La abismal lucidez del joven Nietzsche: “La vida es un espejo. Reconocernos en él es lo primero a lo que aspiramos”

Friedrich Nietzsche es aún uno de los filósofos más estudiados de la historia del pensamiento. Su obra hizo temblar los cimientos de la cultura occidental y sigue apelando a nuestro ánimo y a nuestra inteligencia. Nietzsche nos lanza una pregunta que quizá nunca encuentre respuesta: ¿podemos pisar algún suelo sólido desde el que erigir valores que guíen a la siempre extraviada humanidad?

La guerra interior como alimento del alma

Friedrich Nietzsche nació en Röcken el 15 de octubre de 1844 en el seno de una familia de larga tradición de pastores luteranos que se remontaba al siglo XVII. Tanto su padre como sus dos abuelos fueron ministros eclesiásticos. El que más tarde se convertiría en el azote de la moral cristiana vino al mundo en un contexto piadoso y profundamente religioso.

Sus primeros años de vida fueron felices y transcurrieron sin complicaciones, rodeado de naturaleza y en una amplia casa con granja, huerto y corrales, un paraje que siempre rememoraría como idílico y en el que siempre encontraría refugio en sus épocas de más oscuridad e inquietudes existenciales. La descripción de la casa parroquial donde su padre atendía a las demandas de los feligreses nos hace imaginar a un niño introvertido pero en absoluto atormentado que ya se decantaba por la lectura y que se dejaba llevar por una insaciable inquietud intelectual:

Las hileras de libros, entre los cuales se encontraban varias obras ilustradas, así como una gran cantidad de pergaminos, hacían de este lugar uno de mis sitios preferidos.

También la naturaleza era aliada de las primeras reflexiones y de los solitarios paseos del niño Fritz:

Deambular de un lado a otro entre aquellas aguas, admirar el reflejo de los rayos de sol en el espejo de sus superficies y entretenerme atisbando los juegos de los audaces pececillos era mi mayor placer.

Sin embargo, la sombra se ciñó muy pronto sobre la casa Nietzsche. El padre del futuro filósofo, a quien el pequeño Friedrich se encontraba estrechamente unido, enfermó de gravedad y murió con apenas 36 años en 1849, aquejado de una dolencia cerebral. Algunos días después, y tras un premonitorio sueño, fallece el hermano pequeño de Friedrich, de apenas dos años. Fue el pistoletazo de salida de una biografía que, desde entonces, no dejaría de presentar sinsabores al autor de Así habló Zaratustra. En marzo de 1864, cumplidos los veinte años, después de los primeros desencantos vitales, Nietzsche anotaba en su diario que «la guerra es el alimento constante del alma”, pues “destruye y, con ello, procrea lo nuevo«.

Comenzaba así, de este modo tan heracliteano y repleto de contrastes, a consagrar su destino filosófico. Aquel niño embestido por la dureza del destino se refugió entonces en la poesía, en la música y en sus primeros amigos tras el traslado de la familia a Naumburg. En 1856, cuando ingresa en la prestigiosa escuela de Pforta, en la que pasó seis enriquecedores e inolvidables años y donde concluyó sus estudios de bachillerato, comenzarían sus crónicos dolores de cabeza; desde entonces padecería fuertes migrañas hasta el final de sus días.

El dolor se hace hueco definitivo en las reflexiones de aquel adolescente, ya consciente de los embates de la vida. Escribió esta elocuente anotación en su diario durante el verano de 1859, sellando así su compromiso con la reflexión filosófica:

¿No estás ya, mundo, cansado de no concebir algo duradero?

La conquista de la libertad: «la vida es un viaje de paso«

Lo que salvó al joven Nietzsche de los crecientes quebraderos de cabeza a los que su aventajado intelecto le exponía fue la creación en todas sus facetas. Su pasión por la música, cultivada desde muy pequeño, se vería reflejada más tarde en algunas composiciones para piano. También leía poesía con fruición, sobre todo a Hölderlin, Schiller y Byron. Además, escribía acaloradas páginas en su diario, donde iba alimentando sus interrogantes, hasta llegar a la pregunta que marcaría su vida intelectual y personal:

Que deba morir un día y que deba besar la terrible muerte apenas lo creo: ¿debo bajar a la tumba y jamás volver a beber, libre, el aroma de las flores?

En sus años infantiles había leído las Escrituras como un firme y acrítico devoto, incluso con cierta exaltación, y llegó a recibir la confirmación en 1861 junto con su fiel amigo Paul Deussen. Pero su destino estaba sellado. En 1859 confiesa ser «prisionero de una fuerte e inusual inclinación hacia el conocimiento», y se percata de su condición de errante en un universo, el humano, atestado de cuestiones sin resolver: «Somos peregrinos en este mundo».

Algo cambia de manera definitiva en 1863, cuando escribe su poema «Ante el crucifijo», donde representa a un individuo ebrio que arroja una botella contra la figura de Cristo, y comienza a referirse a la religión como un asunto exclusivo del corazón, no de la cabeza, y asegura que «la ilusión de un mundo supraterrenal ha colocado al espíritu del hombre en una falsa relación con lo terrenal». 

Nietzsche ha despertado de su sueño dogmático religioso, alimentado por la tradición familiar, y es en 1862, al redactar su breve y juvenil ensayo Fatum e historia, cuando intenta desprenderse por vez primera de las vestiduras religiosas, a las que cataloga como un «yugo de costumbres y prejuicios» que «entorpecen el desarrollo de nuestro intelecto». Creemos en Dios porque necesitamos «la seguridad de una tierra firme». Las dudas ya habían echado raíces en su ánimo y se iniciaba así el periplo intelectual del gran cuestionador de la moral socrático-cristiana.

Debemos atrevernos a vivir a la intemperie. Debemos atrevernos a acoger de buen grado nuestra libertad. Porque «la vida no es nada más que un viaje de paso, sin nada que permanezca». Así, escribía en agosto de 1859:

Que nadie se atreva a preguntarme dónde se encuentra mi patria: nunca estuve atado a espacio alguno: ¡soy tan libre como el águila!

Ruptura con la fe familiar: el filósofo inicia su camino

Las certezas religiosas habían dado paso, en un Nietzsche de dieciocho años, a irrenunciables dudas y a la necesidad de inspeccionar el origen de nuestras creencias. Por eso, lo que el espíritu debe hacer es «avanzar hacia mayores alturas y mayores profundidades», escribía convencido en 1862. La incertidumbre y la zozobra se apoderan del joven Friedrich, pero lejos de hundirlo en el pesimismo y la tristeza, a pesar de sus crecientes dolores de cabeza, convierte su perplejidad en valentía intelectual.

El compromiso con su nuevo itinerario vital quedó acuñado en unas contundentes palabras que dirigió a su hermana Elizabeth en una carta de junio de 1865, tras una fuerte discusión familiar en la que Nietzsche, en plena Pascua, no dudó en arremeter contra la Iglesia y el cristianismo, que catalogó de «primitiva superstición». Además, decidió abandonar los estudios de teología, con lo que se alejaba de la intención de su madre: que Friedrich se convirtiera algún día en pastor luterano, como su padre y abuelos. En dicha misiva el joven Friedrich espoleaba a su hermana, airada por la actitud de su hermano:

Si lo que deseas es mantener la paz del alma y la felicidad, entonces cree; si lo que ansías es ser un discípulo de la verdad, entonces investiga.

Después de la decisiva lectura de Schopenhauer en aquel mismo año, posteriormente a su paso en 1867 por un accidentado servicio militar, y tras el comienzo de su amistad con Wagner en 1868, fue unos meses después, en 1869, sin siquiera ser doctor, cuando Nietzsche fue contratado en la Universidad de Basilea para ocupar una cátedra de filología clásica. Sólo tenía 24 años. Por delante se abría la etapa más conocida de la biografía de aquel inocente niño creyente que se convertiría, a la postre, en el fustigador más atrevido del cristianismo. Había tomado las riendas de su vida:

El hombre determinada su destino cuando actúan, creando con su acción sus propios acontecimientos.

Como había vaticinado en su diario, en agosto de 1859 con apenas catorce años, la aurora filosófica nietzscheana se desperezaba:

El sol tiene que hundirse en el mar si es que al día siguiente ha de producir nueva vida; así también nuestra vida tiene que marchitarse para que nos vivifique una resurrección espiritual.

4 comentarios en “La abismal lucidez del joven Nietzsche: “La vida es un espejo. Reconocernos en él es lo primero a lo que aspiramos”

  1. Es interesante y asombroso como el hecho de perder a un ser querido (padre y hermano en este caso), y esto se acentúa mas en un niño, hace ver distinto ese amplio el horizonte de la existencia en la vida. Y todos nosotros no estamos exentos de experimentar lo mismo.

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