La profundidad de la superficie: el ethos estético de Nietzsche

Sólo como fenómeno estético el mundo está justificado. Esta sentencia, que involucra el sentido artístico creador y destructor a partir del cual se desenvuelve el mundo, contiene ya una postura que llega a consolidarse plenamente en el pensamiento tardío de Nietzsche, a pesar de que su enunciación se da en la temprana y equívoca configuración de El nacimiento de la tragedia. Por medio de esta aseveración se puede circunscribir la cohesión que absorbe la obra de Nietzsche en torno a la exigencia de eximir al hombre de una constitución definitiva a través de la cual pudiese otorgar un sentido último a sus cuestionamientos. Es por ello que, al consolidar el mundo como una obra de arte, y la vida misma como un experimento de quien la vive, cataliza en torno a este ideal varias dimensiones que no son sino sus derivaciones. Ontología, epistemología, ética, estética, comparten un mismo origen y un mismo destino: difuminarse en la apertura y diseminación a que están sujetas una vez se desliguen de toda exigencia fundamentalista y teleológica.

Nuestra indagación hará énfasis principalmente en La Gaya Ciencia (GC), texto que muy bien puede inaugurar la madurez filosófica del autor y en cuyas páginas se vislumbran aspectos que demarcan elementos significativos como el eterno retorno y toda la elucubración en torno al nihilismo. Estos dos conceptos igualmente están ligados a la afirmación que abre este comentario, con la cual se resalta además el carácter fundamental que tiene la apariencia dentro de la apertura paradójica que se establece, en relación a la identificación de un saber que aboga por la disgregación significativa en un mundo donde la verdad ya no tiene el peso que alguna vez tuviese

El nihilismo es una reacción frente a la muerte de Dios, una reacción ante la desaparición de todas las formas comprometidas con un supuesto incondicionado. El nihilismo es el efecto derivado de la supresión de todo sustento metafísico con el que el hombre no dionisíaco había alimentado su espíritu reactivo. Es por ello que además de derivación frente a un determinado fenómeno por el cual la verdad ha perdido su estatus, el nihilismo también es definido por Nietzsche como la permanencia dentro de una creencia tal. Tenemos así un nihilismo en dos sentidos: como creencia en la verdad, en el ser, y un nihilismo entendido como angustiosa revelación de la pérdida de dicha verdad. De esta condición última en la cual el hombre presenta su carencia de toda áncora, nace la posibilidad de afirmación, de consolidación dionisíaca. El nihilismo deja de ser pasivo para convertirse en fuente de actividad. Comienza de esta manera a ser tenido en cuenta el ethos del espíritu libre: sobreabundancia de salud, vigor ante el dolor y las formas múltiples que implica toda inmersión en un mundo trágico.

Esta salud puede encontrarse, tal como en numerosas ocasiones lo plantea Nietzsche, en el pueblo griego. La referencia al politeísmo contendida en GC, en contraposición a la unicidad de Dios en una cultura signada por la rigidez, da cuenta de la apertura y libertad que acontece en una visión libre de verdades inconmovibles (en La Gaya Ciencia no hay una mención directa a los griegos. No obstante, los contextos desde los cuales parte Nietzsche en sus alusiones a la salud griega permiten identificar el politeísmo como un claro ejemplo de dicha salud en esa cultura).

La invención de dioses, héroes y superhombres de todo tipo, así como de hombres secundarios y subhombres, de enanos, hadas, centauros, sátiros, demonios y diablos fue el inapreciable ejército preparatorio para justificar el egoísmo y la soberanía del individuo: la libertad que se otorgaba al dios frente a los otros dioses terminó por atribuirse a uno mismo frente a las leyes, las costumbres y los vecinos. El monoteísmo, por el contrario, la rígida consecuencia de la doctrina de un único hombre normal –o sea la creencia en un dios normal, al lado del cual sólo hay falsos dioses mentirosos- ha sido quizás el mayor peligro de la humanidad hasta el momento […] En el politeísmo estaba prefigurada la libertad de espíritu y la pluralidad de espíritu del hombre: la fuerza de crearse ojos nuevos y propios, y de seguir siempre creando otros nuevos y aún más propios: de manera tal que, entre todos los animales, sólo para el hombre no hay horizontes y perspectivas eternas. (GC §143)

Esta exposición da cuenta de una manifestación en la que el politeísmo se determina como experiencia en la que la libertad se afianza en la individualidad procurada a través de una cultura ajena a la unidimensionalidad de una creencia y mucho más, de un único ethos. Esta soberanía se opone al direccionamiento exclusivo de una sola verdad representada en un dios que oficia como garante de la misma y por supuesto, cohesiona el sentido hacia una dirección que deslegitima las demás. La verdad asegura el nihilismo, la verdad constriñe en tanto valor desproporcionado. Su régimen aplasta el pluralismo, su negación, en términos absolutos, destruye la voluntad creadora a partir de la angustia generada por su pérdida.

Negada pues la verdad, el mundo recobra su plasticidad. Así, se exige del hombre un compromiso con la apertura a la que se ve expuesto, dentro del requerimiento altísimo por el que su existencia se ve cotejada ante el instante y la eternidad. Dentro de esta plasticidad requerida a través de la inmanencia, el hombre se exime de normas últimas, pero al mismo tiempo, dicha amplitud lo obliga a exigirse un derrotero propio. Bajo esta circunstancia se encuentra la ruta que erige Nietzsche en relación al carácter ético, nutrido este último a partir de una constitución estética en la que la creación vital y la exultación van de la mano. 

Dentro de las numerosas alusiones en las que se identifica la expresión de un regocijo por la existencia, en La Gaya Ciencia se encuentra un fragmento que precisa esta inmersión vital y su afianzamiento artístico con gran precisión. 

In media vita. -¡No! ¡La vida no me ha decepcionado! Por el contrario, de año en año la encuentro más verdadera, más deseable y más misteriosa, -desde aquel día en que descendió sobre mí el gran liberador, el pensamiento de que la vida podía ser un experimento del hombre de conocimiento- ¡y no un deber, no una fatalidad, no un engaño! –Y el conocimiento mismo: puede que para otros sea algo diferente, por ejemplo un lecho o el camino hacia un lecho, o un entretenimiento, o una actividad de ocio, -para mí es un mundo de peligros y victorias en el que los sentimientos heroicos también tienen sus sitios para danzar y luchar. «La vida un medio del conocimiento» –con este principio en el corazón no sólo se puede vivir valerosamente sino incluso vivir alegremente y reír alegremente! ¿Y quién sabría reír y vivir bien si previamente no hubiera sabido de guerra y de victoria? (GC § 324)

¿Cómo puede la vida ser un experimento? La comprensión de este pasaje requiere justamente de los elementos que unifican el pensar nietzscheano alrededor del arte. La acción (ética) y el saber (conocimiento) pueden medirse desde sensores estéticos. Al asumirlos como expresiones no comprometidas con la rigidez moral ni con ninguna verdad por la que sea posible un descanso una vez se obtenga, la vida cobra una significación distinta. Se abre ante la pletórica ramificación otorgada por la apertura que debe sortear, una vez liberada de los compromisos sustanciales y teleológicos. 

Dentro del terreno del conocimiento, Nietzsche invierte las exigencias positivistas y promulga un derrotero en el que el saber se torna plural y un medio para que la vida asuma su jovialidad. Sería un error catalogar esta concepción como una mera contradicción con el conocimiento que procura ser objetivo y estricto. No se trata de un saber que implique una trivialización del mismo, y mucho menos una prescripción pueril del todo vale. Nietzsche confiere al saber una categoría vital, con esto no se da a la ciencia un aspecto inocuo, simplemente se aborda desde una perspectiva estética en la que el conocimiento se asume como un producto experimental del hombre, y no como una constitución que concuerde con una facticidad sustancial. De hecho, la ciencia posee, de manera análoga a la naturaleza, una posibilidad plástica en la que se advierte una disposición que como obra de arte el propio hombre crea (la naturaleza misma entendida como una obra de arte que a través del devenir, despliega su potencialidad creativa. En este sentido se comprende por qué la ciencia no puede asimilar un ser sino la plasticidad de la naturaleza como agente estético). A esto se refiere el propósito contra-positivista del célebre fragmento nietzscheano según el cual no hay hechos sino interpretaciones, es decir, sólo hay apreciaciones dadas desde el manifiesto creativo humano.

La ciencia se torna jovial en la medida de concretar un saber que no domina un contenido sino que despliega una forma como manera de asimilar el desplazamiento de un devenir igualmente estético y formal. En este sentido: «La victoria del conocimiento no designa, pues, el dominio del saber. El conocimiento no acaba con la materia recalcitrante del mundo, sino que se dedica a hacer surgir su movimiento […] El carácter móvil de la victoria se manifiesta cada vez que se experimenta una alegría que no proviene de un dominio sobre las cosas –o sobre los demás-, sino de una diversificación de la existencia» (Antonia Birnbaum, Nietzsche. Las aventuras del heroísmo, p. 97, FCE, México, 2004). Así pues, el saber se torna creativo y alegre, no compelido por la necesidad de aprehender una constitución sino de crearla. Tal es la derivación por la cual el mundo adquiere una apreciación que sólo desde la multiplicidad puede estimarse. La existencia se diversifica a partir de la potencialidad dada a través del mundo mismo y de la exigencia creativa que el hombre instaura en su búsqueda. 

La alegría que Nietzsche reconoce en esta instancia se ubica como regocijo ante el descubrimiento de la potencialidad creativa de que es depositario el hombre. Es por ello que el saber en este caso contiene un criterio poiético: «Toda la belleza y toda la sublimidad que nosotros hemos atribuido a las cosas tanto reales como imaginarias yo quiero reivindicarlas como patrimonio y como producto del ser humano: como la más hermosa apología de éste. El ser humano como poeta, como pensador, como dios, como amor, como poder» (Nietzsche, Fragmentos póstumos IV 11 [87]). Al inscribir esta potencialidad y apertura del saber humano como proceso estético, Nietzsche no sólo congrega la ciencia y el arte, sino que desde allí mismo, instaura un procedimiento ético al enfatizar sobre la libertad, y la dicha que surge dentro del movimiento en el que el hombre juega con su entorno. 

Si el saber se torna dichoso e inscrito dentro de una libertad ilimitada se debe a que no tiene que representar una verdad como ya ha sido expuesto atrás. Debido a esta inmersión en un mundo sin sustancias, cobra total significación la exposición nietzscheana en la que la apariencia, la forma y la superficie adquieren su profundidad cabal. No podría hacerse un examen cuidadoso del afianzamiento de un saber jovial sin aludir directamente al carácter ético que Nietzsche resalta constantemente. El ethos griego, por ejemplo, promulga un criterio válido en cuanto legitima la adoración de las formas, es decir, de la expresión estética. La ciencia se dibuja de manera auténtica en la medida de restituir su fundamento creativo y no condicionado por un criterio de verdad, sino de expresión formal o artística. Asimismo, se comprende cómo la existencia y su practicidad se congregan ambas desde una idiosincrasia en la que ética y estética están completamente implicadas. «¡Ay esos griegos! Sabían lo que era vivir: ¡para ello hace falta permanecer valientemente en la superficie, en el pliegue, en la piel, adorar la apariencia, creer en las formas, en los sonidos, en las palabras, en todo el Olimpo de la apariencia! ¡Esos griegos eran superficiales – por profundidad!» (GC Prólogo 4). Sólo un saber consolidado en la apariencia puede asegurar al hombre una libertad que lo exima de la coerción a que está sujeto en una cultura determinada por el tecnicismo, la moralidad cristiano-burguesa, los nacionalismos, en una palabra, la unidimensionalidad, como constituyente de una planificación masiva. Olvidar este rasgo compromete el carácter subversivo que demanda la exigencia de resquebrajar una verdad y, por ende, toda una cosmovisión.

Un saber jovial confiere al hombre la libertad de erigir su individualidad a través de un ethos estético. El saber por excelencia no rechaza la risa que demanda la alegría de su propia limitación. Un saber demarcado por el rigor de la seriedad compete sólo a los doctos, y no son pocas las alusiones en las que Nietzsche resalta negativamente la rigidez y esclerosis a que está sujeto el compromiso especializado y opresor del libro escrito sin movimiento, sin afianzamiento vital y estrictamente biológico (cfr. GC § 366). En contraposición, el saber jovial se hace práctico, no teórico; esta sabiduría se convierte en una exégesis vital en la que la indeterminabilidad del mundo, y por ende su imposibilidad de concreción especializada, no se asume como un aspecto negativo sino como la fuente de donde deriva la única posibilidad creativa que posiciona al hombre en su entera libertad y por supuesto, en su condición solitaria frente a un mundo insustancial.

Podría asimilarse esta condición de una sabiduría a partir de un mundo carente de sustrato, como la única capaz de definir su afirmación. Al menos eso es lo que intenta realizar Nietzsche cuando el carácter propositivo de su pensamiento hace emerger del seno del nihilismo la única posibilidad de instaurar un sentido edificado por el hombre mismo. Esta sublimación del nihilismo sólo puede darse a través del ámbito creador del sueño. Si ha de decirse con las palabras del joven Nietzsche, a partir de la luz formal de Apolo y el velo de la apariencia. Este afianzamiento procura estar inmerso en el sueño para no perecer, el orden del mundo como dádiva que el hombre que conoce se da a sí mismo y a su permanencia. Sin embargo, la peculiaridad y la exigencia nacidas de esta apreciación se dan en la medida de reconocer el sueño como tal y, por tanto, como acto en el que el hombre se hace consciente de la apariencia.

He descubierto respecto de mi que la antigua humanidad y animalidad, que la totalidad del tiempo primitivo y del pasado de todo ser sensitivo continua en mi creando, amando, odiando, sacando conclusiones, -de pronto me he despertado en medio de ese sueño, pero sólo para llegar a la conciencia de que precisamente estoy soñando y de que debo seguir soñando para no perecer […] Apariencia es para mi lo que actúa y lo que vive mismo, que llega a burlarse de sí hasta el punto de hacerme sentir que aquí hay apariencia, fuego fatuo y danza de espíritus, y nada más, – que entre todos esos soñadores también yo, el hombre de conocimiento, danzo mi danza, que el «hombre de conocimiento» es un medio para prolongar la danza terrenal y pertenece por lo tanto a los organizadores de la fiesta de la existencia, y que la grandiosa coherencia y trabazón de todos los conocimientos es quizás, y será, el medio supremo para conservar la universalidad de la ensoñación y la omnicomprensibilidad de todos los soñadores entre sí, y de este modo, la permanencia del sueño (Nietzsche GC § 54).

Ahora bien, a partir de aquí se hace más evidente el espacio ético por el cual Nietzsche intenta consolidar su pertenencia al mundo. La posibilidad de prolongar la danza terrenal se constituye en la medida de afianzar un juego por el que la apariencia inscriba su derrotero dentro de la vida humana y así, afirmarla sólo como construcción de una obra de arte. Estética y existencia se unen dentro de este marco ético que el pensador alemán unge como medio de resarcir una vida definida a través de la restricción nihilista. Afirmación, pues, de la vida. Asumiendo la amplia significación que ésta tiene en el autor, como eje en el que el desplazamiento del devenir, su aprehensión creativa por parte del hombre y la incidencia plural que se afianza en el marco práctico, consolidan la suficiencia por la que la amplitud de posibilidades pueda identificarse plenamente. 

Nietzsche intenta precisar un carácter práctico en el que la vida se sustente no en un modelo sino en un juego que implica un gozo donde el individuo se afirma a través de su desplazamiento y su creación. Que la vida no tenga una meta definida permite que sólo logre conducirse hacia la apertura y, como tal, sea este el ámbito que resuelve la quietud del ser y de la verdad. El que Nietzsche considere que justamente por eso tenemos al arte para no morir a causa de la verdad, constituye ya de manera cabal la exigencia de construirse a sí mismo y vivir en el albor de todas las posibilidades. 

[…] ante la noticia de que el «viejo dios ha muerto» nos sentimos como iluminados por una nueva aurora; nuestro corazón rebosa de gratitud, sorpresa, premonición, espera, -por fin el horizonte nos parece de nuevo libre, incluso si no está claro, por fin podemos hacer que zarpen nuestros barcos, que zarpen hacia todos los peligros, todas las empresas arriesgadas del hombre de conocimiento están de nuevo permitidas, el mar, nuestro mar está de nuevo abierto, quizá no haya habido nunca un «mar tan abierto» (GC § 343).

Justo en este punto, en el que la apertura es total, se abre el juego y la exigencia mayor del eterno retorno. Mas también la problematicidad de pisar sobre un terreno movedizo que parece disiparse al centrar su sentido en la inmanencia a que conduce la irreductibilidad del instante. Con un paso hacia atrás el nihilismo vuelve a tomar posesión de la libertad. Con uno hacia delante, el hombre será libre, pero estará solo, abandonado en su concreción, reducido a la amplitud de ser todo en la medida de no identificarse con nada.

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