dentro de una lata de bizcochos. Un día, de pura casualidad, hallaron el manuscrito.  

Quizá por esa manía de abandonar y perder su obra escrita, Macedonio prefería la oralidad, el rito mágico de la conversación. Se ubicaba así al final de una ilustre línea de conversadores: Sócrates, Cristo, Buda. Quizá creyera que justamente aquellos que más habían influenciado a la humanidad, lo habían hecho a través de la palabra. Un reflejo más de su obsesión por la ausencia y la nada, en contraste a lo perenne, al registro, a la historia misma (que no es más que ilusión). El período inicial de sus publicaciones literarias registran la fundación y dirección, junto con Borges, de Proa (1922), y la frecuente colaboración en Martín Fierro (que no hay que confundir con la revista vanguardista del mismo nombre publicada durante los años 20 y en la que tendrá un papel muy activo). 

En cuanto a libros: en 1928 publica su ensayo No toda es vigilia la de los ojos abiertos Papeles de Recienvenido al año siguiente, filosófico el primero y humorístico el segundo. En 1940 publica, en Chile, Una novela que comienza, y en Buenos Aires, reedita Papeles de Recienvenido (1944), sin olvidar los Papeles de Buenos Aires

No toda es vigilia la de los ojos abiertos se compone de una serie de textos difíciles de encasillar: ficciones, especulación filosófica, lo poético y lo metafísico a la par. La obra está escrita con el peculiar estilo del autor; el lenguaje es constantemente recreado y tocado por su peculiar sentido del humor. «Su humorismo radica en un descentramiento de los conceptos fundamentales y en el establecimiento de un causalismo anormal», al decir de Raúl Scalabrini Ortiz, célebre intelectual argentino y amigo de Macedonio.  Se ocupa de la inexistencia del tiempo y del espacio, de lo sentido-percibido (o sea sensaciones táctiles, olfativas, gustativas, etc.) como la totalidad del Ser, de la consecuente afirmación de que nada es incognoscible para el hombre, de la no diferenciación entre vigilia y ensueño, de la negación sistemática de la filosofía de Kant (señala al «noúmeno» como una de las peores atrocidades del intelecto, pues impide el conocimiento del Ser), de la negación de la causalidad, entre otras ideas rigurosamente expresadas y presentadas en su usual humorística.

Para Macedonio, la metafísica está a un paso de la mística:

La Metafísica es el retorno a la Visión Pura, o sea al estado místico. Estado místico es vivir sin noción de comienzo de sí mismo, sin noción de cesación, sin noción de historia individual, sin noción de identidad personal, sin noción de identidad y reconocibilidad del cosmos, sin noción de unidad de la persona, sin rumbo de marcha ni perfil de unidad, sin noción de subordinación a un Creador. Estado místico es vivir como autoexistente increado; y creo que es también vivir sin la discriminación imagen-sensación, ensueño-realidad, y sin la discriminación nuevo-recordado, nuevo-ya conocido.

Esta concepción de la metafísica presupone que ciertas cosas parecen existir definitivamente (sensaciones), y otras son más bien dudosas fantasmagorías (el tiempo y el espacio, por ejemplo):

Al empezar no sabemos qué pensaremos en definitiva sobre la naturaleza del tiempo, espacio, materia, mundo exterior, sobre todo como lo que desde ya se presenta como dudoso; en cambio estamos ciertos de que las sensaciones y sentimientos que experimentamos existen, es decir, son, aunque sólo sean estados, fenómenos de nuestra psique.

Muy pronto, lo puesto en duda es negado: «El Yo, Materia, Tiempo, Espacio, son los faltantes en el Mundo». Desde la poltrona del idealismo absoluto niega la materia: «Si en lugar de impresionar se habla de causar y se dice que todo estado de sensación o idea o sentimiento tiene por causa inmediata una modificación material, ello equivale a afirmar a capricho una causa inagotable, innecesaria e irrepresentable de todo estado psíquico». En cuanto al tiempo: «El Tiempo nada es, y dos hechos o imágenes entre los cuales no hay otro hecho o imagen son inmediatos, aunque los separen, hablando absurdamente, supuestos siglos». Tiempo y espacio no son «absolutamente nada más que palabras», una «impresión vaga» que «intrínsecamente se concreta en alguna reviviscencia táctil o visual» y que es ella misma un fenómeno. 

Por eso la postura de Macedonio termina siendo marcadamente psicologista: lo real, lo existente, son meros estados de conciencia (fundamento que también perfila su estética), en tanto «ocurrencias de la sensibilidad».

En fin, quiero decir que todo es lo que parece y esto ya es bastante y hasta total; y que es un antojo irresponsable que haya algo más que el aparecerse a la conciencia, como si los estados de la conciencia fueran una mera burla o falsificación, cuando son el todo y un todo que ninguna imaginación puede superar en su intensidad de efectividad, hasta el punto de abrumarnos y desesperarnos.    

Macedonio define su idealismo como un «Almismo Ayoico». Y al ser «ayoico» este «almismo», esquiva el riesgo del solipsismo: no hay un «sólo ego», no hay sino la sensibilidad, y la única tarea de la metafísica será atender la experiencia de esa sensibilidad.   

Papeles de Recienvenido, por su parte, es un ir y venir entre autor y lector, entre ficción y realidad. «Sus Papeles movilizan la nada contra la materia, crean una nada más real y más concreta que ella, con leyes propias y con capacidad de ocupar espacio, de desenvolverse en el tiempo de regirse por encadenamientos de causas y efectos, una nada que puede pesar, medir, gustar, palpar y que de rechazo hace tambalearse la realidad del mundo externo», dice Ana Maria Barrenechea. 

El particular humor de Macedonio radica en el absurdo y en la sorpresa, busca generar placer al lector por medio del ingenio y la argucia metafísica. Ya a los dieciocho años daba muestras de esto:

Hace algunos días fui a una casa de baños… donde se ofreció a mis ojos el espectáculo más pintoresco que imaginarse pueda. El traje de etiqueta de los que allí se solazaban, era adanesco; saco a lo Adán, pantalón como Adán y, en fin, todas las demás prendas del vestido eran igualitas a las que estaban de moda en tiempo del que tuvo por mujer a su costilla. Primera observación: esta uniformidad de trajes ¿qué indica? Acuerdo de opiniones, y, por consiguiente, democracia absoluta.

Otro ejemplo lo encontramos en una carta dirigida a Borges:

Iré esta tarde y me quedaré a cenar si hay inconveniente y estamos con ganas de trabajar. (Advertirás que las ganas de cenar las tengo aun con inconveniente y sólo falta asegurarme las otras). Tienes que disculparme por no haber ido anoche. Soy tan distraído que iba para allá y en el camino me acuerdo de que me había quedado en casa. Estas distracciones frecuentes son una vergüenza y me olvido de avergonzarme también.

Este particular enfoque de las cosas se extendía al terreno ideológico. Durante la elección presidencial de 1927 emprendió una irónica campaña a su favor, campaña que, además de una prolongada farsa para su propio goce y el de sus amigos, es una profunda crítica a la improvisación e idiosincrasia nacionales. Es más fácil ser presidente que lustrabotas, afirmaba, pues es evidente que menos personas se proponen ser presidente que lustrabotas. Otra estrategia consistía en estampar su sello en ediciones de diversos clásicos, en distintos idiomas, que pedía en las bibliotecas públicas. De esta forma, los italianos, por ejemplo, leerían La divina comedia y verían su nombre, y así sucesivamente.

La irreverencia política era un rasgo característico en Macedonio. La repugnancia que sentía por el Estado lo llevó a acuñar fórmulas como esta: «¿Quién da más sabiamente, el Rico o la Burocracia? El mal dar del rico abunda e irrita, pero… estériles comentando a estériles es la Caridad de los Burócratas». Los burócratas, el gobierno, el Estado, todo es rechazado por su individualismo a ultranza. Y esto, porque «querer gobernar es tener ganas de ser responsable del llover y del no llover». «Las ganas de mandar indican inferioridad y lo opuesto a las ganas de convencer —sostiene—; las tienen más los que gruñen al obedecer». Esas «ganas de convencer» revelan la íntima aspiración de Macedonio a una unidad racional entre los hombres, es decir, sin necesidad de un mandar y de un obedecer ciegos. Por eso, además, señala la evidente inferioridad de aquellos con «ganas de mandar». «Soy antiestatal: toda civilización verdaderamente avanzada en lo sincero es verdaderamente antiestatal», concluye. La fórmula de la soberanía para Macedonio es simple: máximo de individuo, mínimo de Estado.  

Quizá su obra más célebre sea Museo de la Novela de la Eternapublicada de manera póstuma y para muchos su obra maestra. La línea temporal está llena de interrupciones, y (como El castillo de Kafka) nunca llega a comenzar, buscando «una conmoción total de la conciencia». ​El estilo de esta «antinovela», como se la ha llamado,​ aleja al lector de la estructura clásica: es no lineal, está plagada de divertimentos secuenciales, meditaciones y reflexiones en distintos niveles. «La congruencia, un plan que se ejecuta —afirma Macedonio—, en una novela, en una obra de psicología o biología, en una metafísica, es un engaño del mundo literario y quizá de todo lo artístico y científico». Cuenta, además, con cincuenta y seis prólogos que anteceden al «texto» principal. Al final, sin embargo, encontramos una breve sección en donde no sucede nada y la acción queda pospuesta.

Transcribo a continuación algunos extractos de Museo, para transmitir, aunque sea en cierta medida, la vibración de la prosa macedoniana: 

Damos hoy a publicidad la última novela mala y la primera novela buena. ¿Cuál será la mejor? Para que el lector no opte por la del género de su predilección desechando a la otra, hemos ordenado que la venta sea indivisible; ya que no hemos podido instituir la lectura obligatoria de ambas, nos queda al menos el consuelo de habérsenos ocurrido la compra irredimible de la que no se quiere comprar pero que no es desligable de la del lector…

A veces me encontré perplejo cuando el viento hizo volar los manuscritos, porque sabéis que escribía por día una página de cada una y no sabía tal página a cuál correspondía, nada me auxiliaba porque la numeración era la misma, la calidad de papel y tinta, igual la calidad de ideas, ya que me había esforzado en ser igualmente inteligente en una y otra para que mis mellizas no animaran querella. ¡Lo que sufrí cuando no sabía si una página brillante pertenecía a la última novela mala o a la primera buena!”  

En Prólogo a la eternidad, anuncia: 

Todo se ha escrito, todo se ha dicho, todo se ha hecho, oyó Dios que le decían y aún no había creado el mundo, todavía no había nada. También eso ya me lo han dicho, repuso quizá desde la vieja hendida Nada. Y comenzó. 
Una frase de música del pueblo me cantó una rumana y luego la he hallado diez veces en distintas obras y autores de los últimos cuatrocientos años. Es indudable que las cosas no comienzan cuando se las inventa. O el mundo fue inventado antiguo.

Breve manifiesto en contra de los que creen tener nuevas ideas, en contra del valor de la «novedad». Unamuno ya se había ocupado de poner en guardia a sus lectores contra esos «paraísos artificiales». Así comienza el legado de Macedonio a favor del «plagio», de la continuidad, de la anécdota, de enriquecer la realidad con sus curiosos personajes. Siguiendo ese concepto de «plagio» podemos contextualizar su creencia de que todo artista es el último eslabón de una corriente preexistente, y que lejos de rechazar esa pertenencia, la hace parte de su orgullo. De esa manera, además, el artista se inserta en la eternidad. 

Dice Macedonio:

Yo creo parecerme mucho a Poe, aunque recién comienzo a imitarlo algo; yo creo ser Poe otra vez… No es un parecido, es… ¡quién sabe!… una reaparición… Yo no haría estas afirmaciones si no fuera para estimular al lector joven a mantenerse en un ejercicio defensivo contra la impresión naufrágica del yo en la muerte corporal. Sígueme, pues, lector: yo busca ‘una’ eternidad que aún no se buscó, aunque tan fuerte como en mí hubo el Deseo, en otros faltó esperanza y la noción de un camino.

Tras una breve enfermedad, el 10 de febrero de 1952, Macedonio dejó de existir (si es que existió alguna vez, cosa que él mismo pondría seriamente en duda). «Toda su vida —dice Borges—, por amor de la vida, fue temeroso de la muerte, salvo (me dicen) en las últimas horas, en que halló su coraje y la esperó con tranquila curiosidad».

Borges, discípulo primero, amigo después, y finalmente su «hijo literario», dejó escrito: «No sé qué afinidades o divergencias nos revelaría el cotejo de la filosofía de Macedonio con la de Schopenhauer o la de Hume; bástenos saber que en Buenos Aires, hacia mil novecientos veintitantos, un hombre repensó y descubrió ciertas cosas eternas». Y en otra parte dice:

Lo que Macedonio hubiera querido descubrir era la verdad. El me dijo que no sabía si la verdad era comunicable, que él creía que Berkeley y que Schopenhauer y que Kant la habían descubierto; pero que no habían podido comunicarla del todo. Él creía, y esto es una idea mística, que la verdad es inefable e incomunicable. Así como cuando Moisés le pregunta a Dios su nombre, Dios le contesta: ‘Soy el que soy’, lo cual es otra manera de decir, digamos, que la verdad no basta. Pero Macedonio creía también que el descubrimiento de la verdad no era difícil, que nos podía ser deparado en cualquier momento. Él me dijo una vez que si pudiera pasar una temporada en el campo, acostarse en la llanura, olvidarse del mundo, olvidarse de Macedonio Fernández, de Berkeley y de Schopenhauer y de la metafísica, que muy posiblemente en ese momento él lo entendiera todo. Pero no creía en la posibilidad de comunicar esa experiencia con palabras.

4 comentarios en “Macedonio Fernández, noticias de un «existidor»: «las ganas de mandar indican inferioridad y lo opuesto a las ganas de convencer»

  1. Gracias por la iluminación de un personaje sumamente relevante para la historia literaria y argentina. Impecable la síntesis y las citas literarias por favor sigan subiendo materiales de este estilo, siembra ideas que con suerte cosechan arte

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  2. Magnífico artículo para conocer a Macedonio Fernandez. Gracias por presentarlo con la sencillez de un buen conocedor. Felicidades a todo el equipo y gracias por tan buenos envíos. Sin duda, todas las letras son buenas, pero si están bien acomodadas, mejor. Quedo atenta para lo que siga. 🙌

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