Heráclito: concordancia de los contrarios

Heráclito

Así imaginó a Heráclito el pintor neerlandés Hendrick ter Brugghen

Espuela de plata relanzó hace algunos meses la exitosa interpretación de Oswald Spengler sobre los fragmentos de Heráclito (176 pp., 15 euros), en una magnífica edición que nos acerca a una de las figuras fundamentales de los albores de la filosofía.

Spengler cree haber encontrado en el carácter aristocrático del pensamiento de Heráclito la prueba de que “la lucha o la guerra crea toda distinción real tanto en el ámbito de la naturaleza como en el de la historia”, escribe en la Introducción Marcelino Rodríguez Donís. A juicio de Spengler, “Heráclito sería ese gran señor que, aun en medio de la miseria de su tiempo, mantiene con orgullo y altivez una Weltanschauung que, como todo lo noble, profundo, bueno y verdadero siempre triunfa en este mundo”.

Heráclito reflexiona explícitamente sobre la identidad de los opuestos. Sin embargo, “Todas las cosas son una”, escribía a su vez en uno de sus fragmentos. Aunque diferentes y opuestos en su diversidad y oposición, todo existente, tomado absolutamente, es idéntico a los demás. Esta identidad no puede ser algo particular y limitado, sino lo ilimitado, lo ápeiron; el cometido del filósofo es establecer en qué consiste este nexo que configura y hace una a la realidad múltiple.

Spengler establece la singularidad de Heráclito frente a los milesios. Estos buscan una arce, un origen sustancial de todas las cosas, mientras que Heráclito sostiene que el ser no existe, sino que sólo hay un acontecer puro, desprovisto de sustancia y regido por una ley. La lucha de los opuestos es lo único real en el incesante devenir que es como las aguas de un río que siempre se renuevan.

Heráclito asegura que la identidad de las cosas es su mismo ser diferente y opuesto, su mismo diversificarse y oponerse a las otras, y llama “guerra” (pólemos) a la oposición en la que consiste cada una de ellas y de la cual se genera. Lo que hay de idéntico en cada realidad es la contraposición misma de cada cosa con las otras. La discordancia, el contraste y la oposición son el mismo principio de concordancia, armonía y unidad de las propias cosas.

La identidad de lo diferente no puede ser algo particular, es la oposición de cada cosa con respecto a las otras, su no ser las otras, su ser justamente algo “diferente”. Ese no ser el otro de él no es algo particular y limitado, que concierne sólo a algunas cosas: el no ser del otro de él mismo constituye todas las cosas y por lo tanto es ilimitado, ápeiron. Anaxímenes se preguntaba qué es el ápeiron, y Heráclito contesta: es el no ser el otro de él mismo, o sea, el oponerse de cada cosa a todas las otras.

En este camino, Heráclito retoma la reflexión sobre los conceptos de justicia e injusticia. Aclara cómo cada cosa puede ser lo que es sólo en cuanto se encuentra unida a las otras en la relación de oposición; y la oposición, la disputa, apaga la prevaricación de la injusticia. La justicia es disputa, justamente porque en el contraste de la oposición, o sea en la guerra universal, continúa negada la “arrogancia” de cada cosa singular.

El devenir de las cosas tiene una particular importancia para Heráclito, porque en el universo visible supone la vinculación que une a los opuestos: la paz nace de la guerra, la guerra de la paz… Y más aún: en el devenir, tanto el contraste y la oposición de las cosas como la unidad de los opuestos, se presentan de la manera más manifiesta. En el devenir, cada cosa se convierte en su contrario. Aunque, según Spengler, en Heráclito no puede hablarse de identidad los contrarios, sino de antinomias, en tanto que ningún opuesto puede darse sin el otro.

La oposición responde al estado subjetivo o sensorial de los sujetos, pero se reduce a una sola y misma cosa que nosotros calificamos de distinta manera según somos afectados por ella. Finalmente, el logos, la razón, marca el compás del movimiento y de la lucha, pero ni se identifica con el fuego, ni con dios, ni es tampoco un principio intelectual.

Heráclito Spengler

La fantástica edición de Espuela de plata

Heráclito afirma también, en numerosos fragmentos, que el universo (cosmos) es “fuego eternamente vivo”. En el pensador de Éfeso la oposición de las cosas no es la sustancia, la materia de la que están hechas, sino su ordenamiento, su ley, que son ordenamientos y leyes de la sustancia de la que están hechas las cosas; y justamente a esta sustancia Heráclito la llama “fuego”. En la Introducción del libro que hoy os recomiendo, Rodríguez Donís asegura que “El hombre participa de la capacidad poética del fuego y está destinado a fundar ciudades y dominar la técnica. Así como el padre es el origen de sus hijos, la guerra, que debemos pensar conjuntamente con lo uno como relámpago y fuego, es el origen de todo”.

Al decir que “todas las cosas son una”, Heráclito considera que la sustancia de la que se generan y constituyen y a la que regresan es el fuego, pero de manera que la constitución de las cosas y el proceso en el que nacen y mueren están determinados por la oposición entre las cosas, que funciona como ley de todas ellas y representa lo que en ellas hay de idéntico. El fuego es pues la sustancia unitaria de las cosas regulada por la ley unitaria de su oposición.

Heráclito hace plenamente explícita la contraposición entre la filosofía, como conocimiento de la verdad, y la manera común de pensar de los hombres. La ley y el orden del Todo son una sempiterna “palabra” (lógos) que se ofrece a la escucha de todos. La mayoría la oye, pero no sabe escucharla. Las opiniones dejan fuera de la verdad a las cosas. En cambio, el sabio escucha el Logos y por ello dice y hace cosas verdaderas. No es aquel que conoce un gran número de cosas, sino aquel que sigue la ley del cielo tal como se manifiesta en el Logos. En la sabiduría, así entendida, reside la “suprema virtud”. Por primera vez sale a relucir la preocupación por la verdad como ley fundamental que debe guiar la vida del hombre. En relación a ello, Heráclito explica que hay que pensar, que comprender (to fronei).

Heráclito es por su manera de considerar el mundo un aristócrata, pero por su procedimiento mental es un psicólogo. No considera la naturaleza en sí misma, como objeto, según el fenómeno, el origen y el fin, sino los procesos naturales y sus leyes. Su sistema puede ser denominado una psicología de los acontecimientos del mundo. Heráclito es el primer filósofo social, el primer estudioso de la teoría del conocimiento, el primer psicólogo. La filosofía no era considerada como una ciencia sino como un camino para alcanzar una imagen del mundo. La filosofía es arte formativa, arquitectónica del pensamiento.

Heráclito habla, por fin, de la figura del sabio. De este sophón dice que es uno y que es siempre. Además, es separado de todas las cosas. Advierte que debemos seguir lo común, y esto común es el noûs: “Los que velan tienen un mundo en común, pero los que duermen se vuelven cada uno a su mundo particular”. Damos, así, con una nueva y fundamental escisión: el hombre vigilante, que sigue lo común, el noûs, es el que alcanza la sabiduría, que es una y siempre; por otro lado aparece el mundo del sueño, que es el mundo particular de cada uno, donde la opinión campa a sus anchas y en el que todo es (parece) cambio y devenir.

Y es que, como asegura el filósofo de Éfeso en uno de sus más memorables fragmentos, “La naturaleza gusta de ocultarse”. Heráclito, en este sentido, vuelve a situar al ser humano antela inexcusable antinomia de su ser perecedero (opiniones de los mortales) y su ser eterno e inmortal.

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