Giorgio Agamben y el campo de concentración como paradigma de la política contemporánea

A poco más de cumplirse setenta años del final de la Segunda Guerra Mundial, que dejó como marca imborrable para la posteridad los crímenes cometidos contra los judíos en los campos de concentración de la Alemania nazi, nuestra época, con sus transformaciones materiales y avances tecnológicos, tras profundos cambios de mentalidad y una globalización imperante, no parece haber progresado en la forma en que piensa la política: testimonio de ello otorgan cada día las continuas cesuras y exclusiones a las que recurren muchas de nuestras sociedades para constituirse. Y aunque se suela repetir, no sin cierta ironía, el excesivo parecido que hay entre la política exterior israelí respecto a los palestinos con las prácticas de la Gestapo y las SS, nuestra parte del mundo también merece ser observada detenidamente para atestiguar sobre esa «violencia hacia los excluidos» de la que algunos hablan.

Consciente de esta tarea, de que no puede hablarse de un replanteamiento de la política sin inquirir sobre los presupuestos metafísicos presentes en ella y de que no es suficiente con que la imaginación se apropie del poder, Giorgio Agamben, representante destacado de la filosofía italiana contemporánea, nos ha presentado a lo largo de su monumental investigación titulada Homo Sacer (dividida en nueve libros), todo aquello que permanece impensado en la praxis política y que, como suele suceder, configura el campo de los posibles para los agentes políticos. Sus investigaciones, pobladas de análisis y evocaciones a figuras y actores del mundo antiguo, tratan de pensar el presente con miras a encontrar vías de salida a la crisis de nuestros días, esa crisis que amenaza con destruir el planeta entero, esa crisis que, parafraseando a Roberto Esposito, pone en juego la vida del mundo en el mundo de la vida. Una consideración especial merece la figura del campo de concentración. Si bien sus primeras apariciones en la historia anteceden algunas décadas al ascenso de Hitler en la República de Weimar, es con la ideología de la raza pura que el campo se revela como un paradigma esencial de la quiebra entre la modernidad y nuestros tiempos.

En la lectura de Agamben, lo que caracteriza al pensamiento político de la modernidad, con su centralidad en el Estado-nación, es la estructura tríadica territorio/orden jurídico/nacimiento. Si el nacimiento ata la vida de los individuos al Estado para conformar la nación, ello sólo funciona cabalmente a costa de consignar el Estado a un territorio o espacio que lo defina como suyo, lo cual se traduce en la localización de un orden jurídico a los límites de aquél. En este sentido, el Estado de derecho parece surgir como el reordenamiento de un hipotético estado natural mediante la consagración de los individuos a un pacto o contrato social (nuestras actuales constituciones).

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Grafiti en el que se representa al filósofo Agamben

No obstante, aquí se da un curioso mecanismo que Agamben refiere mediante la estructura de la inclusión/exclusión: aquel estado anómico, en el cual la única garantía sólo puede ser el caos y la ausencia de derechos, puede solamente ser excluido del Estado de derecho a costa de ser incluido en él bajo la figura del estado de excepción. Como se sabe, aquella modalidad establece una suspensión temporal del orden jurídico dentro de los límites del Estado para el ejercicio de un poder soberano que garantice el mantenimiento del Estado de derecho, curiosamente suspendido. Frente a los individuos, este poder soberano puede usar libremente su derecho natural siempre y cuando le parezca conveniente: de ahí que numerosas garantías constitucionales queden sin efecto; de ahí que la muerte y desaparición de algunos individuos, si no pasan inadvertidas, queden justificadas para el orden legal.

Este modelo propio de la modernidad entra en crisis con la aparición del campo. En él no solo el estado de excepción es permanente, con lo que prácticamente deja de ser una excepción para constituirse en norma, sino que los individuos son continuamente reducidos a su pura existencia biológica, a lo que Agamben denomina nuda vida. Debemos recordar que no sólo los judíos fueron víctimas de los campos de concentración, sino también aquellos individuos que no cumplían con lo exigido por los ideales de la raza aria, como alemanes con malformaciones genéticas o prisioneros políticos. En otras palabras, en el campo el individuo se convierte en un homo sacer, en aquel individuo que, a pesar de que su muerte no esté fijada por ningún ordenamiento legal, su asesinato no constituye ningún delito. Además, los mecanismos gubernamentales de la modernidad para el control de la vida, consistentes fundamentalmente en el nacimiento, toman un giro drástico en el campo: la vida no está ahí como simple objeto al cual hay que incorporar al aparato legal mediante el derecho, sino que ésta aparece frente al poder como aquello que puede ser libremente dispuesto, como un mero residuo biológico, indiferente de su situación cultural, lingüística, etc.

Arbeit macht frei

Para el filósofo italiano, el campo de concentración se prefigura como el paradigma que se ha instalado como aquel límite que da inicio y final a la praxis política contemporánea. Aquí, no obstante, cabe efectuar algunas aclaraciones: con esta conclusión Agamben no quiere dar a entender que nuestras sociedades se organizan de acuerdo al campo como universal que se actualiza en cada singularidad. Antes bien, lo que quiere dar a entender mediante tal afirmación no es sino la tendencia o dirección que la política asume para poder operar con eficacia. No basta sólo con referir algunos casos excesivamente evidentes, como el apartheid en Sudáfrica o la actual política exterior israelí respecto a Palestina, sino que la sombra del campo se proyecta también sobre los suburbios de las ciudades industrializadas, sobre aquellas comunidades indígenas que se resisten a los proyectos mineros y que se atreven a encarar las políticas estatales en tal orden. En otras palabras, el campo aparece como aquella situación-límite que gana una mayor presencia a medida que la crisis política de Occidente se intensifica. El espacio que permite que el poder soberano tenga como correlato al homo sacer, ese espacio que le permite disponer de él como nuda vida en un estado de excepción permanente, es espacio abierto por el campo.

Frente a ello, la tarea de la filosofía es doble. Por un lado, visibilizar la continua constitución de campos en la política actual, es decir, llevar a cabo una interpretación del todo crítica de la administración estatal en diferentes ámbitos; por otro, volver a pensar conceptos tan esenciales como el de «vida» o «política», de tal forma que ambos mantengan un espacio ontológico autónomo. Esto se traduce, desde luego, en una interrupción del uso de las categorías clásicas de la política no para deshacernos de ellas, sino para volver a situarlas en y desde su origen.

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