El ángel rilkeano: el trágico heroísmo de exponerse a la destrucción

Todos los grandes escritores son un poco lapidarios; algo que se comprueba con facilidad, de los clásicos a la ensayística de un Montaigne, o de los viejos estoicos a los trascendentalistas norteamericanos, o en Marguerite Yourcenar, por poner unos pocos ejemplos. Rilke pertenece por derecho a esta raza literaria; uno de sus versos más célebres es que «lo bello no es sino el comienzo de lo terrible». Es entonces inevitable pensar en Kant y en Burke; respectivamente, en las Observaciones sobre el sentimiento de lo bello y lo sublime (1764) y en la Indagación filosófica sobre el origen de nuestras ideas acerca de lo sublime y lo bello (1757), sin olvidarnos del precedente clásico del Pseudo-Longino, que supone la primera referencia consistente sobre lo sublime o profundo, y que no es sino lo que sobrepasa al simple entendimiento.

Como en «Lo sublime es una separación», poema del escritor austriaco, «algo de nosotros mismos, en lugar de seguirnos, se separa y se habitúa a los cielos». En su totalidad reconquistada, «eso» que nos sobrepasa intelectivamente es el ángel rilkeano: el ente ya libre de la escisión que atormentó a los románticos, que es un desgarro consustancial a la existencia humana y cuya resolución supondría la aniquilación del yo. Son tantos los casos de poetas caídos que se puede hablar de un arquetipo. En las dos primeras Elegías de Duino (1923) se hace referencia al encuentro de quien explora de algún modo esta completitud imposible, con ese ser ya completo que es el ángel rilkeano: «ave mortífera» por un lado, «llamado seductor» por otro —que las masas rehúyen instintivamente—.

Rilke bien podría ocupar una posición intermedia entre el escritor insensatamente expuesto y el lúcidamente puesto a salvo. En un artículo titulado «Lo presentido, lo incalculable y el recipiente de la alegría» (2012), María Filomena Molder confronta a Hölderlin y Goethe en ese sentido antitético. Cita un pasaje de L´art à la lumière de la conscience, de Marina Tsvetáiva (1987), en el que leemos que «no hay mayor poeta que Goethe, pero hay poetas que le ganan en lo sublime, por ejemplo su contemporáneo, más joven, Hölderlin, infinitamente más pobre pero sin embargo habitante de las cumbres de las que Goethe no es más que un simple visitante». No en vano, fue el ángel rilkeano el que abrasó al autor del Hiperión (1797); eso sí, como si de un alpinista malogrado se tratase, cayó después de las conquistas, ya incapaz de regresar a la cotidianidad que Rilke reivindica como lugar seguro y siempre reforzado por esa confianza tan suya en el destino.

Mientras Burke —primero— y —luego— Kant se refieren a lo sublime en relación a la Naturaleza y al juicio estético, el simbolista piensa en seres que «no sabrían a menudo si andan entre los vivos o los muertos». De acuerdo con sus propias palabras, el encuentro con la sublimidad de los filósofos mencionados es, en ambos casos, con algo que «admiramos tanto porque, sereno, desdeña destruirnos». Rilke, autor de las Elegías y los Sonetos, llega a la conclusión de que no se puede recurrir ni a los vivos ni a los muertos, y de que hasta «los astutos animales advierten ya que no estamos muy confiados y como en casa en el mundo interpretado». Sin embargo, su lectura no es del todo fatalista, porque nunca pierde de vista el punto de fuga de la contemplación: nada grandilocuente, como «la calle de ayer y la mimada fidelidad de una costumbre». Si los románticos intentaron refugiarse en una antigüedad dorada, Wordsworth en la belleza que quedó atrás, Rilke apuesta por una aceptación grisáceamente grata de la vida.

Otto Dörr recoge un pasaje valioso de bambalinas literarias en su traducción comentada de las Elegías (Colección Visor de Poesía, 2023). Allí leemos que el ángel rilkeano «es aquella criatura en la cual aparece como ya consumada esa tarea que venimos realizando de transformar lo visible en invisible». Es una misión lo suficientemente arriesgada como para poder implicar la aniquilación del poeta, dado que el de la inmortalidad es un terreno vedado para quienes «donde sentimos, nos evaporamos»; para quienes «espiramos y nos desvanecemos», puesto que «de brasa en brasa se debilita nuestro olor». Es posible que las y los poetas ligeros de la posmodernidad ya no participen tanto de esta dimensión mistérica, y tampoco los muy institucionales, pero este riesgo —digámoslo así— es consustancial al proceso de creación poética; especialmente para quienes tengan la osadía de penetrar con determinación en esas regiones sutiles.

En la séptima elegía encontramos una referencia interesante, ya no a las estrellas, sino al «estar muerto alguna vez y saber de ellas infinitamente», lo que redunda en las inevitables limitaciones del «mundo interpretado»; inevitables en un sentido muy literal, puesto que sólo hay un modo de trascender la precariedad inherente a la existencia; la única cosa sin solución, según el refranero. Los amantes, también tema recurrente de las Elegías y de Rilke en general, se acercan un tanto al reino de lo preexistente e invisible, aunque infructuosamente después de todo, dado que no pueden evitar velárselo mutuamente. Los siguientes en la cadena serían ya los «agraciados»; mejor aún, los «tempranamente logrados», que es la traducción más precisa que Dörr propone para «Frühe Geglückte». Y estos son de nuevo los ángeles rilkeanos, que no se corresponden exactamente con el icono occidental en lo estético ni con las ideas de custodio o mensajero propias del cristianismo.

Y de todas formas Rilke esboza una jerarquía de lo invisible y hasta una estructura para los «espacios de esencias». En su estrecha relación con la muerte, el poeta los intuiría, como tratándose de algo consustancial a la misión de salvar las cosas a través de la palabra. Esta relación es tan profunda e insólita que, en un pasaje extraño de la séptima elegía, se sugiere que, en la llamada amorosa, lugar común poético, acuden también mujeres muertas, suponemos que en tránsito hacia esa otra dimensión sospechada y más real que nuestro mundo. No sería necesario llegar tan lejos como un Hölderlin ni quedarse tan rezagado en la monumentalidad de Goethe. Basta con recordar que, en soledad, uno encuentra «todos sus caminos», como se le dice a Kappus en las Cartas a un joven poeta (1929), aunque tal estado implique resistirse a los cantos de sirena del ángel, que jamás se interesa por los ciudadanos realmente productivos y ocupados.

No es un secreto que toda soledad leída, y la que nos ocupa lo fue, conduce a la frontera entre el mundo histórico y el más allá, pero Rilke nos diría que en todo ello hay un sentido destinal, con todas esas recomendaciones de las Cartas que los creadores heroicos pueden tomar como valiosísimos avisos. De acuerdo con toda esta poética, el heroísmo no es más que mera exposición a esos ángeles involuntariamente destructores, y esta exposición es, a su vez, marchamo de las letras puras, no en el sentido académico del adjetivo, sino en el de la búsqueda genuina, que sólo es real cuando implica cierto riesgo de aniquilación física, mental o ambas. Por todo ello Rilke es también, esta vez de una manera diferente, ángel de poetas y ensayistas. Claro que el héroe es héroe, lo que quiere decir que «conoce de antemano su fracaso y se lanza, no obstante, a realizar su hazaña», escribe Dörr, pero la misión de un Hölderlin siempre será tan preciosa como trágica.

El poeta de la soledad nos advierte sobre lo que pueden implicar ciertas tareas intelectualmente titánicas, y define su poesía —y toda la poesía, de alguna forma— como una invocación que nunca debería funcionar del todo, sino traer algunos ecos de los mundos suprasensibles. A fin de cuentas, la poesía, entendida a la manera iniciática y seria, es como una música una vez escuchada que se procura conservar precariamente, como cuando intentamos recordar un sueño antes de que retorne por completo a las profundidades de nuestro subconsciente. Los ángeles rilkeanos son testigos de este proceso, seguramente como guardianes fronterizos de entre mundos, y también de esas gargantas altas o cualquier otra cosa que se erija en nuestro propio vértigo interior, aludiendo a los primeros versos de Alborada oriental; resumiendo, guardan un paso que no nos corresponde franquear. No, al menos, hasta que llegue su momento a cada cual.

4 comentarios en “El ángel rilkeano: el trágico heroísmo de exponerse a la destrucción

  1. Ohh, qué gusto leer este texto. Hay algo que ha gustado mucho y es esa metáfora sobre los poetas que son «habitantes de las cumbres» y otros que son apenas visitantes ocasionales.

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  2. Hay quien nace para destruirse, mientras más profundo vas, más caminas hacia tu propio incendio. La vida de algunos, es solo la extensión y el preludio de un Gólgota. Es como el pretexto inútil antes de que la estrella explote.

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