La biología en la poesía: Goethe y las plantas

Los grandes logros de Goethe en la época de oro de las letras alemanas hacen que hasta ahora lo hayamos valorado fundamentalmente como escritor, por haber destacado en la dramaturgia, la poesía, la narración o la crítica literaria encabezando tres movimientos culturales: el Sturm und Drang, el clasicismo y el romanticismo.

Sin embargo, el lamentable impacto del comportamiento humano sobre el conjunto del planeta en el último siglo y nuestra situación actual, en plena era del Antropoceno, con el consecuente auge de las teorías ecologistas y los sorprendentes avances en la biología -dos ámbitos comprometidos en la lucha desesperada contra la devastación de la Tierra- nos han obligado a dirigir la mirada hacia este autor desde otras circunstancias, poniendo de manifiesto su genio y su creatividad en el estudio de la naturaleza, ya que elaboró una visión alternativa a la de las ciencias empíricas de su época, surgida nada más ni nada menos que de la poesía. De hecho, catorce de los treinta y tres volúmenes de sus Obras completas en la edición de Weimar se ocupan de temas como mineralogía, botánica, zoología, biología, geología, óptica o teoría de los colores. Estas últimas disciplinas, en su versión goetheana, se oponen a las hipótesis de Newton y constituyen una percepción artística de la luz y del color, que, si bien no triunfó en la historia de la ciencia, sí lo hizo en el campo de la estética porque realmente recogen el efecto visual que recibimos de estos fenómenos.

En efecto, dicha interpretación es utilizada por Schelling en su Filosofía del arte para explicar la esencia de la pintura y en la enseñanza de esta materia en las escuelas Waldorf, imbuidas del pensamiento de Rudolf Steiner, creador de la antroposofía y gran admirador de Goethe, hasta el punto de que construyó en Dornach, como sede central de su movimiento, el primer edificio de arquitectura orgánica, al que llamó “Goetheanum”. También el poeta dedica muchas páginas de su diario y su correspondencia a esta clase de cuestiones, aparte de intervenir de manera directa en la discusión entre Cuvier y St. Hilaire sobre el uso de la doctrina de las causas finales en los organismos, es decir, en el debate acerca de la prioridad de la función sobre la forma o viceversa.

En realidad, semejante interés recorre todas sus obras de ficción desde la juventud. Un ejemplo claro se presenta ya en Werther, donde el entorno natural no sólo tiene un papel destacado sino una relación casi personal con el protagonista, pues él se refugia en la campiña y en los bosques para encontrar consuelo a sus penas. Es más, Fausto, su personaje más emblemático, se encuentra absorto por el poder del conocimiento, por el deseo de saber y dominar la naturaleza. Y, finalmente, Las afinidades electivas, aunque es una obra que cuestiona el matrimonio como medio para canalizar el amor romántico, recoge desde el mismo título una figura alquímica presente en la filosofía de la naturaleza de entonces, que permite interpretar la acción de los personajes como fuerzas que se atraen o se repelen dentro de un todo divino siempre en movimiento, que los trasciende, mientras intentan ordenar los alrededores agrestes de su palacio rodeado de bosques y transformarlos en un jardín, como si se tratara de una metáfora acerca de la difícil pretensión de regular la existencia, en sí misma irracional y salvaje.

En consonancia con esta última novela, puede decirse que el mayor aporte de Goethe es la creación de una teoría unificada de la naturaleza, a la que llamó Morfología, con la cual contribuyó notablemente a la génesis del evolucionismo, quizás tanto como con su reconocimiento del hueso intermaxilar en los humanos. Dado que esta concepción se construye desde una perspectiva estética, su idea básica consiste en que toda la vida orgánica puede explicarse desde una única entidad, que es la forma primigenia (Urform), si bien distingue entre un principio para el mundo vegetal: Urpflanz o planta originaria, y otro, correspondiente al reino animal: Urtier o animal originario. A estos dos descubrimientos no llegó por experimentación ni por simple observación empírica, sino a través de iluminaciones que tuvo en sus viajes a Italia, es decir, no por conceptos sino por intuiciones similares a las de los artistas.

La imagen de una palmitera ramificada desde la base, con sus intrincadas hojas “de enigmática geometría”, fue su gran inspiración para desarrollar la teoría foliar, por la cual convirtió a la hoja en un patrón (Typus) que se reproduce en los distintos estratos de la naturaleza, constituyendo una anticipación de las plumas y las escamas tanto en alas como en aletas. A la vez, dicha figura permite explicar la evolución de las especies vegetales, dado que estos árboles pertenecen a una familia muy antigua que -según sabemos- apareció en el cretáceo. Goethe vio por primera vez la palmera chamaerops humilis var. arborescens el 27 de septiembre de 1786 en su visita al Jardín Botánico de Padua, el más antiguo de Europa y originalmente huerto medicinal. El árbol en cuestión había sido sembrado doscientos años antes, en 1585, y todavía hoy existe, siendo conocido como “la palma de Goethe”. Ante su visión, surgió en él el argumento principal de La metamorfosis de las plantas, libro publicado en 1790 que contiene un poema con ese mismo título donde el autor resume toda su teoría. El mismo día de aquella visita, escribía en su Diario:

Aquí, en presencia de esta diversidad que es tan nueva para mí, la idea de que todas las formas vegetales acaso deriven de un único tipo primitivo adquiere una fuerza cada vez mayor. Sólo de esta manera sería posible determinar con acierto las familias y las especies.

Pero este entusiasmo por el mundo vegetal no era repentino. Desde hacía casi diez años, Goethe se desempeñaba como inspector en el Jardín Botánico de Jena, el segundo más antiguo de Alemania, y entre las tareas que realizaba para el Ducado de Weimar había asumido la creación de parques y jardines, así como la fundación del Instituto Botánico de la Universidad de Jena. En la Historia de mis estudios botánicos, explica que su interés ni siquiera fue un fenómeno aislado, sino que respondió a una preocupación oficial y colectiva en el Ducado. Por un lado, entonces se extremó el cuidado de los bosques como coto de caza, se controló la tala de árboles a fin de dejar ciertas reservas forestales y se impulsó el cultivo de forrajeras limitando las tierras de pastoreo. Y por otro lado, el coleccionismo de plantas y la confección de herbarios se había puesto de moda, por lo cual eran muy frecuentes los paseos para recoger ejemplares que, en el caso de Goethe, solía hacer en compañía de amigos biólogos o farmacéuticos como Buchhloz, Batsch o Dietrich.

Las clasificaciones se realizaban de acuerdo con la taxonomía de Linneo, que había simplificado las complejas fórmulas de los naturalistas adoptando una nomenclatura binaria, muy útil para mostrar la conexión de las especies en vistas a su evolución. Además, desde 1770 el Jardín Botánico se había organizado de una manera pionera teniendo en cuenta esta ordenación. Quizás por eso, en La metamorfosis de las plantas, donde Goethe menciona al sueco muchas veces, admite que “después de Shakespeare y Spinoza, la mayor influencia sobre [él] procede de Linneo”. No obstante, es necesario reconocer que semejante curiosidad por la biología forma parte de un movimiento más amplio, responde al desplazamiento del interés general en las ciencias naturales del siglo XVIII, que situaron su foco de atención en la vida orgánica. El cambio de paradigma había tenido lugar a finales del siglo anterior con Leibniz, cuando en una carta a Arnauld de 1687 rechazaba la epigénesis mecánica de Descartes afirmando que la esencia de la vida es una fuerza interna similar a las mónadas, que podían interpretarse como razones seminales preformadas que crecen. En la Monadología de 1714 enunciaba ya el fundamento de su panvitalismo:

Cada porción de materia puede ser concebida como un jardín lleno de plantas y como un estanque lleno de peces. Pero cada rama de cualquier planta, cada miembro de cualquier animal, cada gota de sus líquidos es también algo así como el jardín o el estanque […]. Así, no hay nada baldío, nada estéril, nada muerto en el universo.

Varios lustros después, Goethe retomaría este principio para convertirlo en punto de partida de su Teoría de la naturaleza: “todo ser viviente no es un individuo sino una pluralidad”, un aglomerado de seres vivos y autónomos (sean células, órganos o microorganismos), que se reúnen, se separan o se vuelven a juntar en todas direcciones y modalidades. Cuanto más imperfecta es una criatura, las partes son más parecidas y homogéneas (por ejemplo, un protozoo), cuanto más elevada en la escala biológica, más diferenciadas, produciéndose una subordinación entre ellas.

En este universo en constante estado de fluencia, toda actividad consiste en una canalización de dos fuerzas de signo contrario: la expansión y la contracción, que sirven para explicar completamente su funcionamiento e incluso su misma creación por un proceso similar al del Big Bang. Al combinarse estos impulsos antagónicos -a los que también se referirán Kant y Schelling-, producen polaridad, esto es, dualidad y oposición si pensamos la materia desde un punto de vista material, es decir, si fijamos  sus partes. Pero, si la pensamos espiritualmente, en estado de completa motilidad, surge el crecimiento. Así, la naturaleza aparece ante nosotros como una elevación progresiva de formas cada vez más altas, una marcha ascendente o una espiritualización, donde la muerte no existe, sólo representa el inicio de un nuevo nivel, el paso a otra vida.

Esto puede ocurrir porque hay continuidad, de tal modo que el universo no consiste en una simple adición de partes, ya que esto rebajaría el resultado total a una suma de limitaciones. Es un infinito actual en el que cada punto contiene dentro de sí a la totalidad, como sucede con los miembros de un organismo. Se trata, pues, de un conjunto orgánico y teleológico animado por un único principio vital, una descomunal fuerza creadora siempre en movimiento. Y evidentemente semejante interpretación tiene que ver con la identificación que Spinoza hizo de dios con la naturaleza, expresada en el lema del deus sive natura, así como con su idea de que el mundo natural, además de estar conformado por productos (natura naturata), posee un aspecto irreductible, puramente activo y energético (natura naturans).

Sin embargo, la concepción de Goethe se diferencia de la anterior porque para él la naturaleza no actúa de manera mecánica, sino que tiene un fin estético: mostrar lo divino en su esplendor. Eso significa que la verdadera comprensión del mundo natural se da en el arte, pues, al tratarse de una actividad inútil carente de un fin más allá de sí misma, es capaz de penetrar la esencia de las cosas sin manipularlas y, en ese sentido, resulta ser objetiva. Precisamente, esa falta de utilidad es la garantía de que el acercamiento estético respetará la vida, un principio básico para el ecologismo actual.  Tales ideas son constantes en el pensamiento del poeta. Muy pronto, desde 1770 en Ephemeriden, él afirmaba ya que “el arte es la luz en la naturaleza” o, dicho de otra manera, que la belleza revela la huella de la creación divina, de esa milagrosa palabra primigenia, que ordenó el caos al pedir el “hágase la luz”. Por eso, para él “el genio radica en una reunión de fuerzas de la naturaleza” y lo bello consiste en la “manifestación de las leyes naturales secretas que de otro modo habrían estado escondidas de nosotros para siempre”. 

Estos planteamientos también pasaron a la filosofía de la naturaleza de Schelling, quien, a pesar de su juventud, contó con la admiración de Goethe hasta el punto de que éste lo homenajeó con un poema que lleva el mismo título que una obra de aquél: Sobre el alma del mundo, donde presenta la creación y el desarrollo del universo divino del que había hablado el filósofo en su libro, pero en analogía con la expansión de la luz que la masonería transmite al mundo. A pesar de eso, ambos pensadores se distinguen nítidamente por su modo de aproximación al mundo natural. Es cierto que los dos se manejan con intuiciones, pero, mientras Schelling construye su pensamiento de manera sistemática, el poeta considera que en el fondo la naturaleza es pura imprevisibilidad, creación y libertad, con lo cual anticipa el sentido general del principio de indeterminación en la física, un descubrimiento del siglo XX. Por consiguiente, para él resulta imposible crear un sistema de la naturaleza. Ella es inabarcable, sólo vida y mero devenir. Así, pese a su admiración por el joven Schelling, Goethe sentirá una cierta desconfianza hacia la filosofía especulativa o abstracta, dando más importancia a las observaciones empíricas. Como consecuencia, la expresión de su teoría no se realizará conceptualmente sino a través del lenguaje ambiguo, metafórico y polisémico de la poesía, donde nada se agota porque existe siempre un margen para una nueva interpretación, donde cada palabra contiene al universo entero. Y cuando se dispone a desvelar el secreto de las leyes naturales creando belleza, lo dice con toda claridad, como puede observarse en los siguientes poemas:

Te disturba, oh amada, la mezcla de miles
de flores aquí y allá en el jardín;
muchos nombres escuchaste, y siempre suplanta,
con bárbaro sonido, el uno al otro en el oído.

Todas las formas son análogas y ninguna asemeja a la otra;
así indica el coro una ley oculta,
un sagrado enigma. ¡Oh, si yo pudiese, querida amiga,
transmitir al instante la feliz palabra que lo desvela!”

Este es el inicio de La metamorfosis de las plantas, donde se explica la persistencia del movimiento en la vida vegetal a partir de la hoja. El modelo ya está en la semilla, aunque encogido y encapsulado en un envoltorio. Comienza a desplegarse creciendo hacia abajo a través de las raíces y hacia arriba en el tallo, estando todavía replegado. Los sucesivos movimientos de expansión y contracción dan lugar a las yemas, las ramas, las hojas y las flores con sus sépalos, pétalos, pistilo y estambres, para producir finalmente el fruto y la semilla, volviendo a empezar el ciclo. El final del poema se refiere a la metamorfosis universal y muestra la analogía entre este devenir con el amor y la amistad, señalando que en todos los casos se trata de un proceso de espiritualización.

Y así viven tanto el individuo como el todo.
Vuelve ahora, oh amada, la mirada al abigarrado hormigueo
que mueve al espíritu que no se conturba más. 
Toda planta te proclama ahora leyes eternas. 
Toda flor te habla más y más claro.

Algo parecido podemos decir del Poema al Gingko biloba, un árbol que Goethe hizo traer al Jardín Botánico de Jena desde Oriente, cuya hoja es hoy el símbolo de la ciudad. La composición poética pertenece a la obra El diván occidental-oriental y su autor la dedicó a Marianne von Willemer, a quien envió el poema acompañándolo de dos hojas provenientes de un gran gingko que se encontraba en Heidelberg:

Las hojas de este árbol, que, del Oriente
a mi jardín venido, lo adorna ahora,
un arcano sentido tienen, que al sabio
de reflexión le brindan materia obvia.

¿Será ese árbol extraño algún ser vivo
que en un día dos mitades se dividiera?
¿O dos seres que tanto se comprendieron
que fundirse en uno solo decidieran?

La clave de este enigma tan inquietante
yo dentro de mí mismo creo haberla hallado:
¿No adivinas tú misma por mis canciones
que soy sencillo y doble como este árbol?

Nuevamente el poema tiene como objetivo resolver un enigma por analogía con una hoja. La primera clave apunta a las relaciones humanas, al amor, refiriéndose al mito de los dos seres unidos por la espalda que narra Aristófanes en El Banquete de Platón, para luego ofrecer la solución definitiva. La hoja medio partida simboliza el problema humano fundamental: la escisión interior, que finalmente se refleja en todos los ámbitos. Indica, pues, la falta de armonía entre los distintos aspectos del individuo; su pensar y su hacer, su mente y sus emociones, su espíritu y su cuerpo o el ser y el decir, una dicotomía que afecta a todo lo que se relaciona con él, para convertirse en separación respecto de los demás y de la naturaleza. Justamente, la escisión (Entzweiung) será para los románticos el principio que pone en movimiento toda la actividad humana, dando inicio, en particular, a la filosofía y al arte.

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