Creando belleza desde el dolor: Giacomo Leopardi

669_giacomo-leopardi3.jpgHincado de rodillas sobre el gélido suelo de una de las estancias que componen la gigantesca biblioteca familiar abarrotada de volúmenes, un niño lee a la luz de un candil mientras cae el atardecer entre las colinas cercanas. A pesar de su corta edad, ya es un sabio políglota capaz de escribir tratados de astronomía. Admira a los clásicos, sobre todo, a Lucrecio y, como él, se convertirá al hedonismo, haciéndose ateo y materialista, pero no dejará de sentirse frustrado e infeliz. Bajo los techos pintados de motivos florales, raquítico y medio ciego, el joven pronto dejará de crecer permitiendo que la artritis devore tuberculosa sus vértebras, su columna colapse y quede doblemente jorobado, por el pecho y por la espalda. Protegido de las burlas y las pedradas de los niños vecinos ante su deformidad, el palacio donde vive en Recanati se transformará entonces en una prisión, desde cuyas ventanas contemplará anhelante a sus amores no correspondidos, una cárcel custodiada por un adusto celador, de quien intentará huir una y otra vez: la madre cancerbera, una auténtica belleza, de porte majestuoso y fría mirada «color zafiro». Católica ultramontana, fanática y severa, rígida moralista, carente de empatía o sentimientos de piedad, se dice de ella que era extremadamente tacaña, hasta el punto de que, tras la muerte de sus hijos, se sentía contenta y liberada, no tanto porque pensase que sus vástagos se habían ido al paraíso, sino porque ya no sería necesario solventar sus gastos. No es de extrañar, pues, que, años más tarde, ese niño, quien no era otro que el más grande poeta romántico italiano, Giacomo Leopardi, dejara una escalofriante visión onírica sobre el desplome de la luna, un símbolo que, sin duda, remite a esa figura materna insensible y, a la vez, agobiante:

Oye Meliso: he de contarte un sueño
de esta noche, que vuelve a mi memoria
al contemplar la luna. Me encontraba
en la ventana que responde al prado,
mirando al firmamento; de improviso
destácase la luna, y me figuro
que, cuanto en su caída va acercándose,
tanto crece a mi vista, y que al fin viene
a dar de golpe sobre el prado; y era
grande como una herrada, que de chispas
vomitaba una niebla crepitante,
como carbón ardiendo que se hunde
en el agua y se extingue. De este modo
la luna, como he dicho, sobre el prado
se apagó poco a poco ennegreciéndose,
y alrededor las hierbas humeaban.
Y vi, en el cielo, que quedaba entonces
una vislumbre o huella, o bien el hueco
de donde fue arrancada; de tal suerte,
que me helé de terror, y aún siento angustia.

Cubierta.-Discurso-Leopardi-piccola.jpgLa metáfora de la luna extirpada, que dejó un vacío, representa el derrumbe de la madre naturaleza que crea y acoge, loada entre los románticos alemanes y equiparada por ellos a la noche generatriz, cuando el sueño rumia la imaginación gestando el amanecer desde figuraciones imprecisas y oscuras. Leopardi sustituye este símbolo por el de la naturaleza «madre en el parto y en el querer madrastra» –que más tarde recogerá Unamuno en El sentimiento trágico de la vida, esa mujer que rechaza al hijo extraño y secretamente ansía su desaparición. Desde luego, resulta imposible establecer con ella una relación de amor, como hacen los discípulos en Saís, para Novalis. Su perfil se dibuja en la temible efigie que aparece en el Diálogo de la naturaleza con un islandés, tan gigantesca que podría aplastar a cualquiera de sus creaciones y que cumple sus leyes sin escrúpulos, de manera mecánica, a través de sus acólitos, indiferente a que su interlocutor termine siendo devorado por los leones o que un viento lo eleve por los aires y edifique sobre él un mausoleo de arena, convirtiéndolo en una momia, más tarde hallada y exhibida en algún museo. Es la diosa que revela al protagonista que la vida de este universo consiste en un perpetuo circuito de producción y destrucción en constante referencia mutua, de modo que el sufrimiento constituye una de sus partes inextinguibles o –según dice la «Palinodia al marqués Gino Capponi»:

Como un infante, con asiduo anhelo
fabrica de cartones y de hojas
ya un templo, ya una torre, ya un palacio,
y apenas le ha acabado, le derriba,
porque las mismas hojas y cartones
para nueva labor son necesarias;
así Natura con las obras suyas,
aunque de alto artificio y admirables,
aún no las ve perfectas, las deshace,
y los diversos trozos aprovecha.
Y en vano a preservarse de tal juego,
cuya eterna razón le está velada,
corre el mortal, y mil ingenios crea
con docta mano; que a despecho suyo,
la natura cruel, muchacho invicto,
su capricho realiza, y sin descanso
destruyendo y formando se divierte.

De aquí varia, infinita, una familia
de males incurables y de penas,
al mísero mortal persigue y rinde;
una fuerza implacable, destructora,
desque nació le oprime dentro y fuera
y le cansa y fatiga infatigada,
hasta que él cae en la contienda ruda
por la impía madre opreso y enlazado.

Caprichosa, cruel, inconmovible, la naturaleza juega al azar, como si fuera un niño que, por placer, «colocando piedras aquí y allá, construye montículos de arena y luego los derriba», el mismo a quien aludió Heráclito en uno de sus fragmentos, retomado por Nietzsche en El nacimiento de la tragedia. Toda configuración de hechos resulta momentánea. La vida se afirma, se despliega y disfruta a través de los seres finitos encumbrándolos y arrojándolos en la miseria. Sólo ella permanece, eterna, absoluta, a pesar de las luchas y vaivenes. Frente a su omnipotencia, el desamparo del humano se hace evidente. También, la transitoriedad de su existencia y, con ella, la vanidad de todo lo real, el descubrimiento de que el mundo es una ficción como diría más tarde Schopenhauer. De allí surge la queja, el reclamo de quien se descubre víctima de un engaño: traído a la existencia sólo para sufrir y ser finalmente destruido, como declara la famosa canción «A Silvia»:

Cuando recuerdo tantas ilusiones,
me abruma un sentimiento
acerbo y sin consuelo,
y me vuelve a doler mi desventura.
Oh tú, naturaleza,
¿por qué no das después
lo que un día prometes? ¿por qué tanto
engañas a tus hijos?

 O «La noche del día de fiesta»:

Tú duermes; yo a este cielo que benigno
se presenta, me asomo a dar saludo,
y a la antigua Natura omnipotente
que al penar me habituó. «Toda esperanza
te niego, aún la esperanza -me dice ella-;
no brillará en tus ojos sino el llanto».

Leopardi.jpg

Ante semejante situación, sólo parece válido el principio de la sabiduría trágica de Sileno: lo mejor es no haber nacido y, en su defecto, morir pronto. En la desesperación, esa espera sin esperanza termina por convertirse en el tedio de Quirón, el mítico centauro que ante el aburrimiento de un devenir en el cual se reitera redundante siempre la misma herida, pide a Zeus la muerte para finalmente sanar. Igual que él, Leopardi invoca a las Parcas, tejedoras de destinos, para que pongan fin a su pena. Así, de la admiración infantil por los héroes épicos que representan un pueblo entero y compensan en la imaginación los dones que la naturaleza le negó, el poeta pasa en su juventud a interesarse por la lírica, donde puede expresar mejor su perspectiva individual, su lamento ante el sombrío lugar que le tocó en suerte. Safo se convertirá entonces en su heroína, no la mujer real sino la imaginada por Ovidio, aquella que, habiendo cantado con el máximo talento al amor y la hermosura, se suicida precipitándose desde un acantilado tras ser rechazada por el más apuesto de los hombres:

Mas, ¿qué falta, qué tan nefando exceso
manchó mi nacimiento, que tan torvo
me fuera el cielo y de fortuna el rostro?
¿En qué pequé de niña, cuando ignara
de crimen es la vida, que menguado
de juventud, marchito, en el huso
de la indómita Parca se torciera
herrumbrado mi estambre? Incautas voces
tu labio expande: el destinado evento
mueve arcano consejo. Arcano es todo,
salvo nuestro dolor. Prole olvidada
nacimos para el llanto, y en el regazo
del Dios yace el motivo. ¡Ay anhelos
de la más tierna edad! A la apariencia,
a la amena apariencia eterno reino
aquí dio el Padre; y por magnas empresas,
por docta lira o canto,
virtud no luce en un desnudo manto.

En todo caso, la salida que queda, esa que purifica porque refleja en el poeta el goce de la creación cósmica, dando sentido a su maltrecha existencia, es la de la actividad estética, que hace surgir la belleza desde el dolor –como diría Nietzsche más tarde– igual que «las rosas brotan de un arbusto espinoso». En consecuencia, Leopardi canta solitario de modo parecido al pájaro retratado en su famoso poema, añorando un tiempo irremisible que se fue y temiendo un futuro siempre peor que el ayer, porque para él el progreso no existe. Por el contrario, incluso cree que los pueblos más civilizados suelen ser los más desdichados:

A mí, si el detestado
umbral de la vejez
evitar no consigo,
cuando mudos mis ojos a otros pechos,
ya ellos vacío el mundo, y el mañana
más tétrico y tedioso que el hoy sea,
¿qué me parecerá de tal deseo?
¿Y qué estos años míos? ¿Qué yo mismo?
¡Ay, me arrepentiré, y frecuentemente
hacia atrás miraré, mas sin consuelo!

Leopardi il giovane

Fotograma de la película Il giovane favoloso (2014)

Y así, esta poesía trágica desemboca en un escepticismo total y concluyente, para el cual el mundo resulta incomprensible mediante la razón y sólo puede ser abordado a través de un pensamiento poético que conciba la belleza –según decía Schiller– como un velo que cubre un mundo de horror, caótico, convulso y contradictorio, que transparenta lo infinito, a la vez sublime y siniestro:

Y tú, lenta retama,
que de frondas fragantes
esta campiña desolada adornas,
también al cruel poder morirás luego
del subterráneo fuego,
que volviendo al lugar que ya conoce
avaro ha de extender su rojo manto
por tu fresca espesura. Indiferente
doblarás bajo el peso del destino
tu cabeza inocente:
mas hasta entonces no la habrás en vano
doblegado con súplicas cobardes
del futuro opresor, ni erguido nunca
delirante del orgullo a las estrellas,
sobre el desierto donde
lugar y nacimiento
el azar, no tu gusto, darte quiso;
que más sabia que el hombre, menos necia,
no creíste jamás que por el hado
o por ti misma eterno
tu caduco linaje fue creado.

A este mundo paradójico, donde los opuestos coexisten sin caer en contradicción, Leopardi accede muchas veces a través de la ironía o del humor, surgidos del atribulado contraste entre lo deseado, lo ideal y lo real, como ocurre en su poema «A su dama»:

Si tú de las ideas eternales,
eres una, de aquellas que de formas
sensibles no vistió la eterna ciencia
ni entre caducos restos
soportan el dolor, de la existencia,
o si acaso en el cielo donde giras
otra tierra te acoge entre sus mundos,
y más bella que el sol próxima estrella
te alumbra, y más benigno éter aspiras,
desde aquí, donde llora aquel que vive,
de ignoto amante la canción recibe.

Otras veces, muestra lo absoluto positivamente, manteniendo –según su inveterada costumbre– el tono clásico a nivel formal con una excelencia que lo acerca a Dante o a Petrarca. Y al hacerlo, introduce mediante la forma un límite que humaniza lo desmesurado, volviendo comunicable su experiencia, como sucede en los espléndidos versos de «El infinito»:

Amé siempre esta colina,
y el cerco que me impide ver
más allá del horizonte.
Mirando a lo lejos los espacios ilimitados,
los sobrehumanos silencios y su profunda quietud,
me encuentro con mis pensamientos,
y mi corazón no se asusta.
Escucho los silbidos del viento sobre los campos,
y en medio del infinito silencio tanteo mi voz:
me subyuga lo eterno, las estaciones muertas,
la realidad presente y todos sus sonidos.
Así, a través de esta inmensidad se ahoga mi pensamiento:
y naufrago dulcemente en este mar.

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