Toda enfermedad es un problema musical; su curación, una solución musical (Novalis)
Immanuel Kant define la música en su Antropología en sentido pragmático como un juego de sensaciones que vivifica, pero en el que, a la vez, se da cierto orden («Unsinn, worin Methode ist»): «En lo que concierne al sentido vital, no sólo le mueve de un modo indescriptiblemente vivo y variado, sino que también lo robustece la música, esto es, un juego regular de sensaciones (sin ningún concepto). […] Una comunicación de los sentimientos hecha a distancia y en el espacio en derredor a todos los que se encuentran en él, y un goce social que no se aminora porque en él tomen parte muchos». Algunos años más tarde, Arthur Schopenhauer (1788-1860) reconocía la superioridad de la música en virtud de su naturaleza prístina; cuando escuchamos una melodía nos es revelada, de una manera misteriosa, la expresión sentimental de nuestra más subterránea intimidad («pues para la música –aseguraba– sólo existen las pasiones, los movimientos de la voluntad y, al igual que Dios, sólo ve los corazones»). El resto de artes, en comparación con la música, sólo muestran sombras, y no esencias. Nietzsche se mostraba, si cabe, aún más tajante: «La vida sin la música es sencillamente un error, una fatiga, un exilio». Tolstoi sostuvo que «la música es la taquigrafía de la emoción», Beethoven aseguraba que «La música es el vino que inspira nuevos procesos creativos y yo soy Baco, que pisa este glorioso vino para la humanidad y la pone en un estado de ebriedad espiritual», y Händel apuntaba: «Si únicamente los he entretenido, lo lamento. Quería hacerlos mejores personas». Ya el egregio Platón escribió que «la música y el ritmo se abren camino hasta los lugares más recónditos del alma».
La reciente, lúcida, apabullante y durísima biografía del joven pianista James Rhodes (Londres, 1975), publicada en español en Blackie Books y con más de 100.000 ejemplares vendidos, permite rechazar un buen manojo de prejuicios fuertemente arraigados en la sociedad occidental al respecto de la industria de la música clásica y aportar, además, una definición más de las ya mencionadas: la música puede ser, y de hecho es, una salvadora de vidas. En las páginas iniciales de Instrumental escribe Rhodes estas bellas palabras:
Vosotros y yo estamos conectados de forma inmediata a través de la música. […] La música ha empapado nuestras vidas y ha influido en ellas tanto como la naturaleza, la literatura, el arte, el deporte, la religión, la filosofía y la televisión. Es la gran unificadora, la droga preferida de los adolescentes de todo el mundo. Brinda consuelo, sabiduría, esperanza y calidez; lleva haciéndolo miles de años. Es medicina para el alma. […] La música es la respuesta a aquello que no la tiene.
En el libro V de la Política (cap. V), Aristóteles no dudaba en poner de relieve que la música puede ayudar a configurar el carácter moral de los seres humanos. La música no es sólo un pasatiempo, no sólo nos exalta o anima, sino que también nos alecciona. Quizá Rhodes no conozca los asertos aristotélicos, pero seguramente coincidiría con él. Este renovador de la música clásica confiesa en los primeros compases de su autobiografía que el problema siempre fue su cabeza, el auténtico «enemigo»: «Mi puta cabeza que me hace llorar y gritar y aullar y frotarme los ojos de pura frustración». Y fueron nada menos que las Variaciones Goldberg de Bach las que lo salvaron de caer definitivamente en el abismo del sinsentido. Con ellas se inaugura y se cierra el volumen de Rhodes en un claro homenaje a la turbulenta (y muy desconocida) vida del compositor alemán, repleta de onerosas circunstancias.
Gracias a Bach hemos emprendido un viaje que interpretamos y experimentamos a través de nuestros recuerdos, sentimientos y condicionantes. Tú reaccionarás de forma distinta a como lo hago yo, y viceversa. Eso es lo glorioso de la música, sobre todo en piezas tan inmortales como ésta.
El libro de Rhodes es descarnadamente sincero de principio a fin. Su prosa cercana, carente de almibarados remilgos, muestra a las claras en lo que puede llegar a convertirse la vida: una auténtica pesadilla. Un funesto sueño que comenzó cuando, a los seis años, fue violado por vez primera por uno de sus profesores. Una experiencia que trastocaría para siempre el devenir de la existencia del londinense: «Me utilizaron, me follaron, me destrozaron, me manipularon y me violaron. Una y otra vez durante años y años».
Un testimonio que ha levantado no pocas ampollas en toda clase de contextos, pero un testimonio, debemos decir, que se muestra del todo necesario por la urgencia de encontrar una solución a un problema tan serio como el de la pedofilia. Desde muy pronto, la música se convirtió en el único consuelo tangible, palpable, casi domesticable (siempre estaba ahí cuando era necesario, cuando nadie ni nada venía al rescate) del que Rhodes se sirvió para poder afrontar el tormento del recuerdo causado por aquellos horribles sucesos de su infancia: «Ahora tenía la música. Así que todo daba igual. Porque al fin contaba con una prueba definitiva de que todo iba bien. De que existía algo en este espantoso mundo de mierda que era sólo para mí y que no tenía que compartir ni justificar, que era todo mío. Nada más lo era, a excepción de eso».
La música como refugio, como encuentro con lo salvífico, como una experiencia liberadora que permite ahondar en uno mismo y comprender, a la vez, el universo circundante. A pesar de todo y de todos. La música: siempre presente, conjugada en gerundio, sin esperas ni dilaciones. La única compañera fiable. El libro de Rhodes es, sin duda, un canto de amor dirigido a la música, un texto incomparable, vertiginoso, tan doloroso como apaciguador, tan terrible como sereno y sosegado.
Es espantoso e irónico saber que he pasado casi toda la vida huyendo de las cosas que me acabaron salvando (la sinceridad, la verdad, la realidad, el amor, la aceptación de quien soy) porque creía que me matarían.
Rhodes no sólo ha rozado, sino que se ha sumergido en el lado más oscuro de la existencia: intentos de suicidio, exposición a fuertes medicamentos que lo alienaban de la realidad, ingresos en psiquiátricos, alcohol y drogas, todo tipo de trastornos psíquicos y… sin embargo, todo parece quedar en anécdota tras leer el libro, cuando, al fin, las lecciones que él mismo ha extraído de tan dramáticas experiencias son dos: hacer honor a la bondad (que, afirma, no debemos confundir con la cobardía) y amar, amar sin medida, a la música, a nuestra pareja, a nuestros hijos, pero amar. Y concluye con un consejo que, aun dirigido a su hijo (otro de sus salvadores), podemos tomar para nosotros:
Quiero que conozca el secreto de la felicidad, algo tan sencillo que da la impresión de que por eso mucha gente no lo pilla. El truco consiste en dedicarte a hacer lo que quieras, lo que te haga feliz, siempre que no perjudiques a los que te rodean. No es hacer lo que crees que deberías. Ni lo que te parece que otros creen que deberías hacer, sino actuar de un modo que te procure una inmensa felicidad.
El texto de James Rhodes cambiará vidas. Cualquier lector hallará en su testimonio un tránsito casi increíble que conduce de la oscuridad más cenagosa a una luz que, si bien siempre tachonada por los inevitables vestigios de la memoria, permite seguir adelante para, precisamente, poder seguir amando aquello que se ama. Sin duda es el amor el motor de este libro, y me atrevería a decir que la genialidad de Rhodes, al margen de su trabajo musical, consiste en haber descubierto y haberse enfrentado al poder redentor del amor, reflejado, en su caso, en la música, su hijo y su segunda mujer, en la que encontró un apoyo, una guía y una compañera definitiva.
Un libro duro, sufrido, desconcertante pero muy esperanzador, que desnuda el alma de este magnífico intérprete y nos acerca, como si se tratara de un concierto, a la música clásica convertida en pharmakon del espíritu.
Es un hecho irrefutable que la música me ha salvado la vida de una forma muy literal, y creo que también la de un montón de personas más. Ofrece compañía cuando no la hay, comprensión cuando reina el desconcierto, consuelo cuando se siente angustia, y una energía pura y sin contaminar cuando lo que queda es una cáscara vacía de destrucción y agotamiento.
FELICITACIONES Y EXITOS AMIGO……
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