Nicolás Gómez Dávila, el Nietzsche de Bogotá: «Debemos forzarnos a la lucidez para evitar que las cosas resbalen sobre nosotros como sobre una piedra aceitada»

Sin duda, Nicolás Gómez Dávila (1913-1994), el “Nietzsche bogotano”, fue uno de los pensadores colombianos más influyentes del pasado siglo. Su obra ha sido traducida a varios idiomas y goza de una notable aceptación en España, Alemania e Italia. Una neumonía al salir de la infancia le apartó de la escuela. Se formó al margen del sistema educativo y nunca sintió la necesidad de integrarse en él. Su holgada situación económica le permitió llevar una existencia ociosa, entregada completamente a la actividad —y al placer— intelectual. Un sujeto atípico, extraño —y adverso— a la época contemporánea. No fue un automarginado, lanzado a la bohemia o entregado a la disolución; su vida fue un pensar febril

Gómez Dávila publicó su obra esencial a una edad bastante avanzada: en 1977 vio la luz Escolios a un texto implícito, al que siguieron Nuevos (1986) y Sucesivos (1992). Con anterioridad había publicado Notas (1954) y Textos I (1959). La amalgama de su obra es clara: ponerse en guardia frente al pensamiento sistemático, fijo, acabado; una sana desconfianza frente a las grandes construcciones intelectuales.

«Escolio» —del griego schólion, comentario— indica una nota en los manuscritos antiguos e incunables, añadida por el escoliasta en interlínea o al margen, para explicar los pasajes oscuros del texto, desde el punto de vista gramatical, estilístico o exegético. Pero ¿por qué el escolio? «La exposición didáctica, el tratado, el libro, sólo convienen a quien ha alcanzado decisiones que le satisfacen —afirma el colombiano—. Un pensamiento vacilante, henchido de contradicciones, que viaja sin comodidad en el vagón de una dialéctica desorientada, tolera apenas la nota, para que le sirva de punto de apoyo transitorio». Ante todo, el filósofo escribe para sí; la escritura es un instrumento íntimo:

Estas notas no aspiran a enseñar nada a nadie, sino a mantener mi vida en cierto estado de tensión. 

Gómez Dávila sostiene que, en filosofía, lo que no es fragmento es estafa. De esta manera se inscribe al final de una ilustre y selecta tradición estilística e intelectual, que lo vincula directamente con grandes pensadores de la talla de Pascal, Lichtenberg, Nietzsche y Cioran. Nietzsche —el hombre-dinamita— lanza sus aforismos contra el corazón de su época como dardos envenenados: «Mi ambición es decir en diez frases lo que otros dicen en un libro». 

Gómez Dávila opta por la brevedad: es un estilo ameno y adecuado, que no hastía al lector, y evita que la idea condensada se degrade. El escolio queda reservado a aquellos que comprenden que «escribir es hacer precisamente lo contrario de lo que hacen la mayoría de los que escriben». Es el estilo de quien no quiere «correr el riesgo de perder al único lector inteligente: él busca su placer en la lectura y sólo su placer. «Yo carezco de opiniones, sólo tengo breves ideas, transitorias y fugaces», afirma, y subraya su modestia intelectual:

No veo en estos cuadernos el repositorio de raras revelaciones; me contento con arrancar a mi estéril inteligencia unas pocas centellas fugitivas.   

La pulsión principal en Gómez Dávila le exige perseguir interrogantes existenciales:

¿Qué hacer si todo lo que me seduce me huye o me rechaza, si todo lo que me cabría emprender me aburre y me repugna? Y, sin embargo, ¿cómo vivir entregado a la sola tarea de vivir? ¿Cómo transitar por mis días, la frente inclinada sobre el instante, animal que pace, olvidado del cercano invierno y de la pura luz que lo circunda?

Para salvar del naufragio su última razón de vivir, escribe. Sabe que la lucha del espíritu crítico es con el mundo, con lo prosaico de existir constantemente (porque lo terrible no es existir, sino existir constantemente).

Lo que adormece las actividades del espíritu y lentamente lo induce a vivir como un autómata, lo que le hace perder el sabor y el sentido de la vida inmediata, lo que lo conduce a un vano palacio de conceptos vulgares y de costumbres tontas, es la vida de todos los días con su quehaceres habituales, sus necesidades ordinarias, su actividad superficial, su intensidad ficticia.

Podemos estar en el infierno, y no sólo lo ignoramos, sino que nos sentimos muy a gusto allí. «Toda la habilidad del mal está en transformarse en un dios doméstico y discreto, cuya presencia ya no inquieta», advierte el pensador. Y nos indica el antídoto para combatir el vacío: la lectura. Es ella la que, en gran medida, incita y promueve la reflexión y el pensar.

Leer es recibir un choque, es sentir un golpe, es hallar un obstáculo. Es sustituir a la ductilidad pasiva y perezosa de nuestro pensamiento, los inflexibles carriles de un pensamiento ajeno, concluido y duro.

La lectura, bien entendida, compromete, o no es lectura. Un libro puede —y debe— convertirse en destino. Lo único inaceptable es lo inerte, lo que bajo ningún punto de vista nos interpela.

Todo libro que no encuentra nuestra secreta carne, desnuda, irritada y sangrante, es un mero refugio transitorio. 

Enemistado con el «principio de autoridad» aristotélico, Gómez Dávila rechaza la cátedra y desprecia al académico. «Enseñar exime de la obligación de aprender», escribe. «La educación primaria acabó con la cultura popular; la educación universitaria está acabando con la cultura… Civilización es todo lo que la universidad no puede enseñar». La única normativa posible es creativa, un claro recurso nietzscheano:

Mi escepticismo no es un rechazo de todo principio, de toda norma o de toda regla, sino la imposibilidad de recibir regla, norma o principio, de otras manos, y la necesidad de crearlos lentamente dentro del proceso de mi inmediato vivir.

Gómez Dávila (en sintonía con Baudelaire) no deja de exaltar el ideal del ocio creativo frente a la academización.

La ociosidad, suele decirse, es madre de todos los vicios —escribió Kierkegaard—. A fin de evitarlos se recomienda trabajar. Sin embargo, se desprende tanto de la temida ocasión como del miedo recomendado que las cosas así vistas correspondan a una extracción muy plebeya. La ociosidad como tal no es en modo alguno madre de ningún vicio, al contrario, se trata de una vida ciertamente divina, si es que uno no se aburre… Los dioses del Olimpo no se aburrían, vivían felices en feliz ociosidad.

La creación es un atributo divino que justifica al creador, pero que sólo puede emerger del ocio. Para crear es preciso contemplar, meditar, reflexionar. Como muchos de sus contemporáneos, Gómez Dávila rechaza el desenfreno técnico que muchos se obstinan en llamar «progreso». Este desprecio por la dinámica capitalista fútil y febril se extiende a la idea misma de entretenimiento. Falsa válvula de la sociedad de consumo que nos empuja al trabajo diario, que concede unos pocos días de descanso, y luego se reinicia la labor a la manera de Sísifo: «El hombre no debe su experiencia a la vida, sino a los ratos de ocio que le deja», concluye. 

Gómez Dávila rinde culto a la inteligencia. «Imposible me es vivir sin lucidez», confiesa. Es, de hecho, una cuestión ética: «Debemos forzarnos a la lucidez, para evitar que las cosas resbalen sobre nosotros como sobre una piedra aceitada. Que ante todo espectáculo, frente a cualquier circunstancia, el espíritu se asome a sus propias ventanas, los ojos abiertos, dilatadas las narices». En una clara alusión nietzscheana, propone un tipo particular de aristocracia: la intelectual. «La inteligencia es una patria», afirma. Esta es la piedra angular de su filosofía. La mente es una catedral y su luz la inteligencia. Es el eterno centinela, un instrumento de supervivencia: «La inteligencia no consiste en encontrar soluciones sino en no perder de vista los problemas». Y, sin embargo, no presenta un rostro amable (pienso en La verdad saliendo de un pozo de Gérôme): «La inteligencia no se manifiesta con un gesto de acogimiento y de cariño. La inteligencia es aleve y traicionera, recelosa y desconfiada, siempre comienza por repeler y refutar, siempre rechaza y siempre protesta». Incluso puede convertirse en un páramo, en una cárcel: «Horror de girar, como un animal enjaulado, dentro del recinto de mi propia inteligencia», se estremece el colombiano.

Arremete contra la esterilidad del ascetismo intelectual: «Mejor no ser nadie, mejor no ser nunca nada que matar en nosotros el deseo, que extinguir nuestra sed», porque «el deseo es padre de las ideas». Es decir, la metafísica está en la calle, como decía Nietzsche. La inteligencia actúa por reflejo, necesita disparadores, vida, pulsiones. La inteligencia brilla ahí donde la realidad abre una herida. También la sensualidad, sin inteligencia, queda inconclusa, trunca, ciega. Cuando ambos aspectos coinciden, se da un equilibrio donde el «placer perfecto no es más que el conocimiento perfecto», pues «percibir, contemplar y conocer son los grados del placer». Para Gómez Dávila la forma filosófica perfecta debe ser una «metafísica sensual», que salve la «riqueza densa y sensual del mundo». Colette es un ejemplo de este equilibrio. Entre los rusos, Chéjov se aproxima al término (por boca de Iván Dimitrich en El pabellón número 6), y Dostoievski lo plasma en sus personajes, quizá prescindiendo del sistema y de la metodología. Albert Camus también alcanzó esta “metafísica sensual”, promulgando a la vez que la escisión ontológica decisiva del individuo es una: la espada o la cruz, el tiempo o la eternidad. 

El movimiento intelectual que encarna Gómez Dávila es visceral («Nuestros odios son la exacta medida de nuestro rango»), un ataque despiadado contra la Modernidad (por la misma época, Julius Evola hace lo mismo en Italia), por sus falsos postulados, por su cínica inercia. El bogotano pone en acción su sistema y utiliza la denuncia, la sátira y la paradoja para socavar los fundamentos de su época. Gómez Dávila considera que no tiene sentido hablar de verdadera civilización después del siglo XVIII y la Revolución Industrial. El clasicismo griego y la tradición occidental ocupan el pedestal. «Cuando el respeto a la tradición perece —señala—, la sociedad, en su incesante afán de renovarse, se consume frenéticamente a sí misma». Opinaba que el Imperio romano había sido la última gran estructura política y que la Edad Media había sido el exponente directo de una realidad equilibrada y estable; los vestigios cristianos encarnaban la sociedad orgánica, «la verdad que no muere» (recomiendo Elogio de la Edad Media. De Constantino a Leonardo, Ediciones Rialp, 2021, de Jaume Aurell). «El catolicismo es mi patria», declara el filósofo, y puntualiza: «No soy un intelectual moderno inconforme, sino un campesino medieval indignado».

Arremete contra un arraigado prejuicio: el de que la democracia sea el mejor sistema de gobierno. «El error del pensamiento democrático —apunta—: atribuir a cada individuo la totalidad de los atributos propios al concepto del hombre». Es decir, la igualdad es una ficción: este hombre nunca será aquél. ¿Cómo alcanzar un consenso racional, si la pulsión individual es irracional y subjetiva? De esta concepción sólo surgen consecuencias erradas:

La democracia es el sistema para el cual lo justo y lo injusto, lo racional y lo absurdo, lo humano y lo bestial, se determinan no por la naturaleza de las cosas, sino por un proceso electoral. 

Vox populi… vox et praeterea nihil. Recordemos el lugar que otorga dentro de su filosofía a la lucidez. Deberíamos entonces preguntarnos: ¿es plausible una lucidez colectiva? ¿Puede imperar la razón sobre la manada, o el instinto se impondrá cada vez? Como advirtió Stuart Mill, la democracia es simplemente el procedimiento mediante el cual una mayoría esclaviza legalmente a las minorías, bajo el injustificado presupuesto de que lo que la mayoría decida, debe ser lo mejor. Así se establecen y regulan los impuestos, sin importar los ingresos del contribuyente. Así se condenó y persiguió la homosexualidad en la Inglaterra victoriana. Así se impone la «tiranía de la mayoría». Kierkegaard escribió al respecto:

La verdad está siempre con la minoría, y la minoría es siempre más fuerte que la mayoría, porque la minoría está normalmente formada por aquellos que realmente tienen una opinión, mientras que la fuerza de la mayoría es ilusoria, compuesta por los grupos sin opinión —y que, por ese motivo, a la primera de cambio (cuando es evidente que la minoría es la más fuerte) asume su opinión… mientras la verdad revierte de nuevo hacia una nueva minoría. 

Como Nietzsche, Gómez Dávila es excéntrico, intempestivo, inclasificable. Y, como aquél, filosofa a martillazos, busca derribar ídolos (aunque sea para reemplazarlos por otros). Rechaza el marxismo de lleno, aunque reconoce que su ideólogo «corona el ateísmo vulgar de su época con un gesto de orgullo metafísico». Más aberrante aún es a su juicio el comunismo, que «se ha vuelto iglesia, su doctrina, dogma, sus congresos, concilios, excomuniones sus expulsiones, heréticos sus disidentes y absolutismo papal su gobierno». Recordemos cómo para Heráclito, en el devenir, cada cosa se convierte en su contrario (Jung eleva esto a fenómeno psíquico). Finalmente, el colombiano desestima la doctrina socialista en su totalidad: «El socialismo es la filosofía de la culpabilidad ajena». Sólo una cosmovisión parece salvarse: la aristocracia liberal. Gómez Dávila revela nuevamente ribetes nietzscheanos (el alemán rastreaba el origen del pensar aristocrático hasta Platón): «Toda elevación del tipo ‘hombre’ ha sido hasta ahora obra de una sociedad aristocrática —y así lo seguirá siendo siempre: es ésa una sociedad que cree en una larga escala de jerarquía y de diferencia de valor entre un hombre y otro hombre».

Ninguna especie política me seduce tanto como la de esos aristócratas liberales, cuyo agudo sentido de la libertad no proviene de turbios anhelos democráticos, sino de la conciencia inalterable de la dignidad individual y de la lúcida noción de los deberes de una clase dirigente. Tocqueville es su más noble representante”.  

La Modernidad termina siendo el producto del voluntarismo humano. El hombre ocupa la vacante tras la muerte de Dios y la democracia se impone como una religión antropoteísta, una antropodicea. Progresivamente este ideal político-social, tanto el colectivista como el liberal, encarna la «posesión del mundo». Siempre, en todos los casos, se impuso la tiranía, ya fuera la del mercado o la de la técnica industrialista. El instrumento esgrimido para guiar a la especie fue la idea del «progreso» y el culto al trabajo y a la productividad. El hombre esclavizado por el reloj y las estadísticas. El individuo cayó en la modernidad como en una trampa; la trinidad en la que se basa —razón, progreso y justicia— «son las tres virtudes teologales del tonto». La Modernidad prostituyó al individuo; impuso la uniformidad; coronó la vulgaridad; festejó la mediocridad y el mal gusto; permitió el cinismo de la derecha y las farsas de la izquierda; apañó la degradación y la estupidez, siempre recompensada. Denuncia la esterilidad del método científico, que no enseña sobre el objeto, sino la manera de usarlo; la tiranía resultadista de la estadística, que convierte todo en cifra.

El «progreso» no sólo permitió sino que impulsó, gracias al avance de la técnica y la industria, el totalitarismo: la revolución industrial culminó en Auschwitz. En el corazón de Buchenwald se erguía un roble plantado por Goethe; cultura y barbarie. Esta fue la máxima expresión del proceso burocrático, minucioso y detallado, al servicio del horror. En pleno siglo XX, el mal emergió en el país más alfabetizado del mundo, con una cultura excelsa y un considerable poderío técnico e industrial. «La humanidad va de la mediocridad al horror y del horror a la mediocridad», se lamenta Gómez Dávila. En este mundo, donde «el pornógrafo es el vocero del alma moderna», el fin último del individuo es «comprar el mayor número de objetos; hacer el mayor número de viajes; copular el mayor número de veces». Fiel a su estilo, el colombiano sentencia amarga pero lúcidamente: «El mundo moderno no tiene más solución que el juicio final. Qué cierren esto». La utopía y las revoluciones no sirven para nada: las cosas no cambian, sólo se reacomodan. Decapitaron a Luis XVI para coronar emperador a Napoleón. Ejecutaron al zar para elevar a Stalin. Expulsaron a Batista para sembrar pobreza, hambre y tiranía. Las revoluciones, bajo esta luz, quedan expuestas como una nociva farsa, una trágica pantomima lista para terminar en catástrofe, tal como la historia lo ha probado repetidas veces. «La compleja estructura que intenta construir requiere —dice Gómez Dávila—, para durar, que el hombre renuncie a la codicia, a la ambición, al egoísmo, que la voluntad de que prevalezca el bien colectivo sujete al interés privado, que las intenciones perversas, los apetitos oscuros, las pasiones irracionales, se desvanezcan como las grisáceas nieblas del alba”. El bogotano descubre la fórmula:

Al estallar una revolución, los apetitos se ponen al servicio de ideales; al triunfar la revolución, los ideales se ponen al servicio de apetitos.

El filósofo crea conceptos a fin de transformar realidades. Es una ocupación dirigida al individuo y que busca su liberación. La filosofía es un pilar fundamental que permite al hombre soportar esa realidad incongruente y por momentos mortífera. «Vivir con lucidez una vida sencilla, callada, discreta, entre libros inteligentes, amando a unos pocos seres». La filosofía es —o debería ser— una actividad terapéutica. «Que la filosofía pueda parecer a algunos una disciplina puramente intelectual, como un conjunto de conocimientos, como un conjunto de investigaciones, es una singular aberración. La filosofía es vida. La filosofía es una manera de vivir penetrada íntimamente de inteligencia y de razón, plenamente lúcida y ordenada hacia los objetos propios del espíritu». En definitiva, la medida del fracaso y del éxito, es decir, de cómo debe ser vivida la vida, es una experiencia interior: «Nuestras manos podrían trenzar coronas y no hay para nosotros más triunfo que la solitaria ovación de nuestras almas».    

En un mundo como el actual, donde la corrección política impone temor a la disidencia, donde quien no piensa como nosotros es, por definición, nuestro enemigo, la figura de Gómez Dávila emerge con renovado brillo. La importancia del discurso conservador y el rol que le toca desempeñar en el arco intelectual que nos compete queda evidenciado por figuras como Bonald, De Maistre, Burke, Schmitt, y Roger Scruton, en nuestros días. No podemos ni debemos personalizar lo universal, nunca debemos perder de vista el todo. 

En los últimos años la obra de este pensador se ha abierto camino por derecho propio. Sus escolios o aforismos funcionan como gotas que caen serenamente en un único punto, empeñados en horadar la superficie, con la esperanza de regresar finalmente a la fuente primigenia. «No es una obra lo que quisiera dejar —confiesa «Colacho», como lo llamaban sus amigos —. Las únicas que me interesan se hallan a infinita distancia de mis manos. Pero un pequeño volumen que, de cuando en cuando, alguien abra. Una tenue sombra que seduzca a unos pocos. ¡Sí! Para que atraviese el tiempo, una voz inconfundible y pura».  

11 comentarios en “Nicolás Gómez Dávila, el Nietzsche de Bogotá: «Debemos forzarnos a la lucidez para evitar que las cosas resbalen sobre nosotros como sobre una piedra aceitada»

  1. UN ALMA BELLA ALUMBRANDO EN ESTA HORRIBLE NOCHE DE COLOMBIA…ME ARRANCA LÁGRIMAS DE FELICIDAD EL SABER QUE HAY UNA MINORÍA QUE NO SE ENTREGA, QUE AMA LA VERDAD POR ENCIMA DE TODO….!!

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  2. He leído con pasión adolescente al filósofo de Silva plana, mucho me ayudaron sus ideas sobre la muerte de Dios y el origen de las valoraciones. Ahora asisto otra vez asustado a la muerte del socialismo y el igualitario democrático. Jairo H Escobar.

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  3. Estos escolios que reflejan su aguda inteligencia, caen como un bálsamo en este tiempo tempestuoso. Sobre la manida democracia, sus escolios debieran ser de primordial enseñanza en la educación primaria.

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  4. Recomiendo enormemente la preciosa y detalla edicion que publico ya hace un par de años Villegas editores de todos los escolios del maestro Gomez Davila, con introduccion del filosofo italiano Franco Volpi que es la que aparece en este articulo.Imperdible…

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  5. Gracias por el envío, muy buena sugerencia para conocer a Gómez Dávila.
    Felicitaciones a El Vuelo de la lechuza, por su contenido siempre
    contemporáneo y por demás nutritivo.
    Gracias mil

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