Gotthold Ephraim Lessing es conocido, fundamentalmente, por su obra filosófica Die Erziehung des Menschengeschlechts (La educación del género humano), en la que su autor, nacido en 1729 en Kamenz (Sajonia), pone abiertamente sobre la mesa su esperanza en una mejora moral del ser humano, en contra de lo que, por ejemplo, años más tarde sostendrá Arthur Schopenhauer.
Como apunta Emilio Estiu, Lessing, «desde muy temprana edad, meditó sobre tres cuestiones capitales: la esencia del cristianismo, el valor de la actividad moral y el alcance de la historia en la formación de la humanidad», investigaciones que le condujeron a dirimir, a su vez, la posibilidad de un progreso histórico hacia lo mejor. En el § 85 de la obra citada, Lessing aseguraba que:
… llegará, llegará, por cierto, la época de la plenitud, puesto que el hombre —por persuadido que sienta a su entendimiento de un futuro cada vez mejor— no tendrá necesidad, sin embargo, de tomar los móviles de sus acciones de ese futuro; puesto que hará el bien porque es el bien y no porque recompensas arbitrarias, que en otro tiempo auxiliaban y fortalecían a su voluble mirada, lo lleven a conocer las íntimas y mejores recompensas del mismo.

Retrato de un ya maduro Lessing
Se aliaba así nuestro protagonista con la (aún no formulada) moral formal kantiana, aunque Lessing daba un definitivo paso más: mediante este impulso carente de motor material (sensible), a través del deseo de alcanzar el bien por el bien mismo, el ser humano se vería abocado tarde o temprano a una «tercera época» en la que, a pesar de los inevitables devaneos que hemos debido trazar para alcanzar la moralidad, se mostraría, por fin, y gracias a la educación, el momento de un «Nuevo y Eterno Evangelio». Aunque con una matización decisiva: «La revelación había conducido [la razón del hombre]; ahora la razón iluminaba repentinamente su revelación».
Este ahínco por parar mientes, gracias a nuestras armas cognoscitivas y críticas, sobre el mundo que nos rodea, nuestras creencias y convicciones, han convertido a Lessing en un auténtico adalid de la Ilustración alemana del XVIII, si bien sus obras no han sido estudiadas como se debe en el ámbito académico hispanohablante –y ni siquiera alemán–. Como escribiera W. Windelband en Geschichte der neuern Philosophie (trad. de Emilio Estiu), Lessing «es la única mente creadora de la filosofía alemana [entre Leibniz y Kant]: frente a la pedantería escolástica y la reelaboración ecléctica de materiales ya existentes, es el único que enriqueció el pensamiento alemán […]. [Lessing] preparó, más que cualquiera de sus contemporáneos, el gran período de la filosofía. Los viejos tratados de historia de la filosofía no hablan de él, y sólo cuando se comprendió que la historia de la filosofía no es la historia de los manuales […] se entendió su importancia».
Pero Lessing no sólo redactó ensayo; también fue un reconocido literato en los días que le tocaron en suerte vivir. En español contamos con una breve pero muy compendiosa pieza teatral en la que el alemán desarrolla todas aquellas cuestiones que, en su frenética actividad intelectual, fueron objeto de su preocupación a lo largo de su existencia. Nos referimos a Miss Sara Sampson, una auténtica joya literaria en la que somos partícipes del espíritu ilustrado que impregnaba las capas intelectuales del siglo XVIII a través de la embaucadora prosa de Lessing, que se nos muestra como un genuino y original maestro de la lengua alemana.
La obra se hace, si cabe, más interesante si tenemos en cuenta la curiosa circunstancia, digna de mención, bajo la que nace. Friedrich Willhelm Basilius von Ramdohr anota que
Lessing asistió con [Moses] Mendelsohn a al representación de un drama lacrimoso francés. Este último se deshacía en lágrimas. Al final de la obra le preguntó a su amigo qué opinaba al respecto. No tiene ningún mérito hacer llorar a las viejas, replicó Lessing. Es muy fácil decirlo, pero difícil hacerlo, respondió Mendelsohn. «¿Qué os apostáis -dijo Lessing-, a que en seis semanas os presento una obra como esta?». Cerraron la apuesta y a la mañana siguiente Lessing desapareció de Berlín. Se había trasladado a Postdam y había alquilado una buhardilla de la que nunca bajaba. Pasadas tres semanas se presentó de nuevo ante sus amigos y Miss Sara Sampson estaba concluida.
De esta manera, Lessing redactó en tan breve período una obra que, aún hoy, para el lector contemporáneo, se encuentra repleta de un componente emocional atemporal, en la que a través de cuatro personajes principales pone en liza los más hondos -y comunes- sentimientos humanos: amor, celos, ambición, envidia. Como nos informa en la magnífica introducción Santiago Sanjurjo Díaz, sin duda «el joven Lessing ganó con creces la apuesta: nunca antes en Alemania un drama había desatado tal tormenta de emociones. Esta su primera tragedia conmovió e hizo llorar al entusiasmado público que la leía o asistía a alguna de las múltiples representaciones que de ella se hicieron, y constituyó el primer gran éxito teatral del dramaturgo, equiparable al que casi dos décadas más tarde habría de conseguir Goethe con su Werther«.
Sin desvelar el meollo central de la obra al lector, sí debemos apuntar que Miss Sara Sampson atesora los rasgos que debe poseer cualquier clásico: una estructura bien diferenciada (propia de la tragedia, con planteamiento de la cuestión, nudo y desenlace), un lenguaje que cualquier espectador puede entender sin dificultad (alejado de innecesarios trazos diletantes) y, sobre todo, una historia verosímil (quizá no para nuestros días, pero sí desde luego en la circunstancia temporal de Lessing) que permite al lector situarse, como un privilegiado observador, en medio de todas y cada una de las vicisitudes a las que se ven sujetos los protagonistas de la pieza.
SARA: […] He porfiado conmigo misma, he sido lo suficientemente ingeniosa como para mandar callar a mi razón, pero mi corazón y un sentimiento interior echaron rápidamente por tierra el elaborado sistema de mis conclusiones. En mitad de mi sueño me despertaron voces que me castigaban y con las que mi fantasía se asociaba con el fin de torturarme.
«En medio», digo, porque a pesar de la cercanía de la obra, la carga conceptual de Miss Sara Sampson permite al lector avanzado entrever -analizar, discutir y estudiar- el caldo de cultivo en el que se está cocinando el fondo ideológico de la Aufklärung. «Los malvados, por serlo, escogen siempre la oscuridad. ¿Pero de qué les serviría aun cuando pudieran esconderse de todo el mundo? La conciencia pesa más que las acusaciones de la gente», asegura uno de los personajes recién inaugurado el Primer Acto, cuando apenas hemos tenido tiempo para respirar hondo antes de comenzar la lectura del libro.
La obra de Lessing encierra todos los componentes necesarios para cumplir con las exigencias teóricas del plan ilustrado: un joven (Mellefont) de disipada existencia que, pasado el tiempo, cree haberse redimido a través de un mayor decoro social y moral; una muchacha (Sara) convencida de las bienaventuranzas con las que nos regala el cumplimiento de la virtud; y por último, un padre (Sir Sampson), ejemplo de progresía en las costumbres y en los modos de pensar, que permite a su hija saltar la promesa del matrimonio acordado para emprender una aventura con el auténtico poseedor de su amor.
Pero si por algo resulta tan interesante Miss Sara Sampson, no sólo como obra teatral sino en el contexto de la Ilustración alemana y europea, es porque Lessing destapa la caja de los truenos y se atreve a reconfigurar todo lo que, en un principio, podría considerarse como producto de una bienhechora Providencia. Será a través de una de las protagonistas de la historia, la inquietante y peligrosamente atractiva Mellefont, como Lessing introduzca el mal, que vendrá dado por la condena, tan humana, de la memoria. Sin posibilidad de redención alguna, y sin ningún temblor en el pulso, Lessing abofetea a los personajes de Miss Sara Sampson mediante el despótico ejercicio de poder del paso del tiempo: el ser humano está condenado… por sí mismo, por su propia condición temporal, a sufrir los varapalos que le propina el recuerdo de lo que fue. En uno de sus heroicos arranques, propios de la mismísima Justine de Sade, Sara afirmará, convencida:
¡No culpéis al cielo! Este ha dejado las imaginaciones en nuestro poder. Ellas se rigen por nuestras acciones y cuando estas últimas obedecen a nuestras obligaciones y a la virtud, entonces las fantasías de las que se acompañan redundan en nuestra paz y nuestro goce.
Será la propia Mellefont quien sugiera que, en un universo entregado a las reglas temporales y enjaezado por la necesidad, quizá «nadie puede ser virtuoso y la virtud es un espectro que se desvanece en el aire cuando uno cree haberlo abrazado con firmeza». De quién resulta vencedor, si la luz o la oscuridad, tendrá que comprobarlo el lector. Aunque no está de más anticipar la maestría de Lessing para situarnos en el núcleo de lo más fangoso del ser humano, mientras que, allá arriba, nos muestra -acaso esperanzado, pero siempre irredento- la posibilidad de tender a lo mejor. Un librito de indispensable e irremplazable lectura para entender los senderos subterráneos que hubo de transitar la Ilustración alemana para llegar a contemplar, siquiera, la ilusión de un progreso moral. Aunque Lessing, sin tapujos, nos propone cuestionar en Miss Sara Sampson la dirección de tal progreso, pues…
Una cosa es haber caído en el vicio por ignorancia, y otra completamente diferente conocerlo y aun así confraternizar con él.
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Muy buena publicación, cierto es que no es muy conocido Lessing; o por lo menos para mí. Dicho todo esto por lo que explica Carlos Javier, es excelente obra. Se echa mucho de menos en este tiempo grandes obras, grandes escritores; filósofos que encubren todo lo dicho anteriormente.
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