Redescubriendo a Leopardi

Leopardi - Pietro CitatiInundado de espíritu lucreciano, el italiano Giacomo Leopardi (1798-1837) retomaría para sí uno de los adagios más conocidos del sabio romano: «¡Siempre, siempre lo mismo!» (Eadem sunt omnia semper, eadem omnia restant!), que años más tarde haría suyo, de manera simplificada, Arthur Schopenhauer (Eadem, sed aliter): siempre ocurre lo mismo, aunque las circunstancias o los actores cambien. Ambos, poeta y filósofo, de manera muy llamativa, desarrollarán sus ideas en un arco temporal muy similar. Resulta poco probable que Leopardi leyera al ínclito germano, aunque Schopenhauer sí conoció, al menos, la obra poética del autor de Recanati (que incluso llega a citar).

Desde su más temprana juventud, Leopardi fue víctima de una débil salud que le hizo dar la mano durante el resto de su existencia, como enigmático y siempre presente compañero, al espíritu de la Parca. Una coyuntura que sirvió para que su carácter estuviera amenazado constantemente por una acuciante sensibilidad nerviosa. Aunque el joven poeta avisaba en carta a un amigo: «Por la pusilanimidad de los hombres, que necesitan estar persuadidos del mérito de la existencia, se han considerado mis opiniones filosóficas como el resultado de mis sufrimientos personales, y se obstinan las gentes en atribuir a mis circunstancias materiales lo que solo se debe a mi entendimiento». El genio italiano quería ser reconocido por lo que su intelecto fuera capaz de ofrecer, y no por el impulso –más o menos inconsciente– de las cuitas que tuvo que afrontar en vida. Como apunta brillantemente Pietro Citati en la imprescindible edición española de su biografía leopardiana que Acantilado ha publicado,

Lo más grave era que Leopardi se sentía culpable de su enfermedad. […] Se refería a la experiencia depresiva como a un pensamiento. Este pensamiento, al que admirablemente suele atribuir propiedades físicas, «devora», «corroe», «atormenta», «martiriza», hace «desgraciado» y, sobre todo, posee porque «me tiene enteramente a su merced». No se mueve, no se desplaza; está allí, fijo, estable, presente; no tiene más contenido que esa misma presencia, que esa fijeza atroz, que esos ojos que no dejan nunca de mirarlo a él mismo.

En uno de sus pensamientos, Leopardi aseguraba que se encontraba «aterrado» al verse «rodeado por la nada, yo mismo una nada. Sentía como que me ahogaba, al pensar y sentir que todo es nada, sólida nada». La trayectoria de este poeta, prematuramente fallecido a los treinta y nueve años, trata de dar respuesta a esa nada que se le presenta como una de las más terribles y fecundas certezas de la existencia. Una certeza que calaría muy hondo en el ánimo de Miguel de Unamuno, ferviente lector del italiano.

Como señala Rafael Argullol en la traducción del Zibaldone di pensieri (a cargo de Ricardo Pochtar), esta obra supone «una indagación, una exploración del mundo pero asimismo, y no menos determinante, es un autorreconocimiento, sistemático y despiadado, mediante el cual el autor, a partir de premisas todavía frágiles, trata de alcanzar concepciones fuertes». Citati explica este impulso nadesco aduciendo que:

Ya en 1819 Leopardi imaginaba que penetraba en la nada, «en medio de la nada», convirtiéndose también él en nada, y sentía que se ahogaba, porque aquella nada no era aire, ni vacío, ni ilusión, como pudiéramos imaginar, sino «sólida nada», tan sólida e inmóvil como lo era el hastío. En la canción Ad Angelo Mai, tedio, hastío y nada nos cuidan como amas de cría y una misma divinidad nos acompaña, siempre inmóvil, desde que nacemos hasta que morimos.

Leopardi se propuso desarrollar una suerte de sistema filosófico a través de sus escritos no poéticos, pero a medida que redactaba sus reflexiones caía en la cuenta de la imposibilidad de dar con una unidad definitiva que englobara, como un todo, el contenido de sus pensamientos. Y es que, si algo ansía el ser humano a fin de cuentas y por encima de la sistematicidad, es la vida misma: «El verdadero objeto de la vida es la vida, y el ir y venir por el mismo camino arrastrando un carro muy pesado y vacío», escribía el 10 de agosto de 1821.

LeopardiEn septiembre de ese mismo año, Leopardi arremetía contra los cimientos del cristianismo al declarar que esta religión pretende alejarnos del pecado a costa de apartarnos de la vida misma. Así, se preguntaba: «¿Qué ventaja puede suponer para la sociedad, y cómo puede esta subsistir si el individuo perfecto solo debe huir de las cosas para no pecar?». Si para desechar el mal debemos protegernos de la vida, «más valiera no vivir», concluye Giacomo.

En uno de sus aforismos, fechado el 23 de octubre de 1821, Leopardi explicaba en un giro rousseauniano que el progreso de la razón tiende, «esencialmente, no sólo a volver infeliz, sino incluso a destruir a la especie humana, a los seres vivos, o a los seres capaces de pensamiento, y al orden natural».

A su juicio, la razón analítica es el verdadero enemigo de toda grandeza. Las proezas que por lo general tildamos de grandes y encomiables se salen del curso de lo ordinario, «y como tales entrañan cierto desorden». La razón «condena ese desorden» y pretende nivelar todo acontecimiento humano, castigando cualquier atisbo de genialidad. Al contrario, «es la naturaleza la que impulsa a los grandes hombres a acometer las grandes empresas. La razón, en cambio, los retiene». De este modo declaraba como adversarios a la razón y a la naturaleza; aquélla empequeñece, ésta engrandece. Las palabras de Pietro Citati al respecto son claras:

Leopardi había escrito en el Zibaldone que si de verdad queremos conocer qué es la naturaleza viva, esto es, las causas y los efectos, los derroteros y los procesos, el fin o los fines, las intenciones, los destinos de la vida y de las cosas, cuál pueda ser, en definitiva, «el espíritu de la naturaleza», no podemos recurrir a la pura y fría razón, es decir, a la exacta razón analítica o geométrica. […] El «perpetuo circuito de producción y destrucción» [de la naturaleza] solo podría haberlo concebido una inteligencia que obedeciera a la razón e ignorara los efectos poéticos.

La especialista leopardiana Fabiana Cacciapuoti apunta que el hombre moderno aparece como protagonista de numerosos pasajes en los pensamientos del italiano: «un hombre que vive sus pasiones con una baja intensidad, extraviado entre la indiferencia y el aburrimiento, firme en el umbral de un tibio obrar». En definitiva, un ser mediocre, «incapaz de remover sus emociones y sentimientos», anclado a la burda materialidad. Un asunto que  removía especialmente el alma de Leopardi. Citati menciona el siguiente fragmento desgarrador del genio italiano en el que condena que las cosas lleguen a ser materiales, su llegada a la existencia:

Todo es mal. O sea, todo lo que existe es mal; que las cosas existan es un mal; cada una de las cosas existe con la finalidad del mal; la existencia es un mal y se ordena al mal; el fin del universo es el mal; el orden y el Estado, las leyes, la trayectoria natural del universo no son sino mal, ni están encaminadas a nada que no sea el mal.

Como contrapartida, Leopardi se refiere al «hombre natural», que aun siendo muy sensible, mantiene siempre sus pasiones en la superficie, «desahogándolas con todo tipo de comportamientos externos» que no precisan de la fría y estéril racionalización. En definitiva, la modernidad ha hecho que la vida del ser humano transcurra en la total indiferencia para desembocar, finalmente, en el aburrimiento. «Quitad las fuerzas suministradas por la naturaleza y la razón será siempre inoperante e impotente», sentenciaba un joven Giacomo.

LeopardiComo solución a tales desvelos, la humanidad debe saber administrar el olvido de sus propios límites y provocar grietas en el tiempo para así poder ensanchar su espacio ilimitadamente. Esta posibilidad sólo quedará abierta mediante el ejercicio de la imaginación y la acción, aunque a fin de cuentas acabe por producirse lo que más tarde Baudelaire denominará «la caída en el tiempo»el fatídico reencuentro con el límite, con la imposibilidad de una existencia feliz y la constatación de nuestra lucha por subsistir.

Pero la realidad no siempre parece tan negra… ¿o sí? Una fría tarde de diciembre, Gertrude Cassi (prima del padre de Leopardi), aparece en la casa de nuestro joven protagonista junto a su marido. La reacción es inmediata: Leopardi queda absolutamente prendado por el atractivo físico y el encanto en la expresión de aquella pariente lejana.

Tras un acercamiento fugaz, en el que pudieron cenar e incluso jugar a las cartas, llega el momento de la despedida. Es entonces cuando todo el peso del mundo parece caer bajo los hombros de un sorprendido Giacomo, que escribe en su Diario del primer amor (Errata Naturae): «Al acostarme me examiné los sentimientos de mi corazón, que eran, en sustancia, atolondrada inquietud, descontento, melancolía, cierta dulzura, mucho afecto, y un deseo, no sabía ni sé de qué, como tampoco veía, entre lo que estaba a mi alcance, nada que pudiera contentarme». Más tarde se confesará a sí mismo que acabó enamorado no de una mujer, sino de una quimera. Así lo explica Cicati en el capítulo que dedica al amor en Lepardi:

Leopardi acabó jugando al ajedrez con Gertrude o, como le gustaba llamarla, con la Signora. Entonces, de repente, el sentimiento amoroso cristalizó; se le enterneció el corazón, languideció, se ablandó, se debilitó. […] Aquella sensación lo dejó sumamente insatisfecho e inquieto, y lo asaltó un deseo inexpresable que no podía sofocar; una especie de avidez, «un apetito ciego, absolutamente insaciable». Era una deseo angustioso; Leopardi sabía que, aunque hubiera estado jugando un mes o un año entero con Gertrude, nunca habría estado contento ni satisfecho. Era una enfermedad; una carencia, la más grave de las carencias.

Es privilegio de los grandes literatos poner en sencillas palabras, digeribles para cualquier lector, los sentimientos comunes que a todos nos han abordado en alguna ocasión. Los textos que comparecen en el breve volumen de Errata Naturae, Diario del primo amore y Ricordi d’infanzia e d’adolescenza, son absolutamente representativos del primer esfuerzo de Leopardi por convertirse en un escritor. En ellos aparecen numerosos rasgos que caracterizarán al Leopardi más maduro, aunque damos con peculiaridades que revelan la temprana edad del autor. Ambos, en cualquier caso, ponen de relieve una escritura singular en la que experimenta las tensiones entre poesía y pensamiento.

Como explica Argullol en el prólogo de la obra, «franco, meticuloso, despiadado incluso, Leopardi utiliza su memoria propia para ahondar en su indagación de la existencia; el método, en definitiva, que utilizará a lo largo de toda su trayectoria intelectual, pero que aquí llama la atención por su extrema precocidad«.

Como cuando de niño me llevaban de visita a una casa, etc. y con los otros niños que había entablaba, etc., empezábamos, etc., hasta que aparecían mis padres y me decían que era hora de marcharse, etc., se me desagarraba el corazón pero de todas formas había que irse dejando a medias lo que estábamos haciendo, etc., con las sillas y todo en desorden y los niños tristes, etc., como si aquello sencillamente no hubiese pasado, así en verdad me parecía que nuestra vida no significa nada, porque veía lo infinitamente fácil que era morir y todos los peligros que nos acechaban, etc., etc., y creía que seguíamos vivos por puro azar…

Leopardi, Recuerdos de infancia y de adolescencia

Nuestro protagonista evoca, a través de sus inmortales poemas, una imagen convertida en recuerdo del tiempo juvenil, con el objetivo de transitar de lo cercano en el espacio a lo ya lejano en el tiempo, poniendo de manifiesto el sentimiento de la perpetua caducidad de nuestra condición humana y del llamativo eterno retorno que parece gobernar el mundo.

cantos-leopardiSi bien podemos afirmar que Freud destapó las entrañas del inconsciente en el seno del individuo, en la producción de Leopardi observamos este mismo proceso a una escala más global: con suma lucidez, encontramos en sus pensamientos y poesías las corrientes subterráneas que imperan por igual en su época y en la nuestra: «nosotros somos verdaderamente hoy pasajeros y peregrinos en la tierra; verdaderamente caducos: seres de un día: por la mañana en flor, a la tarde marchitos o secos», escribía en sus cuadernos. En Leopardi damos con una voluntad de síntesis que roza la obsesión: un impulso por vivir, un ahínco por reconciliar las contradicciones inherentes a la vida misma y que choca incesantemente por aunar las fuerzas necesarias para seguir adelante en este mundo de continuo engaño.

Es cierto que somos víctimas de una sensación de inane y voraz repetición, y que nuestro objetivo es el de alcanzar una felicidad que siempre encontramos en el irrecuperable pasado o en el futuro inexistente. Pero en realidad nada transcurre en el tiempo: todo ocurre en un intelecto repleto de ilusiones por cumplir. Y es la ilusión la que constituye, para el ser humano, la única verdad que está en condiciones de sentir. Citati apunta que, para Leopardi,

La juventud es el tiempo «inefable» o «inenarrable», el tiempo que escapa al relato y a la lengua y que solo podría expresarse mediante la música. […] La juventud [de Leopardi] en Recanati se parecía […] a la que describe en el Zibaldone el 24 de junio de 1822. En aquel fragmento se presenta a un joven arrobado -con ardor increíble- por la felicidad; quiere probar los placeres e inventarlos con su imaginación; no se sacia jamás y valora cada goce posible y, sin embargo, nunca goza nada, sufre más que nadie y se hastía inmediatamente. Cuanto mayor vitalidad y sensibilidad tiene, cuanto más amor propio experimenta, tanta más angustia e infelicidad siente este joven trasunto de Leopardi.

zibaldone-leopardiSi leemos el “Canto notturno di un pastore errante dell’Asia”, de trasfondo marcadamente filosófico, escuchamos el apesadumbrado lamento de un pastor que clama al cielo al percatarse de la “incómoda nada” que se extiende sobre nuestra efímera existencia. Sin embargo, Leopardi no se ciñe a expresar la pena del personaje, sino que desarrolla una dolorosa y descarnada reflexión sobre la propia materia del pensar, sobre el carácter de ese sentimiento que, en nosotros, nos confirma que somos una nada en una aún más inmensa Nada.

Una suerte de nihilismo ontológico que décadas más tarde influiría decisivamente en la corriente existencialista francesa y alemana, así como en numerosos literatos españoles de finales del XIX. «Parece un absurdo –escribía Leopardi–, y sin embargo es exactamente cierto que, siendo toda la realidad una nada, no hay otra realidad ni otra sustancia en el mundo que no sean las ilusiones».

En 1833, Leopardi compone en Florencia uno de los poemas más importantes de su producción por la relevancia que tendrá en el conjunto de su vida y obra, así como en autores posteriores: «A se stesso» («A sí mismo»), donde declara la vacuidad de la vida y se inclina por el amor a la muerte. María de las Nieves Muñiz Muñiz, especialista y traductora de Leopardi al español, explica en la edición de los Cantos completos de Leopardi (publicados en Cátedra) que «lo que  aquí se narra no es […] el fin de las bellas esperanzas incumplidas, sino el desvelamiento repentino de su radical falsedad; nada se disipa, todo se reconvierte en su contrario».

Giacomo instauró en los Cantos todo un modo de tratar con los recuerdos, con nuestra memoria, a través de la imaginación. Si algo revela el talante de superioridad de los antiguos, a quienes Leopardi tanto veneraba, no es la felicidad que alcanzaron, sino el hecho de haber creado ilusiones en las que poder habitar. La fuerza de la imaginación es la única capaz de hacer frente a la permanente y cruel huida del tiempo. Muñiz Muñiz explica que “la historia del pensamiento y la poesía leopardianos coincide en buena parte con el viaje hacia el último límite de la contradicción, allí donde la voluntad de síntesis se enfrenta sin paliativos con la raíz misma del enigma bifronte: el ser y el no ser, la vida y la muerte”.

pasiones-leopardiJunto a los Cantos, el Zibaldone de pensamientos (más conocidos, en ocasiones, como Zibaldone) es la obra más conocida del autor italiano. En ella concretiza sus ansias de intentar dar con un sistema que englobe en conjunto todas y cada una de sus reflexiones. Una vertiente filosófica que nunca le obligó a abandonar su faceta poética. Rafael Argullol comenta, al hilo de estos pensamientos leopardianos, que el italiano plantea los problemas no desde el punto de vista de la verdad, sino de la vitalidad: «Afirmar un destino frente al destino, crear ilusiones para poder desear y desear para poder sentir más vivamente el dolor. Así el hombre construye su identidad, o simula que la construye, frente a la invasión del vacío». Aunque pertenecientes a los Pensamientos, Siruela publicó una muy recomendable edición de aquellos fragmentos del Zibaldone en los que Leopardi escribe sobre las pasiones, en traducción de Antonio Colinas y fantástica edición de Gabiana Cacciapuoti. Ésta indica en el estudio introductorio que Leopardi nunca llegó a sistematizar totalmente el material correspondiente a las pasiones, aunque sí comenzó a sintetizarlas en un tratado homónimo. Más allá de las propias pasiones, explica Cacciapuoti, y de los comportamientos humanos, «se perfila otro horizonte: el de la vida, indisolublemente unido a la naturaleza».

La traducción de Citati publicada por Acantilado ha supuesto sin duda uno de los más importantes hitos editoriales en español en los últimos años. Citati no es sólo un erudito, sino un buen escritor -que tanto nos ha hecho disfrutar con su visión sobre Kafka y su monumental ensayo La luz de la noche, dos obras imprescindibles para el lector contemporáneo-. Su enjundioso volumen sobre Leopardi recoge la extraordinaria capacidad evocativa de Citati para acercamos al genio de Recanati, mientras, a la vez, deja que escuchemos al poeta en sus propios textos. Sin precipitación pero sin dilaciones innecesarias, redescubre a Leopardi en sus palabras y nos permite, a través de su maravillosa prosa, sentir, sufrir, disfrutar y amar de la mano del genio italiano.

Todos los deseos y esperanzas humanas, incluso en el caso de los bienes o placeres más determinados, así como de los que ya se han experimentado otras veces, nunca son completamente claros, distintos y precisos, sino que siempre contienen una idea confusa, siempre se refieren a un objeto que se concibe confusamente. Y a ello, y no a otra cosa, se debe que la esperanza sea mejor que el placer, porque contiene ese algo indefinido que la realidad no puede contener.

Leopardi, Zibaldone

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