La filosófica juventud de Unamuno: somos «fragmentos de eternidad»

Suele tenerse a Miguel de Unamuno (1864-1936) como un personaje de raigambre filosófica pero que, en paralelo, no es reconocido oficialmente como filósofo en términos estrictos. Sin embargo, y a pesar de este prejuicio, que también caló en otros pensadores como Voltaire, Nietzsche, Leopardi, Kierkegaard o, más en la actualidad, Emil Cioran, sí podemos rastrear desde sus primeros años de juventud todo un conjunto de pensamientos filosóficos propiamente dichos que forjaron paulatinamente el pensar y el sentir de Unamuno.

Es cierto que el autor vasco no redactó libros estrictamente filosóficos, si bien contamos con El sentimiento trágico de la vida, que, sin ser un tratado filosófico en sentido preciso, sí intenta recoger una manera de pensar y sentir integral y totalizadora de la experiencia humana. Unamuno transitó las veredas de la filosofía con un talante combativo, como era costumbre en él, desde las coordenadas de lo que ha dado en llamarse un «irracionalismo iconoclasta».

Ahora bien, dicho talante antirracionalista encuentra en su pensamiento un argumento muy sólido: la aparente incapacidad de la razón para hacerse cargo de los temas que en su época se presentaban como los más auténticos y acechantes problemas filosóficos. A su juicio, la razón, como potencia meramente conceptual y conceptualizante hacía aguas cuando afrontaba los entresijos más hondos de la existencia humana. Desde muy temprano, en sus llamados cuadernos de juventud, Unamuno hizo frente a la nada desdeñable tarea, en terminología de Max Scheler, de ofrecer al ser humano su adecuado y más pertinente lugar en el cosmos. En sus célebres palabras, desde muy joven su preocupación central fue «el hombre concreto, de carne y hueso», y es ese sujeto el «supremo objeto de toda filosofía, quiéranlo o no ciertos sedicentes filósofos», concluía el rector de la Universidad de Salamanca al referirse a ciertas bicocas que se alejaban de la experiencia cotidiana del ser humano y pretendían erigir grandes sistemas que, lejos de enclavarnos en la cotidianidad y explicarnos el meollo de cuanto vivimos y sentimos, nos alejan de la realidad que gozamos y sufrimos a diario. 

En sus anotaciones de 1881, cuando Unamuno apenas contaba dieciocho años, mostraba su interés por lo que transcurre «entre el tiempo y la eternidad», pues presentía, apuntaba él con elocuentes palabras, «el porvenir, abismo tan profundo que creo no tiene fondo». Vemos ya pues a un Unamuno adolescente, a las puertas de su juventud, preocupado, muy desde el principio, por la condición temporal del ser humano, que más tarde hará honda mella en autores como Heidegger o Bergson. Somos lo que nos pasa en el tiempo, lo que acontece en un lapso temporal que sabemos finito y que continuamente nos aboca a un horizonte incognoscible. Coincide aquí con la caracterización que haría años más tarde Ortega del ser humano como alguien sometido al desplazamiento de sí, como alguien expuesto a un inevitable naufragio; también resuenan en esta preocupación temporaria de Unamuno los pensamientos de una de sus más acérrimas y fieles lectoras, María Zambrano, cuando, en sus abundantes reflexiones sobre el exilio, la filósofa veleña nos caracterizaba como seres que han de buscar un lugar imposible de definir, puesto que nuestro lugar es precisamente el de haber de buscarlo sin descanso. 

Es en este intersticio de tiempos, en esta mezcolanza entre pasado, presente y futuro, donde Unamuno apela al dictado socrático, y recomienda: «Si la soledad te entristece, sumérgete en tu espíritu». El autoconocimiento se sitúa entonces no sólo como un camino de autoexploración, sino como una forma única e intransferible de estar en compañía con los propios sentimientos y emociones. Y es así como da, con aquella misma edad adolescente, con un dicotomía que hará mella en todo su pensamiento posterior. Apuntaba Unamuno: «Siento que me oprimen las ligaduras del cuerpo y el alma lucha por desasirse». Y comienzan ya las contradicciones, las imposibles paradojas, el pensar Unamuno de los claroscuros que se hacen carne en el campo de batalla de nuestro ánimo: «No me aterra la muerte, pero preferiría seguir viviendo». Quizá tuviera presente aquí nuestro protagonista las tan enternecedores como agudas, jocosas y desesperantes palabras de san Agustín en sus Confesiones (Libro VIII, cap. 7): «Señor, concédeme castidad y continencia, pero todavía no». Es así como se suscita en él la necesidad de seguir el dictado de su propio daimon, que no es racional, sino afectivo y sensorial, que es plenamente intuitivo y que se solidariza con las apetencias y deseos de cara individuo, y nos conmina de este modo:

Sigue siempre los impulsos de tu corazón que es bueno. Sólo lo natural es verdadero, y por torcer la naturaleza nos anegamos en todos los males. 

Pareciera que estamos escuchando aquí las palabras del mismísimo Rousseau, o también de Leopardi, tan admirado y querido por Unamino, cuando ambos, el francés y el italiano, proferían auténticas pestes de la razón, constructo alienante que lejos de ordenar, parcializa nuestro querer, lo divide y cercena y nos aleja de nuestro auténtico centro, que es el corazón, donde reside nuestra humanidad, nuestra bondad. Y es entonces cuando llega, también entre los diecisiete y los dieciocho años de don Miguel, el auténtico drama, que antes pergeñé: el sempiterno e irredento combate entre cuerpo y espíritu. Leemos en sus cuadernos:

Ahora que mi alma va a despegarse del cuerpo comprendo esto que llamamos lucha del espíritu y la carne, que ni uno ni otro conviene predominen, en la paz y la buena armonía está la felicidad.

Comprobamos que el joven Unamuno creía aún en una posible concordia entre ambos, entre el cuerpo (finito, sufriente, gozoso) y el espíritu (eterno, con ansias de ultimidad y sentido). A cada paso de su camino intelectual y espiritual, a Unamuno le dolió y estremeció, pero también le sedujo, este misterio que une en el individuo lo más grotesco y lo más sublime. Se trata del misterio de la existencia del que todo cuanto vive se encuentra henchido. Es por eso que toda su obra esconde una expresión única y muy sentida de los conflictos, cuitas y batallas que tienen lugar en nuestra conciencia: la batalla que, como ya apuntara Pascal, otro de los ídolos unamunianos, se da de continuo entre el corazón y la cabeza, entre el alma y la razón. Empezando, desde luego, por ese Dios ignoto, dolorosamente desconocido, al que siempre apeló su irrenunciable religiosidad desde su más temprana juventud. En su Canto espiritual, escribía Unamuno:

¿Por qué te escondes? ¿Por qué encendiste en nuestro pecho el ansia / de conocerte, el ansia de que existas / para velarte así a nuestras miradas? […] ¡Quiero verte, Señor y morir luego, / morir del todo, / pero verte, Señor, verte la cara, / saber que eres! ¡Saber que vives!… ¡Que te vea, Señor, y morir luego!

Y así, con el discurrir de los años, sus inquietudes, o esta irrefrenable inquietud, en singular, se tradujo en una insaciable sed de obtener un saber certero, inquebrantable, de una eternidad de la que aquí abajo sólo logramos desgajar breves y muy efímeros fragmentos. Es posible, sospechaba Unamuno, que nosotros mismos seamos esos mismos «fragmentos de eternidad», fugaces epifanías que moran entre un nacimiento que nos sitúa en la devoradora carrera del tiempo y el ansia de transportarnos a una eternidad sin final. A pesar de tener presentes las limitaciones del conocimiento humano, Unamuno siempre fue en pos del «porqué del porqué», como él lo llamaba, o la razón de las razones, dándose de bruces una y otra vez contra una voluntad que “quiere serlo todo pero no puede ser nada”, como escribió Fernando Pessoa en el Libro del desasosiego. Porque lo que Unamuno sentía también, en el fondo, en aquella primera juventud, era un sentir que ya preludiaba su gran crisis de los años 1896 y 1897:

Por momentos siento vértigo al asomarme al borde de este pozo sin fondo que llamamos eternidad. 

Durante aquellos años primerizos de encuentro con el misterio de la existencia, Unamuno, aunque emplazaba la razón a un lugar subsidiario, no renunciaba al intento de conceptualizar los problemas que enfrentaba. Lo hacía para explicarse lo que le parecía inexplicable, inasumible desde la reducida perspectiva humana. Y así, en un estilo que se acerca al del neoplatónico Plotino, redactaba la siguiente argumentación, bella como todas las de Unamuno, cargada de implícitas y explícitas paradojas y de oxímorons:

Dicen que somos realización de una idea divina; la idea divina, dicen, se identifica con Dios, luego somos realización de Dios. Y así es. Somos y es el universo el verbo, la realización de la idea divina. Cuando muramos, volveremos a idea. Somos todo y somos nada.

Una nada que en su juventud ha de adecuarse, en términos spinozistas, a los designios de ese Dios, que no es providente, sino panteísta, que se esconde en todo cuanto ocurre y que rige unas normas y leyes que todo ha de cumplir. En su expresión: «Somos lo que debemos ser, obramos lo que debemos obrar». Sin embargo, y este es el punto clave en el desarrollo unamuniano de estos primeros años de escarceo con la filosofía, el ser humano es el único punto de la creación que puede subvertir, o al menos puede intentarlo, el orden, el cosmos, lo establecido de una vez para siempre, y ello en virtud de la libertad. Apuntaba Unamuno: «El hombre, que es idea realizada, pugna por salirse de la realización, trata de sobrepasar los límites». Se trata de una angustiante sensación de imposible reconciliación con el sí mismo, con nosotros mismos, que sólo puede hallar un definitivo apaciguamiento en la unidad primigenia, en la divinidad. En el soneto «La unión con Dios», bastante más tardío pero tan profundamente unamuniano, leemos: «Querría, oh Dios, querer lo que no quiero: / fundirme en ti, perdiendo mi persona». Ambos versos reflejan el manifiesto espíritu contradictorio, tan rico y llamativo, presente en toda la obra de Unamuno, que se da de bruces con un pavor inaudito por dejar de ser él, por tener que abandonar su individualidad, pero, a la vez, parece ser la única solución para dejar atrás para siempre la egolatría y dolor propios de este mundo humano.

Reparemos por un momento en una novela poco leída y atendida en el corpus unamuniano, la primera de todas ellas, de 1896. Se trata de Nuevo mundo, donde encontramos desarrolladas algunas de sus dudas más acuciantes y algunas de las sentencias más firmes de Unamuno. Como él mismo denunció, un pensamiento que carezca de la «carne» de la acción, de la vida en su desarrollo, no es pensamiento, sino razón estéril y muerta; de ahí su ahínco por novelar el pensamiento, por ponerlo en movimiento. Su concepto de «razón trágica», expuesto en su ya mencionado ensayo Del sentimiento trágico de la vida (1912), alude en parte al hecho de que nosotros, seres finitos con ansias incontenibles de inmortalidad, debemos bregar con nuestros semejantes en un escenario en el que lo por lo naturaleza efímero (nuestras acciones) no es capaz de alcanzar eternidad alguna.

Esta trágica desesperación, sin embargo y a la vez, nos procura el único heroísmo del que somos capaces: tomar nuestras acciones como algo definitivo y, en este sentido, estar a la altura de nuestra condición, tan racional como sintiente. Y es que, como recuerda Unamuno, la memoria siempre acecha, aquella memoria de la que Pericles hizo su estandarte en su célebre discurso fúnebre. Leo a Unamuno en un fragmento decisivo de Nuevo mundo:

De siglo en siglo y generación tras generación ha ido el espíritu del universo, recogido de todas sus infinitas lontananzas, depositándose en el fondo del espíritu del hombre, y así es que llevamos hoy heredada toda la creación en el alma. Nada de lo que percibimos se pierde, nada se olvida, y aun lo no percibido, lo que se nos entró sin darnos de ello cuenta, desciende todo a nuestros profundos abismos, a las últimas honduras.

Escribía Unamuno con diecisiete años que «no sirven las razones. Pues las razones no son el alimento que vas buscando». Porque vivir en Unamuno, en su sentido más radical, es sinónimo de ansia de no morir, de hambre de inmortalidad personal que intenta persistir indefinidamente en su propio ser, aun cuando Dios se oculta de nuestro conocer conceptual y racional. Este aserto nos conduce a la imposibilidad de eludir la disyuntiva entre finitud o temporeidad y eternidad o ansia de infinitud, porque vivir es una cosa y conocer otra muy distinta. Por ello, la crisis de confianza en el racionalismo es el eje central sobre el que se debate desde muy joven Unamuno, pues, como diría más adelante, «la razón es enemiga de la vida» y cosa terrible es la inteligencia, ya que lo vivo es en rigor ininteligible. La vida y la razón se mueven en órbitas excéntricas, pero a la vez se hallan forzosamente vinculadas. En esta antinomia, que es el fondo del abismo, da Unamuno con un seguro asidero, pues es allí donde se da el combate entre deseo y razón. Un choque que es al mismo tiempo un abrazo del que nace una incertidumbre que, en definitiva, es dulce y salvadora. Ese conflicto, esa desesperación, es la base de una vida vigorosa, en lo que se acerca al perspectivismo nietzscheano y a la tensión de contrarios en Heráclito. 

Sabemos que desde muy pronto Unamuno no aspiraba a adoctrinar, sino a transmitirnos su inquietud y congoja. La sabiduría que Unamuno reclamaba, expuesta fundamentalmente en su vasta producción ensayístico-periodística, es la que genera un insoslayable impulso cuestionador, crítico, escrutador de la realidad, que se hiciera cargo de la complejidad de la existencia en todas sus vertientes y no se ciña a ese «cientificismo» racionalista contra el que, a partir de 1897, tan duramente arremetió. Así, entre 1884 y 1885, Unamuno escribe en sus cuadernos:

Muchos ponderan mi talento. Lo que yo sé lo saben muchos y muchos más saben más de lo que yo sé; pero ninguno tiene más corazón que yo tengo ni sabe sentir más de lo que yo siento. Yo quiero, quiero mucho y con mucha fuerza y de ahí arrancan como de raíz todas mis alegrías y todas mis tristezas.

Porque, añadía, «mi vida ha sido una vida serena en la superficie, agitada en el fondo, como ese mar que cuando está más sereno guarda en sus ocultos senos el germen de la tempestad», una metáfora que más tarde emplearían Hermann Hesse o el mismísimo Sigmund Freud al intentar dilucidar el concepto de «lo inconsciente». 

Lo que ya se está cociendo en este joven Unamuno, que desembocará en la crisis de 1897, es la insuficiencia de los ideales seculares y secularistas del racionalismo para responder la insoslayable imperativo de sentido de la vida. La razón es incapaz, es insuficiente, para hacerse cargo del mundo de nuestras entrañas. Lo que gime en nosotros no puede ser captado de una vez para siempre a través de conceptos, sino que ha de ser realizado, y aún más, aceptado, en un trágico conflicto entre lo entendido y lo sentido, en una dialéctica sin fin entre un apetito de eternidad y la conciencia de nuestro ser finito y temporario. 

Podemos recurrir aquí de nuevo a una de las influencias más relevantes del autor bilbaíno, Giacomo Leopardi. Frente a la permanente huida del tiempo y la inanidad de la existencia, Leopardi reivindicó el poder de la imaginación, única potencia capaz de sortear los hirientes grilletes de la verdad científica, racionalizante; la ignorancia imaginativa, que no atiende a criterios racionales, sino sentimentales, nos abre la posibilidad de pensar, desde nuestra singularidad, en el infinito, en el ahínco por desbordar la conciencia del límite, destruyendo las coordenadas que nos anclan a la mortal condición humana. En este sentido, la experiencia del olvido del límite y la creación de grietas en el tiempo queda abierta de manos de la imaginación. Sin embargo, y a pesar de este ahínco inmortalizante, siempre se producirá lo que Charles Baudelaire llamaría «la caída en el tiempo», es decir, el reencuentro con el límite y la constatación de la imposibilidad de superar la infelicidad de la existencia. Lo que el autor francés llamo spleen puede ser definido como una suerte de íntima melancolía que agarrota nuestras potencias más originales, paralizando la voluntad y asfixiando el alma; nuestras ansias de elevación quedan así abortadas y nuestros sentidos embotados por un sentimiento abrumador de pesar existencial. Baudelaire lo expresaba así en una carta dirigida a su madre en 1857: «Lo que siento es un inmenso desánimo, una sensación de aislamiento insoportable, una ausencia total de deseos, una imposibilidad de encontrar cualquier diversión».

Muy similares son las palabras del joven Unamuno cuando se refiere en sus cuadernos adolescentes a un «fuego que en nosotros arde», un fuego que a pesar de dañarnos –porque nos quema, porque nos inquieta– también nos nutre, porque nunca se extingue, y de donde se deriva otro de los componentes centrales de su corpus filosófico: me refiero a las ilusiones, producto de la voluntad. «Yo sin ilusiones creo que ya no viviría hace tiempo», confesaba Unamuno, porque la ciencia no nos catapulta hacia el horizonte, sino que nos anquilosa en un conocimiento definitivo, y por tanto hiriente y asfixiante, de la realidad. Mas la realidad no es únicamente lo que es, sino también a lo que aspira, a lo que siempre está catapultada, que es futuro indeterminado y anhelante. Al contrario, la ciencia del querer, como él la denominaba (en un guiño a san Juan de la Cruz), y su nutriente fundamental, las ilusiones, es lo que nos permite seguir en la brecha, perseverar y decir, con don Quijote, «siempre adelante». Por eso escribía el futuro rector con apenas veinte años:

Querer, querer mucho, querer más, cada vez más y saber lo que se quiere. La ciencia más grande es la del querer, y sabe más quien mejor sabe querer.

Se da aquí una extraña simbiosis entre la voluntad de vivir schopenhaueriana, que nunca queda saciada y que en su permanente discurrir nos devora, y la voluntad de poder de Nietzsche, que pretende enseñorearse frente a cualquier atisbo de oposición limitante de nuestro ánimo. Por eso más que a la filosofía debemos darnos a la poesía, pues es el poeta, en palabras de Unamuno, «el que revela lo oculto en las honduras del presente».

Unamuno se exponía aquí al enigma de la libertad, que ha de estar guiada por el corazón, y no por la apremiante y opresiva razón. Lejos de la conceptualización kantiana, nuestro entendimiento no anhela la objetividad, sino la verdad cordial o imaginativa, la verdad ilusionante con la que catapultarnos de continuo hacia lo venidero. Porque, como escribiría más tarde, el sentimiento piensa y el pensamiento siente. De la mano aquí de Hölderlin, poeta de los abismos humanos, atreverse a pensar sintiendo o sentir pensando es hacerse cargo del sentido y del sinsentido de la vida. Si empleamos la terminología heideggeriana, sólo el pensador que siente logra expresar el componente mental del sentimiento, que es el modo originario del estar-en-la-realidad, del Dasein que somos, que siente y padece antes que piensa y reflexiona. Nuestra razón, la reflexión, siempre llega demasiado tarde al escenario de la vida, y el concepto no hace sino suplantar lo que realmente importante, que es justamente nuestro sentir originario. Por eso suspiraba Unamuno, con veinte años, de esta forma: «¡Dulces ilusiones mías! ¿Cuánto tiempo duraréis? Yo quiero morir antes que vosotras», pues de otro modo «me quedaría solo, completamente solo». Poeta y filósofo son hermanos, dijo Unamuno, sólo que el primero es madrugador, anticipa los horizontes, mientras que el filósofo los recoge y siempre llega tarde. La lechuza de Minerva es inoperante para transitar la vida; sólo la piensa, la congela, la conceptualiza, pero no la deja libre. 

De nuevo aquí el contraste entre pasado y futuro, entre lo sido y lo que será, que Unamuno recoge en una bella sentencia de sus cuadernos de juventud: «Yo voy flotando entre recuerdos y esperanzas ,empujado por el deseo de vida que aguijonea con tan dulce calorcillo». Los recuerdos nos atan a la vida, en tanto que lo sido es el promontorio desde el que somos aquí y ahora, mientras que las esperanzas, o las ilusiones, nos lanzan a lo inmarcesible, a lo que nunca caduca, que es la vida misma en su plural desarrollo. El punto de encuentro entre pasado y futuro es la conciencia del ser humano, donde, ya lo sabes por Unamuno, se libra un singular contraste entre las potencias de lo que ya para siempre será, en tanto que ha pasado, y lo que está siempre por ser, que es entera posibilidad. Por eso la importancia que da Unamuno en su juventud, pero también más adelante, a la acción, y en esto nos recuerda a Fichte: sólo nos cabe una vida desde la actuación, como agentes. La pasividad es signo del resignado; la resignación es sólo un reducto tras el que se parapeta nuestra voluntad de ser cuando se ve asediada, cuando se entristece y decae. Mas para salir del hediondo terreno de la pasividad sólo cabe la ciencia del querer, la renovación continua, constante y apremiante de la voluntad. Por eso dice el joven Unamuno que «vamos del recuerdo a la esperanza», y que en ello consiste nuestro transitar vital. 

Merece la pena poner sobre la mesa una cita de Unamuno de 1885, con veintiún años, en la que expresa a las claras, y con un lenguaje casi posmoderno, que el ser humano es el ser que no se basta a sí mismo en tanto que necesita mucho más de lo que él mismo es. Leamos al joven Unamuno:

Por mucho que nos empeñemos en volver al hombre a sí mismo él siempre se saldrá de sí, que todo ser parece como que tiende a lo que no es, y vivimos de deseos corriendo tras lo que nos falta. Queremos que el hombre viva de su propia substancia sin echar de ver que pronto enflaquecería y acabaría por morir.

Es decir: el ser humano vive escindido entre lo que es y lo que quisiera ser, pero ese querer ser excede con mucho lo que él mismo es. Unamuno vadea aquí los senderos del misticismo, o cuanto menos de lo extático que sobrepasa nuestra condición. Ese componente extático nos desapropia de nosotros mismos, en tanto que pedimos y precisamos más de lo que somos, pero a la vez nos proporciona un suelo sobre el que vivir: el de lo imposible, el de las posibilidades que nunca alcanzaremos pero tras las que siempre iremos. No debemos olvidar que Unamuno fue un atento lector de Kierkegaard, y que el filósofo danés ya había apuntado, con suma finura, que «el goce decepciona, pero la posibilidad no».

Lo que aquí interesa resaltar es el espíritu de creación que mora en todo ser humano, y que Unamuno no duda en recordarnos para, como antes he apuntado, no dejarnos avasallar por las atractivas y melosas garras de la pasividad, que pujan por anquilosarnos en la inacción; en terminología zambraniana, lo que importa en la vida humana es no «dejarnos resbalar», no dejarse avasallar por el ruido de las cadenas. En el joven Unamuno no prima tanto el acecho angustiante de la pregunta como el necesario ahínco por vivir, por lanzarse a lo porvenir mientras se asumen todas las contradicciones internas de la existencia. Podemos caracterizar la actitud del joven Unamuno con un poco conocido fragmento póstumo de Nietzsche, en el que el pensador alemán escribía lo siguiente:

La tragedia se asienta en medio de este desbordamiento de vida, sufrimiento y placer, en un éxtasis sublime, y escucha un canto lejano y melancólico. […] El tiempo del hombre socrático ha pasado […]. Ahora osad ser hombres trágicos: pues seréis redimidos.

Es la tragedia, también a juicio del Unamuno adolescente y joven, donde transcurre el escenario humano. En palabras de Job, que tantas veces hizo suyas Unamuno: «No reprimiré mi boca, hablaré con la angustia de mi espíritu y me quejaré de la amargura de mi alma». No para saciar nuestro espíritu a través de la queja estéril, del lamento demoledor e inmovilizante, sino mediante las potencias volitivas que nos empujan a un horizonte incognoscible, extemporáneo. Unamuno no sólo quiso aceptar nuestra nada temporaria, nuestra inevitable finitud, sino que se atrevió desde joven a rasgar los velos del silencio para ex-istir, para salir de sus propios goznes y comprobar que sólo en la desgarradura del sí mismo encontramos un lugar desde el que ser. No se trata, como pregonaba Sócrates, de llegar a conocernos a nosotros mismos, sino más bien de conocer la condición trágica de la imposibilidad de ese conocimiento. Somos extraños en nuestra propia casa, apuntaría Freud años más tarde, al igual que «quién soy» es la continua e irresoluble pregunta que resuena en toda la obra de Unamuno. Frente al Dios del Génesis que se presenta como «yo soy el que soy», somos una auténtica desgarradura de ser: nos sentimos ser sin saber qué somos. 

Nuestra tragedia, nuestra bella e irrecusable tragedia, es que jamás alcanzamos la unidad hasta la muerte. Paradójicamente, la vida es el transcurso hacia una imposible unidad, que, de darse, sólo se da en el final, en el cierre del telón. Somos y nos sentimos una pluralidad irreconciliable, un contubernio de voces que, como también explicó Pessoa, no acaban de ponerse de acuerdo. Ni falta que hace, nos diría el joven Unamuno, porque la trágica belleza de nuestra existencia consiste en que esa pluralidad reside dentro de nosotros, mora en la unidad misma, en el seno del yo. Como Jacob en el relato bíblico, luchamos entre tinieblas con un Dios o, vale decir, con una Eternidad que nos empuja a ser, y de ese combate entre temporeidad y trascendencia surge, renovada, nuestra voluntad, que sigue, que puja, que persevera y no se contiene en sus infinitas ansias de ser. Nuestra voluntad no nos devora a través del deseo, como defendió Schopenhauer, pues sólo el deseo, nos dice Unamuno, y con él las esperanzas y las ilusiones, pueden prometernos la única dicha posible en nuestra vida: la de mantener vivo, a cualquier precio, el combate que somos, porque –en sus palabras, con veintiún años– «la vida duele y el dolor aguijonea al hombre y le hace caminar».

Concluyamos con un fragmento de Unamuno, fechado en 1885, que merece ser citado por extenso por la elocuencia y claridad de sus palabras, y porque en él se reúne el desarrollo futuro de sus novelas y el carácter trágico de sus personajes, siempre a medio camino entre la vida y la muerte, entre lo finito y lo eterno, entre la carne y el espíritu y, en definitiva, entre lo conocido y lo que que jamás podremos conocer, única garantía –este desconocimiento trágico– de que nuestras ilusiones jamás podrán apagarse. El fragmento dice así:

… parece que somos el campo de batalla de Dios y Satán que bajan a nuestro pobre espíritu como a arena en que vengar sus viejos resentimientos. El hombre tiende por una parte a la nada, al no ser, el Nirvana budista renovado por Schopenhauer, el duce no hacer nada, y tiende por otra parte a lo Absoluto, al ser todo, abrazarlo todo, saberlo todo, poseerlo todo, viene de la nada y va a Dios como dicen los teólogos católicos, y aunque para mí la Nada y Dios son puras ideas, no por eso deja de ser verdad la afirmación sentada. O todo nada, este es el grito que lanza en todas partes y en todos los tiempos la conciencia humana por más que vistan a dicha enseña de mil colores distintos y abigarrados.

Podríamos decir que Unamuno, en el fondo, intentaba hallar en estos primeros años, pero también a lo largo de su vida, un baluarte en medio de la incertidumbre y la zozobra constitutivas de la vida. Pero para que haya ilusiones y esperanzas, por muy desesperadas que resulten, se necesita no cerrar nunca la puerta a la posibilidad, porque todo nos lo jugamos en el «acaso» y en el «quizá». Y porque, como escribió T.S. Eliot en sus Cuatro cuartetos, la vida humana se da en el intento. Como los gatos en su gusto por los umbrales, siempre estamos «en medio del camino», escribía Eliot, y, a cada instante, tenemos que vivir en «la lucha por recobrar lo perdido»: pues, repitamos, «para nosotros sólo existe el intento».

6 comentarios en “La filosófica juventud de Unamuno: somos «fragmentos de eternidad»

  1. Agradecida por los envío de tan excelente calidad. En esta ocasión no solo me

    conmuevo con Unamuno, sino con González Serrano, que incita a recorrer el

    pasado en el presente, a través de los conceptos, palabras e ideas.

    Magnífico. Gracias.

    Me gusta

¿Algo que decir?