«La guerra es la guerra» es el principio tautológico que rige la lógica de la guerra y el que sustenta el guion narrativo de la obra de Vicente Blasco Ibáñez, Los cuatro jinetes del Apocalipsis. El autor también lo enuncia de manera nietzscheana: «una buena guerra santifica toda causa», otorgándole al axioma un valor transcendente.
Al principio del libro, Julio y Margarita, que llevan meses sin verse, se citan en un parque de París. Hablan de la guerra, pero, a pesar de las conversaciones que él había mantenido con los pasajeros alemanes en el vapor que lo trajo de América y el ambiente premonitorio que se respiraba en Francia, ninguno de los dos amantes creía que podía llegar a ser algo real. En su mundo de enamorados no cabía una guerra que truncara su felicidad: «Resulta cruel, pero es humano», reflexiona Margarita, porque «hay que ser egoístas para ser felices». Julio tiene un argumento más objetivo, más científico, que esgrime para tranquilizarla: «Un profesor viejo que va a casa explicaba ayer a mamá que las guerras ya no son posibles en estos tiempos de adelanto».
Quizá eso mismo pensábamos nosotros antes de ayer: en pleno siglo XXI, después de la nefanda experiencia de la centuria anterior, habiendo superado incluso los «tiempos de adelanto», ¿quién pudiera pensar que se iniciaría una guerra como la de Ucrania? ¿Quién hubiera imaginado hace un año que todavía hoy seguiría vivo el conflicto y que amenazaría con ser la prórroga de las dos grandes guerras del pasado siglo? Ni Julio Desnoyers ni Margarita lo creyeron, pero ambos acabaron sometidos a la gran apisonadora: Julio acabó en el frente y murió luchando, Margarita se hizo enfermera y palpó los horrores de la guerra. Todos los personajes de la novela se vieron obligados a conjugar sus vidas según el paradigma de la lógica de la guerra: los que no mueran llorarán a sus muertos.

Los cuatro jinetes
Julio y su amigo Argensola, un «joven español al que llamaba unas veces mi secretario y otras mi escudero», se encuentran una tarde con su vecino Tchernoff. Tchernoff es un ruso rebelde y bohemio, de «aspecto desastrado», «barbas trágicas» y «de alma cristiana, como la de todos los revolucionarios», según confiesa, que camina borracho por los Campos Elíseos. En su locuaz ebriedad, el ruso arremete contra los invasores y en favor de la libertad. Reflexiona sobre la condición humana y se niega a identificarla con los brutos, como parece que pretende la lógica de la guerra.
Somos seres de razón y de progreso –argumenta–, y debemos libertarnos de la fatalidad del medio, modificándolo a nuestra conveniencia. El animal no conoce el derecho, la justicia, la compasión; vive esclavo de la lobreguez de sus instintos. Nosotros pensamos, y el pensamiento significa libertad. (I, 5)
Cual Max Estrella deambulando por las calles de Madrid de la mano de Don Latino, Tchernoff va soltando verdades como puños y prevé el apocalipsis: «¡Qué lluvia de tristezas cae sobre el mundo!». La noche se cierra, no hace frío en París, pero el clima parece esperpéntico. De pronto, las reflexiones del ruso se convierten en un sonoro monólogo interior:
Y cuando dentro de unas horas salga el sol –escuchan estupefactos Julio y Argensola–, el mundo verá correr por sus campos los cuatro jinetes enemigos de los hombres… Ya piafan sus caballos malignos con la impaciencia de la carrera; ya sus jinetes de desgracia se conciertan y cruzan las últimas palabras antes de saltar sobre la silla. (I, 5)
Como si los estuviera viendo, el poeta visionario, como si fuera el mismísimo evangelista en la isla de Patmos, describe a los cuatro terribles jinetes: la Peste, montada en un caballo blanco tensando su arco cual Apolo en la Ilíada; la Guerra, blandiendo una enorme espada sobre un caballo rojizo; el Hambre, cabalgando sobre un caballo negro con una balanza en la mano para pesar el sustento de los hombres, y la Muerte, montando un caballo pálido.
Los cuatro jinetes emprendían una carrera loca, aplastante, sobre las cabezas de la humanidad aterrada.
A lo largo de la historia la humanidad ha sido aplastada por los cascos de los cuatro jinetes y, sin embargo, siempre ha logrado diferir la llegada del Apocalipsis. Ha superado hambrunas, pestes (la última, el covid), guerras y la inevitable muerte, que acaba teniendo siempre la última palabra. A pesar de ello, es la guerra la que hace saltar todas las alarmas, como si espolease a los otros jinetes para que le allanen el camino. Tras la contienda, las Furias recorren el campo de batalla, silban las flechas contaminadas de Apolo vengativo y la tierra, regada por la sangre de tantos caídos, ya no puede albergar en sus entrañas «los gérmenes creadores de un pan futuro (III, 5).
La guerra justificada
Muchos pensadores hablan de la «guerra justa» y defienden que en caso de defensa propia estaría justificada una intervención bélica, como si el oxímoron se pudiera disolver a base de supuestos paliativos. Pero la guerra siempre se justifica con otra guerra, su lógica falaz da validez al argumento circular (petición de principio) de manera que encontramos en la conclusión lo que había en las premisas. Los jinetes del Apocalipsis no necesitan justificarse para emprender el galope como los primeros principios no requieren demostración. Ellos son los que están en la base de todo argumento, son las premisas supremas. Por eso, el principio bélico de identidad, a saber, «la guerra es la guerra», no necesita justificación alguna, sino que, por el contrario, lo justifica todo. Esta es la razón por la que la guerra, aun siendo un invento humano, es inhumana y, como tal, no puede tener nunca una coartada ética.
En el siglo XVI, la Escuela Española de Derecho Internacional puso las bases del ius ad bellum, del derecho a la guerra. Entre los autores de esa escuela destacan Francisco de Vitoria y Francisco Suárez. El primero mantenía que «la única y sola causa de hacer la guerra es la injuria recibida si ésta fuera grave», y el segundo sólo admitía como causas justas de la guerra «la punición de aquel que ha violado un derecho de otro, la venganza de una injuria o la protección de inocentes». Un siglo después, el pensador holandés Hugo Grocio ampliará el ius ad bellum a la guerra preventiva. El positivismo jurídico posterior sacrificará el fondo a las formas y admitirá como justa la contienda a la que le haya precedido una declaración de guerra formal. La consecuencia de esta concepción será que los Estados soberanos tendrán derecho ilimitado a hacer la guerra y esta será, desde el punto de vista jurídico, una función natural del Estado y una prerrogativa de su soberanía absoluta.

Habrá que esperar a los Convenios de La Haya de 1899 y 1907 para percibir un cambio de perspectiva del Derecho Internacional clásico. Aunque estas Conferencias no consiguen una proscripción general de la guerra, comienzan a demostrar un claro interés por el mantenimiento de la paz. Pero si bien estas acciones limitaban el ius ad bellum, lo hacían en tanto en cuanto iban encaminadas a humanizar la guerra a través de convenios sobre el ius in bello, el derecho durante la guerra.
Hubo que esperar a una gran contienda, la Primera Guerra Mundial (1914-1918), que alcanzó proporciones inusitadas tanto en número de contendientes como en el de víctimas, para que se produjera un cambio de mentalidad. En el Pacto de la Sociedad de Naciones firmado después del conflicto, las partes contratantes declararon en el Preámbulo estar dispuestas a «aceptar ciertas obligaciones de no recurrir a la guerra», lo cual suponía una renuncia parcial al ius ad bellum, o mejor, establecía una moratoria para el ejercicio del derecho a la guerra.
Pero dos décadas después el ser humano volvió a tropezar en la misma piedra; la Segunda Guerra Mundial (1939-1945) fue mucho más cruel y sangrienta. Acabada la contienda, se redactó la Carta de las Naciones Unidas, que resolvía, según consta en su Preámbulo, «preservar a las generaciones venideras del flagelo de la guerra, que por dos veces durante nuestra vida ha infligido a la humanidad sufrimientos indecibles». Este propósito, asumido por las Naciones Unidas, de «abstenerse de recurrir a la amenaza o al uso de la fuerza contra otro Estado» fue sancionado posteriormente por la Asamblea General de 1970 y por el Acta Final de Helsinki de 1975.
Qué duda cabe que los esfuerzos por sustituir el ius belli, el derecho a la guerra, por el ius pacis, el derecho a la paz, han sido ímprobos, sobre todo, a lo largo del último siglo; sin embargo, no parece que hayamos avanzado gran trecho, basta echar un vistazo a los conflictos bélicos que todavía en la actualidad azotan el planeta. Quizá el error haya estado justamente en esos intentos por «humanizar» la guerra, por meterla en la órbita de la ética, lugar que, como hemos visto, no le corresponde.
La guerra es la guerra
El principio bélico de identidad, así lo podríamos llamar, se invoca constantemente a lo largo de la obra de Blasco Ibáñez de muy diversas maneras y por razones muy diferentes.
En un primer momento, el principio viene a torcer comodidades. Así, Julio, que había traído de América un cheque de cuatrocientos mil francos, no lo puede cobrar debido a la moratoria decretada por el gobierno con el fin de evitar la bancarrota. Esa preocupación le hace exclamar: «¡Ah, la guerra! ¡La estúpida guerra!», como conjurando el gran principio. Y cuando Margarita, tras acompañar a su hermano a la estación para ir al frente, se encuentra con Julio y se justifica por «la ausencia de joyas en el adorno de su persona» con estas palabras:
La guerra es la guerra, amigo mío. Ahora lo chic es amoldarse a las circunstancias, ser sobrios y modestos como soldados. ¡Quién sabe lo que nos espera! (II, 2).
Pero, poco a poco, el axioma bélico va justificando acciones más nobles, como la que observa don Marcelo Desnoyers en su carpintero Roberto (un mocetón que se había «emancipado de la tiranía patronal», según sus propias palabras) convertido en soldado. El joven carpintero justifica el giro de sus convicciones: «Creo en mis ideas lo mismo que antes, pero la guerra es la guerra, y enseña muchas cosas; entre ellas, que la libertad debe ir acompañada de orden y de mando… Cuando llega la guerra se ven las cosas de distinto modo que cuando uno está en su casa haciendo lo que quiere». «Vamos a hacer la guerra a la guerra –añade–. Nos batiremos para que esta guerra sea la última» (II, 1).
Margarita y Julio, también son transformados por la guerra. Ella decide hacerse enfermera. Se lo dice a Julio:
A veces pienso que la guerra, con todos sus horrores, tiene algo de bueno. Sirve para que seamos útiles a nuestros semejantes. Apreciamos la vida de un modo más serio; la desgracia nos hace comprender que hemos venido al mundo para algo (II, 2).
Al cabo de un tiempo, Julio Desnoyers decide abandonar París y tomar un tren hacia Burdeos en busca a Margarita, convertida en enfermera. Tras visitar todos los hospitales entre Pau y Lourdes, el narrador comenta que «la guerra se mostró a los ojos de Desnoyers con toda su cruel fealdad. Había hablado de ella hasta entonces como hablamos de la muerte en plena salud, sabiendo que existe y que es horrible, pero viéndola tan lejos… ¡tan lejos!, que no infunde una verdadera emoción». Entonces, el narrador se inmiscuye en los pensamientos de Julio:
¡Si los que provocan la guerra desde los gabinetes diplomáticos o las mesas de un Estado Mayor pudiesen contemplarla, no en los campos de batalla, con el entusiasmo que perturba los sentidos, sino en frío, tal como se aprecia en hospitales y cementerios por los restos que deja tras de su paso! (II, 4).
También don Marcelo Desnoyers acaba por dejar París e ir al frente para «proteger» el castillo de indiano, repleto de obras de arte y muebles caros, que compró cuando regresó de las Américas. Pero los alemanes, como era de esperar, avanzan, arrasan Villeblanche, pueblo donde se encontraba el castillo, y lo toman como cuartel general. La justificación del enemigo siempre es la misma: «La guerra es la guerra». La piedad no cabe en las obligaciones marciales, de hecho, cuando están dispuestos a fusilarlo (al final no lo hacen), lo justifican como un deber militar: «Así lo exige la guerra» (II, 5).
El mismo don Marcelo pasa hambre y se sacia con un pedazo de pan y un trozo de queso, él que tanto dinero posee. «¡Haber conquistado una fortuna enorme, para sufrir hambre al final de su existencia!»… «Todas las cosas parecían al revés. ¡Ay, la guerra!». Cuando se encuentra con su sobrino, Otto Hartrott, joven oficial del bando enemigo, al que de pequeño en familia le llamaban Moltkecito (porque su padre decía que llegaría a ser «otro Moltke»), este da en un primer momento un trato preferente a su tío, pero poco a poco va viendo que la guerra está por encima de la familia y la amistad: «¡Qué quiere usted! –le repitió varias veces–. Es la guerra». (II, 5). Y le explica que, aplicando el mismo principio, el castigo que sufrió el pueblo debería haber sido aún mayor.

Don Marcelo intercede por el alcalde del pueblo y otros habitantes que habían caído prisioneros. Sin embargo, a pesar de sus argumentos Otto ordena el fusilamiento. Desnoyers va a quejarse, pero el capitán le corta repitiendo una vez más la eterna y monstruosa excusa: «Muy horrible, pero ¡qué quiere usted!… Así es la guerra». Y se dio cuenta de que su Molkecito era tan peligroso y feroz como los otros. La misma evasiva utiliza el sobrino cuando expolian y destrozan el castillo: «¡Qué hacer!… Es la guerra» (II, 5).
Al final, el estado Mayor enemigo abandona el castillo y queda un jefe de brigada al que llaman «el conde». Aquellos salvajes rezuman cinismo por los cuatro costados: «eran adoradores de la gloria militar, consideraban la guerra necesaria para la vida, y sin embargo se lamentaban de los sufrimientos que les proporcionaba». De hecho, siempre que se producía una muerte o la ruptura de una obra de arte saltaba la sempiterna excusa: «Es la guerra, señor», «Es la guerra… Debemos ser duros para que resulte breve. La verdadera bondad consiste en ser crueles, porque así, el enemigo, aterrorizado, se entrega más pronto y el mundo sufre menos». «¡La guerra!», «¡Triste guerra, señor!», «¡Triste guerra!» (II, 5).
Una vez más, don Marcelo intercede por un muchacho del pueblo que había salido de su escondite. Sus padres mantienen que, aunque lo parezca, no está todavía en edad de enrolarse y que no merece ser fusilado. A pesar de los argumentos de Desnoyers, «el conde» ordena su fusilamiento. Don Marcelo va al castillo a quejarse y encuentra al subteniente tocando el piano: «Es la guerra, querido señor –dijo cesando de tocar–. La guerra con sus crueles necesidades… Siempre es prudente suprimir al enemigo de mañana» (II, 5). Prudencia salvaje.
El jinete del caballo pálido
Julio, al fin, se decide a ir al frente y se convierte en un oficial valiente y comprometido. En el fragor de la batalla se enfrenta cuerpo a cuerpo con un oficial enemigo. Le suenan sus facciones, pero no lo acaba de reconocer. «Desnoyers hizo fuego con la seguridad de que mataba a una persona conocida». Lo mató, efectivamente, y cuando vio el cadáver, con los ojos abiertos en señal de sorpresa, reconoció al capitán Erckmann, con quien había discutido sobre el inminente conflicto armado en el buque que los traía de América: «Se disculpó mentalmente, como si estuviese en presencia de la dulce Berta (la mujer del capitán alemán). Había tenido que matar para que no le matasen. Así es la guerra» (III, 4).
«La guerra no sólo mataba en el frente. Sus emociones volaban como las flechas por las ciudades, tumbando a los quebrantados, a los débiles, que en tiempo normal habrían prolongado su existencia» (III, 4). Cuando don Marcelo Desnoyers ve a su cuñada Elena llorar por la muerte de su hijo Otto, con el que él había coincidido, como hemos dicho, en el castillo de Villeblanche, se conmueve pensando en el sufrimiento que estará padeciendo su padre Karl. Él había sido su padrino de bautizo y no podía menos que sentir también dolor por la pérdida de su ahijado; no obstante, el narrador comenta: «Pero, luego, al verse solo, una frialdad egoísta borraba estos sentimientos. La guerra era la guerra, y los otros la habían buscado» (III, 4).
A don Marcelo también le arrebata la guerra a su hijo Julio. Con la ayuda de su amigo, el senador Lacour, quien también había perdido a su hijo, emprenden un viaje por los cementerios donde estuvo el frente con el fin de encontrar sus tumbas. El paisaje es desolador: la victoria de la muerte en miles de cruces esparcidas por los campos. Ante tal panorama, experimenta «el consuelo fugitivo de la venganza». Se imagina enterrados allí a los jóvenes soldados enemigos, universitarios «que llevaban libros en la mochila» y tras el saqueo de alguna aldea «se dedicaban a leer poetas y filósofos al resplandor de los incendios», «hinchados de ciencia con la hinchazón del sapo, orgullosos de su intelectualidad pedantesca y suficiente», «hijos del sofisma y nietos de la mentira» capaces de probar cualquier absurdo mediante su «acrobatismo intelectual». Eran también víctimas del principio bélico de identidad que había sido puesto en marcha por los Herr Professor desde sus cómodos despachos de las universidades alemanas… «Estos hombres de barba fluvial y antiparras de oro, pacíficos conejos del laboratorio y de la cátedra, habían preparado la guerra presente con sus sofismas y su orgullo». Mientras tanto, en la cruda realidad del frente, «el estudiante guerrero leía en el vivac a Hegel y Nietzsche» (III, 5).

En 1915, el presidente de la República, Raymond Poincaré, llamó a Vicente Blasco Ibáñez, quien residía en París, para encargarle un «arma secreta», es decir, un libro sobre la guerra, una novela que contara lo que está pasando en el frente. Blasco Ibáñez entiende el encargo a la perfección y escribe Los cuatro jinetes del Apocalipsis, pues sabe que la literatura es la única arma posible contra la guerra. La novela tendrá un gran éxito y será el primer best seller de un escritor español en Estados Unidos. (cfr. Santiago Posteguillo, La sangre de los libros).
Tras leer la obra de Vicente Blasco Ibáñez uno no puede creer en el clásico adagio Si vis pacem para bellum, si quieres la paz prepara la guerra, porque la única manera de parar la guerra es prepararse para la paz. Es una falacia pensar que el objetivo de la guerra es la paz, como si dijéramos que la finalidad de las enfermedades es recobrar la salud. No, es la enfermedad lo que hay que sanar; es la guerra lo que hay que evitar, porque si le das una oportunidad, por pequeña que sea, se arma con su principio lógico y acaba conjurando a los cuatro jinetes del Apocalipsis.
«Finis origine pendere«, el final depende del principio. Por eso, la novela no puede ser optimista: a don Marcelo «le pareció que resonaba a lo lejos el galope de los cuatro jinetes apocalípticos atropellando a los humanos… Los reconoció como las únicas divinidades familiares y terribles que hacían sentir su presencia al hombre. Todo lo demás resultaba un ensueño. Los cuatro jinetes eran la realidad…» (III, 5).
La guerra es la guerra es la frase más atroz e inhumana . Justifica todos los horrores. Los vividos y los que están a punto de nacer, porque siempre «el clima bélico» está presente , una amenaza a la paz justificada de mil maneras. Y escuchamos frases «heroicas» : venceremos,luchar hasta el final, morir matando.El sinsentido elevado a condición de sublime. La paz es una quimera para un ser humano que es capaz de poner medallas por matar a otros seres humanos.
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Como siempre, un buen texto
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Excelente texto. Muchas gracias.
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Excelente análisis!
Gracias por compartirlo.
Saludos cordiales.
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Gracias por los temas que periódicamente tienen a bien compartirnos. Los humanos, lamentablemente, llevamos en los genes, el ser pendencieros como lo vemos a través de la existencia humana desde sus orígenes.
Rodrigo Aranzazu Ramírez
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