El Romanticismo no sólo se refiere a una época histórica, a un momento definido o definible en parámetros hermenéuticos y literarios, sino también y sobre todo a un ideal, a una aspiración, a un ahínco por desentrañar los más intrincados y sinuosos senderos por los que la Naturaleza deambula en su constante y siempre conmovedor y sorprendente desarrollo. La expresión, como es sabido, se remonta a un dictum ya clásico de Novalis, quien, en sus apuntes para su proyecto de Enciclopedia, escribe: «En cuanto doy alto sentido a lo ordinario, a lo conocido dignidad de desconocido y apariencia infinita a lo finito, con todo ello romantizo«. «Ich romantisiere», en su propio idioma. El Romanticismo tiene por tanto que ver con meras fechas; lo romántico, sin embargo, responde antes que nada a una actitud.
Galaxia Gutemberg publica, en laudable edición bilingüe de Juan Andrés García Román, una antología magnífica y del todo representativa donde se dan cita las grandes voces (y esto es novedad, tanto masculinas como femeninas) del Romanticismo poético alemán, en un volumen intitulado Floreced mientras, en alusión a los conocidos versos de Hölderlin: «Pero floreced mientras, hasta que demos fruto». Un fruto en el que lo externo y lo interno se hacen uno para ir en busca, precisamente, de lo Uno por antonomasia, para descubrir y transitar un universo en el que la soledad del poeta (y del artista en general) se convierte en privilegiado pedestal desde el que poder observar, e intentar comprender, el mundo circundante. El lenguaje, en este sentido, trasciende su función más utilitaria y se transforma en un instrumento que intenta narrar lo misterioso: la palabra como vehículo de lo insondable, de lo inefable.
Aunque pareciera ésta una tarea paradójica (hablar de lo que no se puede hablar), el romántico desea hacerse con el elemento más intrínseco de la realidad, de la existencia, para hacerlo suyo y crear, a su vez, un elenco nuevo de conceptos que, lejos de atenerse al funcionamiento normalizado de la razón, han de estar en relación con una sublime intuición. De ahí el desaforado culto al genio que profesaran los románticos. Como ya apuntara Herder en un texto poco conocido pero fundamental, la Naturaleza, siempre inaprensible, remite a un inquietante abismo que no hay que sortear, sino en el que debemos sumergirnos en busca de «la raíz más profunda de nuestra alma», que encuentra su sede en la «noche»: «El alma se encuentra en un abismo de infinitud y no sabe que está sobre él; gracias a esta dichosa ignorancia se mantiene firme y segura», sentenciaba Herder.
El románico nos hace despertar de este ominoso pero necesario sueño de la noche y nos remite a un universo de luz que, sin embargo, nunca puede –ni debe– llegar a olvidar los pantanosos fondos en los que se sumerge nuestra existencia, tan efímera como misteriosa en todas sus vertientes. El romántico vive en y de los contrastes. Con el objetivo de hacer pie en tan fangosa superficie, la de la vida humana, el ser humano crea la cultura y, con y mediante ella, emplea las palabras, el lenguaje, para protegerse de ese inveterado abismo al que nos abocan a cada momento nuestros avatares biográficos. Todo, finalmente, con el objetivo de alcanzar «el corazón del mundo en un eterno abrazo», en expresión de A.W. Schlegel en uno de los poemas recogidos en Floreced mientras.
En esta fantástica e imprescindible colección publicada por Galaxia Gutemberg asistimos al esfuerzo de los románticos alemanes por alejarse de la más despiadada tiranía de la razón, que había conducido, tras la Revolución francesa de 1789, al Terror de Robespierre. La razón siempre se muestra despótica e incluso dolorosamente violenta cuando cree poseer argumentos suficientes para plantear una definición definitiva de la condición humana, de cómo debemos comportarnos y de cuáles son los cánones correctos (e incluso inamovibles) a los que nuestra actitud y nuestro carácter deben amoldarse. Algo que Goethe supo ver con su clarividente capacidad de análisis, contraponiendo desde muy pronto esa desbordada pasión política presidida por la razón a la necesidad de desarrollar la propia personalidad sin limitación alguna.
Frente a la revolución política y social (que muchos juzgaron necesaria y positiva), los románticos alemanes luchan a su vez por el nacimiento de una auténtica revolución espiritual. Como escribe muy certeramente en la introducción del volumen Juan Andrés García Román, el Romanticismo alemán desea ensalzar la figura de «un sujeto libre, un sujeto que ha convertido el mundo en su proyecto. La poesía es el modo en que el hombre comprende las cosas, no en su materialización empírica, sobre la que de otro modo no hay conocimiento, sino en su idealidad, que es la realidad de los hombres sensibles y de ingenio, de los hombres libres. La poesía para los románticos es el mundo, es su manera de relacionarse con un mundo que necesitan inventar en cada momento».
Una revolución que, si bien quiere conducirnos hacia una nueva luz, como ya se apuntó más arriba, no es la luz cegadora y brillante de la Ilustración, cuyos ideales perdían poco a poco su fuerza y vigor, sino una luz que se adentra en la oscuridad y permite observar, precisamente, cuán rodeados de esa misma oscuridad estamos. Una luz, por tanto, que nos sumerge en nuestra propia debilidad: no para hacernos fuertes, sino libres, siempre libres ante el misterio.
Esta antología se hace categóricamente fundamental por diversas razones. En primer lugar, y quizá sea la más reseñable, por vez primera en español se reúnen poesías de dos plumas femeninas de este movimiento, en tantas ocasiones ignoradas o silenciadas o, sin más, puestas a la sombra de sus compañeras masculinas: Karoline von Günderrode y Bettina von Arnim. En segundo lugar, por la edición bilingüe: la traducción, desde luego compleja, resulta adecuada y versátil y en algunos casos brillante. Y, en fin, por la necesidad de contar con una tan inestimable selección de estas características, hasta ahora inexistente en español. Una ocasión única para abrirse a la contemplación de lo maravilloso, de lo misterioso, por boca de algunos de los más egregios poetas de la historia de la literatura, donde lo incomprensible se hace palabra, y donde la palabra se convierte en instrumento de la libertad.
Quien con asombro advierte
que somos nuestro propio eterno asiento
aspira a que su obra
se alíe a lo duradero;
levanta un edificio de ideas como rocas
y no vacilan nunca sus cimientos (F. Schlegel, «Las montañas», fragmento).
Bellísimo
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Ideal sublime.
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Reblogueó esto en luispablodetorrescabanillas.
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