El estoicismo de Epicteto: la búsqueda de libertad

Junto a Zenón de Citio, Cleantes, Séneca o Marco Aurelio, Epicteto, nacido en Hierápolis hacia el año 50 de nuestra era, es uno de los estoicos más leídos aún en nuestros días. Sin embargo, son sus conversaciones todavía escasamente conocidas para el gran público, cobrando más protagonismo su célebre Manual (Ἐγχειρίδιον) para la vida. En tales conversaciones muestra a sus discípulos el camino más apropiado para vivir en libertad, con independencia de las circunstancias en las que la vida nos sumerge. Y es que el propio Epicteto fue esclavo durante numerosos años, lo que determinó definitivamente su devenir biográfico.

Al comprender que no siempre podemos ejercer nuestra libertad en el terreno exterior, en el mundo de los hechos, mostró la existencia de una vía interior que, en contraste con aquella externa, puede conducirnos a la única libertad que merece tal nombre: la independencia frente a los multiformes avatares que debemos arrostrar, sin temor a la coacción humana (la tiranía que por doquier se observa en todos los hombres) o metafísica (todo cuanto ocurre, ocurre necesariamente).

Epicteto

Suele pensarse que la escuela estoica encierra sin más una doctrina ética; pero, al contrario, engloba y desarrolla toda una cosmología que pretende comprender cuanto ocurre a través de una cabal concepción del mundo. Es una la razón que rige no sólo el bien y el mal, sino también los principios de la física, la lógica y la biología. Para dar cuenta de ello, Epicteto defiende su labor eminentemente educativa, mediante la que intenta forjar no sabios o eruditos, sino hombres. La tarea de la filosofía, en este sentido, no ha de ceñirse a la construcción de un sistema o doctrina, sino que debe fijar su atención en buscar la medicina apropiada que nos defienda de los ataques de una vida en la que el mal, la desidia y la envidia campan a sus anchas. Por encima de cualquier conocimiento discursivo, de toda enseñanza de la razón, Epicteto procura dotar a sus alumnos de la fuerza necesaria para examinar sus propios pensamientos y acciones, a la vez que los dirige hacia el autoconocimiento y la perfecta posesión de uno mismo.

¿Dónde, pues, hay aprovechamiento? Si uno de nosotros, apartándose de las cosas exteriores, en su propio albedrío se ha replegado, y lo cultiva y trabaja hasta hacerlo del todo acorde con la naturaleza, elevado, libre, exento, desembarazado, leal y recatado, y ha aprendido además como quien codicia o rehuye las cosas que no dependen de él, no puede ser leal ni libre, sino que forzoso le será el mudarse y verse arrastrado también con ellas y forzoso igualmente el someterse él mismo a otros, a aquellos que se las puedan procurar o prohibir […]. ¿Pues qué otra cosa son las tragedias, sino pasiones de hombres fascinados por lo exterior…?

Se ha reconocido comúnmente que tres son los ídolos venerados por Epicteto: Hércules como héroe del esfuerzo individual, Diógenes como misionero de la verdad, y Sócrates como maestro de vida. El pensador estoico hace suya una misión auténtica y originariamente religiosa: la filosofía se convierte en una suerte de mística pedagógica, el filósofo es el verdadero sacerdote, que promete liberar al ser humano de la servidumbre (de la necesidad, de la Ἀνάγκη), para hacerlo definitivamente libre e incoercible (ἐλεύθερος). Por eso resulta capital la educación moral de los jóvenes: la filosofía ha de consistir en poner en práctica los dictados de un alma que se siente (y se sabe) libre.

Epicteto escritorio

De este modo, Epicteto funda su doctrina en la libre elección (προαιρεσις), concepto proveniente de Aristóteles, y que hace alusión a un querer libre, no forzado por las circunstancias. La proáiresis supone una racional decisión previa a cualquier ejecución: antes de la acción se hace necesario el contacto con el mundo y la reflexión sobre él. Es ella la que nos hace libres; nadie puede estorbarla, ni siquiera el mismísimo Zeus: la «elección previa» se encuentra en el ser humano que se ha convertido en filósofo, en quien muestra una intachable personalidad moral y en quien sólo la virtud se sitúa como fuente de la felicidad (εὐδαιμονία).

Epictecto plantea nuestro sí mismo como una fortaleza que debemos conquistar; una fortaleza que está repleta de enemigos interiores, de magníficos y seductores tiranos con los que cargamos todos y cada uno de nuestros días. En la lucha permanente contra tales tiranos, comandados por el deseo, debemos mantenernos incólumes hasta adquirir la capacidad de decidir sin vernos constreñidos por ese leidige Selbst, por ese «fastidioso yo» que nos avasalla y confunde a través de numerosas y truculentas argucias (la riqueza, el sexo desmedido, la envidia, el honor, etc.). Unos enemigos que no son, a su juicio, más que fantasmas tirados por los poderosos jumentos llamados Ignorancia e Incultura. La más bella enseñanza epicteana es pues la tranquilidad, el sosiego y, a fin de cuentas, la libertad.

El principal quehacer en la vida es éste: distingue entre las cosas, sepáralas y di: «Las externas no dependen de mí, el albedrío depende de mí. ¿Dónde buscaré el bien y el mal? En lo interior, en lo mío». Que en las cosas ajenas jamás hallarás ni bien ni mal, ni provecho ni daño, ni nada semejante.

Somos los únicos seres que tienen representaciones y que hacen un uso consciente de ellas: por eso podemos y debemos encontrar la libertad a través del conocimiento. Es ésta la mayor excelencia del hombre, que le pone al nivel del propio Zeus: «Mi pierna encadenarás, que mi albedrío ni Zeus reducirlo puede. […] Esto deberían estudiar los filosofantes, esto escribir todos los días, en esto ejercitarse».

Hierapolis

Antigua Hierápolis, actualmente Turquía, ciudada natal de Epicteto

Dos son nuestros comunes lastres, las cadenas de la esclavitud: los afectos (o pasiones), que inquietan sin cesar el alma, y las cosas exteriores. Y es que todo ser humano por naturaleza está criado para la verdad y el bien, como ya dejó dicho Crisipo: «Como ser racional tiene el hombre por natural la disposición para el bien moral o virtud». La primera y más insidiosa causa que nos aleja de este fin natural es la perversión, que pone en las cosas exteriores su inclinación y su felicidad. Pero debemos ser conscientes de que, desde pequeños, las cosas nos engañan, y que del disgusto o placer que nos causan crece una constante y malversadora «catequesis del vulgo». El objetivo ha de ser, así, hacernos conscientes de nuestra parte más divina y ejercitarla sin descanso:

A un dios llevas contigo, mísero de ti, y lo ignoras. ¿Piensas que hablo de uno de plata o de oro, exterior? Dentro de ti mismo lo llevas y no sientes que lo mancillas con impuros pensamientos y con sucias acciones. Y, por cierto, de una imagen de Dios en la presencia, no te atrevieras a hacer nada de lo que haces; en cambio, presente el propio Dios dentro de ti, el cual todo lo ve, y lo escucha, ¿no te avergüenzas de meditar esas cosas y de hacerlas, oh ignorante de tu propia naturaleza y odioso a Dios?

La única ley (más allá de todo dictado positivo, civil) que debemos cumplir coincide, además, con un dictado divino: conocernos a nosotros mismos para ser precavidos en nuestros pareceres y opiniones. Debemos «guardar lo propio» y «usar de lo que se nos concede, y lo que no se nos concede no desearlo». Nuestra auténtica valía estriba en alcanzar esta libertad de acción y corazón, erguirse sobre la esclavitud interior, y poner los ojos en los designios de la Providencia aprobando su incontenible furor: «Mas si otra cosa apeteces, gimiendo y llorando seguirás lo que es más fuerte, afuera buscando siempre la bienandanza, sin poder nunca hallarla. Que, en efecto, donde la buscas no está y dejas de buscarla donde está».

Epicteto nos muestra el camino que conduce a la apatía, a la ἀπάθεια, que no significa una carencia de sentimientos como en el caso de la estatua, sino a la obtención de impulsos moderados y a la subordinación de los afectos bajo la parte rectora de nuestra alma. Es mediante la virtud como accedemos y cumplimos con nuestro destino natural. La educación ha de consistir, pues, en aprender a distinguir (diáiresis) lo propio de lo extraño, sabedores de que son los pareceres de las cosas lo que nos mueve, y no las cosas mismas. Si somos dueños de tales pareceres, lo seremos igualmente de nuestra liberación: sólo debemos limitar nuestro deseo y aborrecimiento de aquello que depende de nosotros (las opiniones, las δόξαι). El deseo, en definitiva, nos rebaja y nos hace esclavos de las cosas y, en una palabra, acaba con la libertad.

¿No oíste muchas veces que el deseo debes extirpar totalmente, el aborrecimiento sólo aplicarlo a lo del albedrío; que debes soltarte de todo, del cuerpo, la hacienda, la fama, los libros, tumulto, magistraturas, vida privada? Adondequiera que, en efecto, te inclines, te esclavizas, te sometes, te ves impedido, apremiado todo tú a merced de otros.

12 comentarios en “El estoicismo de Epicteto: la búsqueda de libertad

  1. Me asombra cómo las ideas ,la Filosofía trasciende los siglos ,y está aún Vigente un filósofo del año 50 A.C ácertado,magn+ifico ,genial

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