Aunque María Zambrano recalcase el combate feroz que desde antiguo existe entre filosofía y poesía para adueñarse del alma humana, representado por la condena platónica de los poetas y su expulsión de la ciudad ideal, donde han de primar la verdad y la justicia, no se puede negar que los principios de la metafísica y la lógica nacieron con un poema, el de Parménides, y que los filósofos han vuelto más de una vez a la poesía para, desde sus fuentes, reiniciar con mayor fuerza la tarea del pensar. Es cierto que se trata de dos lenguajes diferentes: mientras uno busca con esfuerzo la unidad de la idea, el otro es un don que se recibe para expresar con gracia lo sensible, múltiple y cambiante. Pero, sobre todo, surgen de dos actitudes diferentes: la que se pliega a un orden único y la que, díscola y rebelde, lo rebate. Por eso, en tiempos revueltos, sean personales o colectivos, la filosofía desmonta su edificio de conceptos, se refugia en la interioridad y, a hurtadillas, invoca a las Musas para entonar sus versos. Éste es el caso de Hegel y su poema Eleusis.
Escrito en agosto de 1796, justo antes de la partida de Hegel hacia Frankfurt para desempeñarse como preceptor de los hijos de una familia acomodada, el poema está dedicado a Hölderlin, quien le consiguió el trabajo y había sido su amigo y compañero de habitación en el Seminario de Tubinga, junto con el precoz Schelling. Frente a la fama alcanzada ya por sus colegas, él era en aquel momento un perfecto desconocido, que escribía sin trascender y aún no había llegado a su etapa especulativa. El reencuentro entre ambos jóvenes fue precedido por este poema místico y panteísta, en el que se recoge gran parte de las claves y temas compartidos en la época de convivencia estudiantil, muchos de los cuales ya habían fructificado en las obras de sus dos colegas.
El título mismo constituye una secreta invocación revolucionaria, porque los misterios eleusinos eran una consigna de conspiradores y contemplativos, utilizada por entonces en el sur de Alemania y de gran influjo en Hölderlin. El panteísmo implica una afrenta a las enseñanzas teológicas recibidas en el Seminario, que filosóficamente remite a Spinoza, pero aquí se expresa a través de esa irresistible admiración hacia la cultura griega clásica que imbuye a toda la generación de románticos, asociándolo a los ritos iniciáticos de Deméter (Ceres).
Eleusis era el centro de culto de esa diosa de la vida, la fertilidad y la agricultura, quien, una vez al año, se reunía con su hija Perséfone, secuestrada por Hades, tras su nacimiento. La peregrinación al santuario tenía por objeto celebrar la renovación periódica de la naturaleza y constituía la prueba suprema en la vida de los iniciados. Tras beber una pócima sagrada, hecha de cebada y hierba silvestre, el éxtasis cursaba con temblores, vértigo y sudor frío, tras lo cual surgía una visión, acompañada de un sentimiento de cofradía o hermandad, que poco a poco se transformaba en asombro y sobrecogimiento ante un resplandor que inducía a un profundo silencio.
¡Bienvenidos seáis,
oh, elevados espíritus, altas sombras,
fuentes de perfección resplandecientes!
No me asusta… Yo siento que es mi patria también
el éter, el fervor, el brillo que os baña.
¡Que salten y se abran ahora mismo las puertas de tu santuario,
oh, Ceres que reinaste en Eleusis!
Borracho de entusiasmo captaría yo ahora
visiones de tu entorno,
comprendería tus revelaciones,
sabría interpretar de tus imágenes el sentido elevado,
oiría los himnos del banquete divino,
sus altos juicios y consejos…
Gracias a las investigaciones de Albert Hoffman, hoy sabemos que tales síntomas corresponden a la experiencia alucinógena de ingesta de enteógeno, sustancia presente, por ejemplo, en el cornezuelo, un hongo parásito de ciertos cereales. Lo visto y sentido en aquella alucinación mística jamás podría ser comunicado no sólo por la inefabilidad de la experiencia sino porque las leyes atenienses habían criminalizado la revelación de lo sucedido en el Telesterion de Eleusis.
En cierto sentido, el mito de la separación de la madre y el reencuentro cíclico sirve como modelo que guía la reunión entre los dos amigos, anunciada en el poema. Pero además, el ansia de unidad admite una lectura política. Es un regreso a la patria, alentado por la búsqueda de una solución para la fragmentación de una Alemania aún inserta en el sistema feudal. La referencia a la renovación de la «vieja alianza» no alude sin más a la recuperación de una amistad anterior. Tiene que ver con la lucha ilustrada de los seminaristas por la razón y la libertad, y está directamente relacionada con su esperanza ante el advenimiento de un reino espiritual de paz y justicia. La «iglesia invisible» se asemeja al «tercer reino» profetizado por Joaquín de Fiore en el siglo XII, promotor de comunidades de monjes mendicantes y de las posteriores revueltas de campesinos de Thomas Müntzer ya en el siglo XVI, una idea que fue dada a conocer al final de La educación del género humano por Lessing. Es en el nombre del «reino de Dios» que estos amigos se despidieron tras concluir sus estudios, bajo el supuesto de que lucharían por refrendar el compromiso con lo divino intentando hacer realidad un mundo nuevo, parecido al utópico reino kantiano de los fines, que exigía previamente la construcción de un ámbito cultural y político adecuado, una comunidad estético-religiosa, que hundía sus raíces en la propuesta educativa de Schiller para toda la humanidad. El tercer reino implica la armonización entre el mensaje del Antiguo y el Nuevo Testamento, legados respectivamente por el Padre y el Hijo, para dar lugar a una síntesis dialéctica situada en un nivel de comprensión tolerante y superior: la del Espíritu.
… placer de la certeza
de hallar más firme, más madura aún la lealtad de la vieja alianza,
alianza sin sellos ni promesas,
de vivir solamente por la libre verdad y nunca,
nunca en paz con el precepto de opiniones y afectos que reglamenta.
Desde el inicio del poema, vemos emerger el universo romántico, construido con símbolos femeninos, irracional, fraguado en el sueño o la visión alucinada. Así, aparece la gran madre Naturaleza que, cubriéndose de niebla, desdibuja formas y conceptos para dejarse alumbrar débilmente por la luna. Es la noche sagrada donde se revelan los misterios, la noche de los sentidos, que refieren los místicos como san Juan y santa Teresa, la que hace realmente humano –al decir de Novalis–, porque permite contactar con los dioses y despertar el espíritu preparándolo para el alumbramiento que revela, interpreta y predice:
En torno a mí, dentro de mí la calma habita –los atareados
con su incansable ansia duermen, proporcionándome la libertad
y el ocio–, gracias a ti, libertadora mía,
¡oh, noche!…
El estado de éxtasis corresponde a la intuición intelectual, porque para describirlo Hegel utiliza palabras semejantes a las usadas por Schelling en las Cartas filosóficas sobre dogmatismo y criticismo, que, según sabemos, fueron notablemente influenciadas por Hölderlin. En definitiva, la intuición intelectual es –como había reconocido Novalis– un acto de suicidio. Veámoslo:
El momento supremo del ser –dice Schelling– es para nosotros el tránsito al no ser, el momento de la aniquilación. Allí, en el momento del ser absoluto, se reúnen la suprema pasividad con la actividad más ilimitada. Actividad ilimitada es quietud absoluta, perfecto epicureísmo. Despertamos de la intuición intelectual como del estado de muerte. Despertamos por reflexión, esto es, por un regreso necesario a nosotros mismos (Carta 8).
Eso explica que más tarde, cuando en el Prólogo de la Fenomenología del Espíritu, Hegel rechace la posibilidad de comenzar la filosofía a partir de la intuición de lo absoluto, repita las imágenes que aparecen en Eleusis y explique que esta violencia ejercida para elevar al espíritu desde lo material, lo deja tan pobre, como el peregrino en el desierto:
El sentir se diluye en la contemplación;
lo que llamaba mío ya no existe;
hundo mi yo en lo inconmensurable,
soy en ello, todo soy, soy sólo ello.
Regresa el pensamiento al que le extraña
y asusta el infinito, y en su asombro no capta
esta visión en su profundidad.
Después del éxtasis, la conciencia regresa a sí enmudecida, para descubrir su entorno. Rota ya la magia que sostenía el mundo sobre lo divino, se hunde en el anochecer del desencanto, ese del que nos habla Hölderlin, por ejemplo, en «¿Para qué poetas en tiempos de miseria?»:
Pero tu estruendo ha enmudecido, ¡oh, diosa!
Los dioses han huido de altares consagrados
y se han vuelto al Olimpo;
huyó del profanado sepulcro de los hombres
de la inocencia el genio, que aquí les encantaba!…
Tus sabios sacerdotes callaron; de tus sagrados ritos
no llegó hasta nosotros tono alguno…
De aquí en más el poema se detiene lamentándose por la incapacidad del lenguaje para comunicar la experiencia de lo absoluto y dejando en claro que el intento por expresar algo que está más allá de la razón encubre un deseo de dominar lo divino y –como ya había dicho Jacobi– de aniquilarlo o destruirlo. Es puro ateísmo, por eso los sacerdotes y sus acólitos callan. Ocultan el misterio que sostiene a la verdad, a esa patencia que, como un efluvio, se apoya sobre la misma nada y, de esa manera, resguardan lo sagrado, evitando la injuria o la blasfemia ante lo inefable. El lenguaje tiene un límite, creemos poseerlo cuando, en realidad, es él quien nos ha atrapado en sus redes y habla a través de cada uno de nosotros:
¡Por dominarlas cavan en busca de palabras
que conserven la huella de tu excelso sentido!
¡En vano! Sólo atrapan polvo, polvo y ceniza,
en las que no retorna nunca jamás tu vida.
¡Aunque lo inanimado y el moho les contentan
a los eternos muertos!…, ¡los muy sobrios!…, en balde…,
no hay señal de tus fiestas ni huella de tu imagen.
Era para tu hijo tan abundante en altas enseñanzas tu culto,
tan sagrada la hondura del sentimiento inexpresable,
que no creyó dignos de ellos secos signos.
Pues casi no lo era el pensamiento, aunque sí el alma,
que sin tiempo ni espacio, absorta en el penar de lo infinito,
se olvidó de sí misma y se despierta ahora de nuevo a la conciencia.
Pero quien de ello quiera hablar a otros,
aún con lengua de ángel, sentirá en las palabras su miseria.
Y le horroriza tanto haberlas empleado en empequeñecerlo
y en vivo se clausura a sí mismo la boca.
La incapacidad del lenguaje para abrir el acceso a la cosa es precisamente el punto de partida de la Fenomenología, ya que comienza con la dialéctica de la certeza sensible, cuando la conciencia usa los deícticos (esto, aquí, ahora) intentando atrapar la riqueza de lo individual, pero se queda siempre con las manos vacías, apresada de lo universal. Por esa razón, cuando se resuelve la contradicción a través de la indicación (deixis), lo cual deja paso a la nueva figura de la conciencia, la de la percepción, Hegel vuelve a recordar los misterios eleusinos de Ceres y Baco, que conducían a la negación del mundo y a la desesperación. Incluso incluye en esta sabiduría mistérica a los animales que, «desesperados de la realidad y ciertos de su nulidad», terminan por apoderarse de las cosas y las devoran sin ceremonias. Quedarse en el silencio místico es permanecer en el nivel de las bestias y clausurar la entrada en escena de la filosofía. Según opinaba Alexandre Kojève en sus lecciones, la clave que permitió a Hegel salir de la fatal encrucijada que engendra la visión romántica del mundo fue la admisión de que «el lenguaje es lo primero» para lo cual debió incluir el contenido del misterio eleusino, la experiencia de la negatividad, en la palabra misma. Como también recuerda Giorgio Agamben, la palabra es el punto de articulación entre muerte y lenguaje en la elevación de la autoconciencia. Para la Fenomenología, lo inefable ya no es guardado por el silencio sino por el lenguaje mismo, porque al expresarnos refutamos lo que queremos decir. O dicho de otro modo, «el lenguaje custodia lo indecible, diciéndolo».
Extraordinario artículo, por erudición, profundidad y coherencia, que nos proyecta al corazón del saber/sentir constitutivo de lo real. El autor tiene sin duda muchas más cosas que decir, y será un faro para su entorno. De paso, es oportuna la mención a Zambrano, prototipo a mi juicio del discurso melifluo con pretensiones de concepto.
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Muy interesante, gracias!
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Pobre ser humano,cuando enfrenta a la razón con la pasión.Seguro que a J.G. F. Hegel lo atrapó el convencimiento de la fe,ciegamente inyectada por su padre espiritual en el seminario,contra la experiencia racional de su juventud y madurez.Esa lucha entre el ser y el no ser.lo persiguió toda la vida.Vendrán los románticos,los existencialistas y más tarde los ateos,que quieren cortar el ár,bol de raíz,a querer explicar lo inexplicable.¿Y el problema subsiste al día de hoy ¡ Y seguirá….así somos de limitados¡¡¡¡ Somos,y no somos ¡¡¡
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