Aproximación (muy ligera) al idealismo en filosofía

Friedrich Wilhelm Joseph von Schelling

Schelling

Aparecen los problemas

Suele afirmarse que el Idealismo, con mayúsculas, surge en Alemania en la última década del siglo XVIII a través de los textos de Hegel, Fichte y Schelling.

Tras el escepticismo que las corrientes empirista y materialista sembraron a lo largo y ancho de Europa (fundamentalmente a través de los escritos de Hobbes, Bacon y Hume), las expectativas sobre qué nos es posible conocer se vieron afectadas en gran medida. Las ideas de Kant supusieron en este enrarecido entorno un bálsamo con el que dar respuesta, al menos de forma coyuntural, a las aspiraciones del escepticismo. A pesar de todo, los grandilocuentes sueños de la metafísica, amparados por siglos de tradición, quedaron también puestos entre paréntesis.

Los siglos XVIII y XIX conceden a la filosofía el asentamiento definitivo de una de las dicotomías que más trabajo ha dado a los pensadores desde que Platón la destapara en numerosos diálogos: se trata de la escisión de la realidad en dos mundos, lo que supondrá, a la vez, una división de las facultades del ser humano a la hora de conocer cada una de tales «mitades». Aunque el sistema kantiano intentaba dar respuesta (y servir a la vez como freno) a las desmedidas aspiraciones de una razón que se había endiosado en los siglos XVII y XVIII, Kant mantenía, sin embargo, una de las más enigmáticas fórmulas de la filosofía: la denominada «cosa en sí». Un concepto que chirriaba para muchos de sus colegas y que, incluso, llegó a considerarse un verdadero escándalo. Aunque el pensador de Königsberg avisaba: «En las tinieblas la imaginación trabaja más activamente que a plena luz».

La polémica entre realismo e idealismo

Pero retrocedamos algunas decenas de años y detengámonos, por un momento, en la figura de Descartes, en los albores de la filosofía moderna. El llamado «idealismo» cartesiano surge como una concepción opuesta al realismo que propugnaba, en su generalidad, que la realidad del mundo es la de las cosas que nos rodean: cuanto vemos, sentimos y olemos posee un ser en sí, independiente de nuestra representación. Las cosas, en definitiva, no necesitan de nuestra intervención intelectual para que se predique de ellas una serie de características: las tienen por ser como son, sean o no explicitadas por un sujeto. El no muy conocido filósofo y aristócrata francés Destutt de Tracy (1754-1836) explicaba que «es moviéndonos como descubrimos si existe algo o nada a nuestro alrededor, en torno a nuestra facultad de sentir y querer».

Y en este punto residía precisamente el problema fundamental, en la facultad a la que Tracy alude. Pues si bien es cierto que en nuestro comercio con el mundo chocamos e interaccionamos con cosas y personas, también lo es que no todo cuanto sentimos y queremos ha de poseer, en sí, una realidad indubitable. Topamos así con el punto inicial de la reflexión de Descartes: la duda. En la primera de las Meditaciones metafísicas escribía:

He advertido hace algún tiempo que, desde mi más temprana edad, había admitido como verdaderas muchas opiniones falsas, y que lo edificado después sobre cimientos tan poco sólidos tenía que ser por fuerza muy dudoso e incierto.

Puede que los sentidos nos engañen y que todo cuanto experimentamos no se trate más que de un sueño o de una pesada broma que algún genio maligno nos está gastando. Es por ello por lo que algunos especialistas aseguran que con el sistema cartesiano se inaugura la «filosofía de la precaución». Como es sabido, Descartes concluye que nuestra única certeza es que somos una realidad pensante («je ne suis qu’une chose qui pense»).

Es desde este momento crucial, con la fundación de una filosofía centrada en la conciencia del sujeto cognoscente, cuando el idealismo como tal toma cartas en el asunto del conocimiento. La razón humana se vuelve objeto de reflexión, y el criterio de verdad se sitúa en la evidencia, en el carácter indubitable de un dato cualquiera. En contraste con el realismo, para el que las cosas poseen un ser en sí independiente del sujeto que las conoce, el idealismo cartesiano introduce un carácter relativo en la realidad: las cosas aparecen en tanto que son algo para nosotros, son ideas que se forman de las cosas en nuestra cabeza, precisan de nuestra participación como seres cognoscentes, y por ello hemos de examinar muy concienzudamente de qué modo llegamos a conocer lo que conocemos para, en último término, estar seguros de su verdad. Así, señalaba en la Parte IV del Discurso del método que…

… juzgué que podía adoptar como regla general que las cosas que concebimos muy clara y distintamente son todas verdaderas; la única dificultad estriba en determinar bien qué cosas son las que concebimos clara y distintamente.

¿Dónde existe lo que existe?

Las tesis cartesianas calaron muy pronto en el entorno filosófico europeo. Resultado de esta honda repercusión fue la fundación del idealismo empírico (también llamado psicológico), que propugnó el obispo anglicano George Berkeley (1685-1753). Éste explicaba que nuestro psiquismo condiciona todo cuanto conocemos, y que los objetos que entran a formar parte de nuestro elenco cognoscitivo residen únicamente en la conciencia. Como reza su célebre máxima, el ser de las cosas consiste precisamente en que son percibidas (esse est percipi). El mundo material que nos rodea es un mero producto de la representación que de él nos hacemos. En su Tratado sobre los principios del conocimiento humano, Berkeley aseguraba que…

… cuando nos esforzamos al máximo en concebir la existencia de cuerpos externos, estamos contemplando sólo nuestras propias ideas. Pero, al no tener la mente conciencia de sí misma, se engaña al pensar que puede concebir, y que de hecho concibe, cuerpos que existen sin ser pensados o con independencia de la mente.

Pero esta posición extrema condujo, a su vez, a otro de los grandes problemas anejos al idealismo: el solipsismo, consistente en la dificultad de salir de nosotros mismos para relacionarnos con el mundo en general. ¿Cómo, en efecto, podemos saber si conocemos «clara y distintamente» cuanto conocemos, si nuestro único criterio de verdad es nuestra propia conciencia? Y además, ¿cómo afirmar la existencia de las cosas si sólo existen en y para la mente que las piensa? ¿Qué ocurre en un entorno carente de inteligencias humanas, que no es percibido por nadie? ¿Existe en verdad?

Para salvar este carácter etéreo de las cosas en el que el mundo parecía diluirse, Berkeley recurre a Dios: «así, cuando cierro los ojos, las cosas que veía pueden seguir existiendo, pero tiene que ser en otra mente», escribía el filósofo en la obra citada. Por tanto, cuando dejamos de ver, por ejemplo, el paisaje que tenemos ante nosotros, este deja de existir, a no ser que, como afirmará, siga existiendo en una mente diferente, eterna.

Vemos pues cómo sólo el recurso de un Espíritu Infinito puede ser la causa directa de la existencia real del mundo. Una existencia que, de paso, sirve para demostrar -a juicio de Berkeley- la realidad de Dios, «de quien dependemos total y absolutamente, en una palabra, en quien vivimos, nos movemos y somos».

Fenómenos y noúmenos

Tras varios intentos por reformular el idealismo de un modo definitivo, llegamos al punto clave que supone un antes y un después en la filosofía alemana, y, en general, en la historia del pensamiento: Immanuel Kant (1724-1804). Con él aparece el llamado «idealismo transcendental» (a diferencia del «subjetivo», propio de Berkeley), en el que el objeto conocido constituye un producto o resultado de la actividad constituyente de un sujeto.

Kant certifica el descubrimiento cartesiano, pero da un paso más. En la Crítica de la razón pura (B 157) leemos: «En la síntesis trascendental de lo múltiple de las representaciones en general y, por tanto, en la originaria unidad sintética de la apercepción, soy consciente de mí mismo no como me manifiesto, ni como soy en mí mismo, sino sólo de que soy». ¿En qué medida avanza Kant? Gracias a la conciencia intelectual de mi existencia en la representación «Yo soy», asegura, que acompaña además a todo juicio y acción del entendimiento, sabemos que nuestro propio ser no es el de un mero fenómeno, sino que somos conscientes de la «espontaneidad» de nuestro pensar (de la actividad que le es propia) y, en esa medida, podemos decir que somos inteligencia.

En este sentido, el conocimiento hace de puente entre el yo y las cosas, y éstas, tal y como aparecen para el sujeto, constituyen fenómenos. Cuando el pensamiento ordena el caos de sensaciones al que estamos continuamente expuestos, surgen así las cosas y el conocimiento de ellas: conocimiento transcendental. Sin embargo, no podemos conocer cuanto nos rodea tal y como es en sí, por sí mismo, sino sólo en su condición de fenómeno (de «experiencia posible»). De ahí que tanto se hable de que Kant supone un punto de encuentro entre el idealismo y el empirismo: más allá del ámbito fenoménico, de lo dado, se halla lo desconocido, la cosa en sí (o noúmeno, en contraposición al fenómeno), de lo que nada podemos decir. A pesar de Kant, el mundo volvía a quedar escindido…

fichteFichte, Schelling y Hegel

Había vida más allá de Kant. Con Fichte (1762-1814), casi contemporáneo del pensador de Königsberg, acontece un nuevo giro hacia el yo, fundamento de su filosofía. Pero ¿qué quiere decir su conocida expresión, «el yo se pone, y al ponerse pone el no-yo»? Como explica de manera sintética Julián Marías en su Historia de la Filosofía, «en primer lugar, el no-yo es sencillamente todo lo que no es el yo, aquello con lo que el yo se encuentra. El yo se pone; esto quiere decir que se pone como existente, que se afirma como existente. El yo se pone en un acto, y en todo acto va implícita la posición del yo que lo ejecuta».

En una palabra: para Fichte es el yo el que, originariamente, pone su propio ser. Se trata de un yo libre de todo límite y determinación, subjetividad pura, que sólo es consciente a través de la experiencia de su propia actividad. Pero a su vez, la afirmación de nuestro propio ser conlleva la aparición de algo que es otro respecto al yo, es decir, un no-yo. Por eso la libertad adquiere una posición destacada en la filosofía de Fichte: el yo consiste en estar realizándose de modo continuo, es un acto que se pone a sí mismo y, en calidad de tal, se concibe como autoactividad libre (autodeterminación). La filosofía topaba de nuevo con la insalvable división entre espíritu y naturaleza, entre los principios activo y pasivo.

Por su parte, F. W. J. Schelling (1775-1854) reformulaba el concepto de naturaleza como no-yo de su maestro Fichte, que -como hemos visto- catalogaba como un mero obstáculo para la actividad del yo. Para Schelling, la naturaleza es una suerte de «espíritu visible», la manifestación inmediata de lo Absoluto, que toma conciencia de sí mismo a través del espíritu humano. Como señala Copleston al estudiar el pensamiento de Schelling, «la vida de las representaciones es el conocimiento que la naturaleza tiene de sí misma; es la actualización de la potencialidad de la naturaleza por la que el espíritu adormecido llega hasta la conciencia». Será a través del ejercicio de la libertad como el hombre escapará del egoísmo y retornará a su origen divino. Él mismo lo explicaba de esta sugerente manera en Filosofía y religión:

La historia es una epopeya en la mente de Dios. Sus partes principales son dos: la primera es la descripción de la salida de la humanidad de su centro hasta alcanzar el máximo grado de alejamiento del mismo. En la segunda parte se describe el retorno. La primera parte es la historia de la Ilíada, y, la segunda, la Odisea. El movimiento en la primera parte es centrífugo, en la segunda centrípeto.

Pero es G. W. H. Hegel (1770-1831) quien pone los ribetes finales al idealismo alemán, y quien provocará definitivamente todo un movimiento de respuesta (en favor o en contra) a través de autores como Schopenhauer, Kierkegaard, Marx, Feuerbach o Nietzsche, por mencionar sólo a unos pocos. Para Hegel, la tarea fundamental de la filosofía es llevar a cabo la disolución (o integración) de lo finito en lo Infinito, de lo particular en lo Absoluto, en la Idea. Al contrario que otros pensadores (Kant o Fichte, por ejemplo), el pensador de Stuttgart estima que no se ha tenido suficiente fe en la potencia de la razón, y que se ha relegado el campo de lo Absoluto a instancias como la religión o el sentimiento. Pero ni siquiera Dios está fuera del alcance de la filosofía, estima Hegel, que ha de llegar a conocerlo a través de lo particular: lo finito y temporal esconde la infinitud y la eternidad. La tarea que la filosofía debe abordar como propia es la dar con la síntesis entre lo finito y lo infinito, concebir el Absoluto no como un mero constructo trascendente, más allá de nuestras posibilidades de conocimiento, sino como la «inmanencia de la infinitud», que se da ya aquí, en el mundo.

Idealismo… ¿en qué sentido?

Vemos, tras este breve recorrido, cómo a lo largo de la historia de la Filosofía el paradigma idealista ha ido cambiando su foco de atención, aunque, lo que es aún más importante, nunca ha dejado de pensar la realidad haciendo hincapié en la importancia del sujeto cognoscente en oposición al objeto conocido. Una idea que, como muchas otras, tiene su origen en los diálogos de Platón (ilustrada de manera proverbial en el mito de la caverna). Quedarían aún por dilucidar y exponer otras corrientes más contemporáneas, como es el caso del llamado idealismo «objetivo», de Hermann Cohen y Paul Natorp, que llevan el idealismo transcendental kantiano hasta sus últimas consecuencias (el conocimiento es pensamiento activo, y tal actividad es a la vez su contenido: la producción del pensamiento es su propio producto).

Como resumen a lo dicho puede servirnos la explicación de Ferrater Mora en su Diccionario de Filosofía (entrada: «Idealismo»):

… el rasgo más fundamental del idealismo es el tomar como punto de partida para la reflexión filosófica no «el mundo en torno» o las llamas «cosas exteriores», sino lo que llamamos «yo», «sujeto» o «conciencia». Justamente porque el «yo» es fundamentalmente «ideador», es decir, «representativo», el vocablo «idealismo» resulta particularmente justificado.

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