Nietzsche y el porvenir de la educación

En 1872, un jovencísimo Friedrich Nietzsche acaba de cumplir veintisiete años. En su haber ya relampaguea su primer gran escrito, El origen de la tragedia. Aún bajo los efluvios del parto que acababa de acontecer, que le había dejado exhausto y asombrado ante su propio logro («¡Qué vivencias hay que haber tenido para escribir semejante obra!», anotaba sobre la ocasión el padre del Zaratustra), rumia el contenido de lo que dio lugar a Sobre el porvenir de nuestras escuelas, una serie de cinco textos en la que el autor desgrana el fondo de las famosas conferencias que impartiría posteriormente en la Universidad de Basilea, centro educativo en el que fue catedrático por aquella época, y donde criticó a golpe de martillo el vacío cultural imperante en las instituciones educativasde la ciudad, y por extensión, de la  Alemania de su época. Se trata de una obra en la que ya se pueden entrever algunas pinceladas del magma filosófico que daría lugar posteriormente a su moral de la individualidad, procurada en este caso desde una revolución cultural en torno a las ideas wagnerianas tan cercanas por entonces a las de nuestro filósofo, y de las que luego se alejaría en diversos aspectos.

Precisamente, para poder bucear en el sentido de los textos y comprender así el porqué de su argumentación, es imprescindible delimitar el contexto intelectual en el que se movía en aquellos momentos el padre del Übermench. Estamos ante la primera de las épocas de nuestra autor, aquella en la que la impronta del maestro Schopenhauer, del que también se distanció después, brillaba con mayor intensidad en el pensamiento de Nietzsche. Es el período de su comprensión del mundo como una dualidad a caballo entre lo físico y lo metafísico que comenzara con Platón, y a la que le siguieron las teorías de Kant, pero sobre todo las del propio Schopenhauer, discutidas en su magna obra El mundo como voluntad y representación, cuya lectura supuso un tremendo impacto en Nietzsche. Tras este plural estudio, el filósofo concibe la realidad como un conjunto de pluralidades en perpetuo movimiento, como un todo que nos engulle, donde aparecen los dioses griegos Dionisos, representación del éxtasis colectivo y de la celebración de la vida, y Apolo, representación de lo más gravoso y racional. De este conflicto emerge el escenario de los seres humanos, delimitados como individuos en el mundo físico. En esa plataforma, la vida se nos presenta como una constante lucha entre iguales (que en realidad no lo son) en el que se suceden los deseos y los sufrimientos.

Esta enigmática verdad surge de un pesimismo difícil de digerir  por parte del «hombre teórico» (el nacido después de Sócrates), siempre a merced del razonamiento más pragmático, y es por ello que Nietzsche aboga por romper el velo que separa las dos orillas de nuestra realidad, para así poder adentrarnos en el mundo de la irracionalidad (del éxtasis). Solamente de esta manera podremos llegar a entender y aceptar una verdad a la que Nietzsche se refería como la «verdad de Sileno», en alusión al viejo y borracho sabio de la mitología griega, tutor del dios Dionisos. Según se cuenta, el sabio eremita, ante la pregunta formulada por el rey Midas sobre qué es lo mejor para los seres humanos, contestó con cierto sosiego e incluso alegría: no haber nacido, no ser, ser nada, y lo segundo mejor, morir pronto.

Este grado de madurez existencial (como aceptación de verdades contra las que no vale más que la resignación) es una virtud notable de la cultura helénica, capaz de  deslumbrar como ninguna otra precisamente a causa de haber podido interiorizar tan enorme drama (el conflicto que todo lo domina); Nietzsche, en su condición de filólogo, creyó encontrar el origen de esa actitud superior en la tragedia griega, una suerte de manifestación artística en la que se funde el mundo dionisíaco y el apoliníaco. Según el autor de Röcken, ahí estaría la llave para abrir la puerta que conduce al entendimiento de todas aquellas cuestiones existenciales que escapan de la racionalidad.

Pero resulta que aquella Alemania en la que vivía el joven Nietzsche, recientemente unificada, no se había percatado de ese detalle, a pesar de tener a Richard Wagnerentre sus ídolos, cuya obra total, según nuestro autor, sería la expresión moderna de las tragedias griegas. Esto hizo que Nietzsche se rebelase, y de ahí surgieron los textos críticos que servirían para dar hilo argumental a las cinco conferencias incendiarias en las que denunció los graves errores que, a su juicio, se estaban cometiendo en las aulas alemanas, desde donde se contribuía a «un nihilismo cultural»que le atormentaba.

Sobre el porvenir de nuestras escuelas es un texto indefinible en cuento a su género: su transfondo es ensayístico, pero todas sus ideas se van desmigajando a partir de un relato ficticio que encierra, además, un cierto tinte autobiográfico. En ella, dos jóvenes universitarios se han embarcado en un viaje que les lleva a la localidad de Rolandseck, en las orillas del Rin y próxima a la ciudad de Bonn, aprovechando una visita grupal en la que participan junto con otros estudiantes. Los dos amigos, en sus años más jóvenes, habían fundado, en un bosque situado en los aledaños de ese lugar, una sociedad cultural en la que ambos pudieran expresar «libremente sus tendencias productivas en el arte y en la literatura». Aquella experiencia había calado hondo en el espíritu de ambos, y deseaban revivir el momento en el que se habían sentido «repentinamente inspirados para adoptar una misma decisión». Al parecer, con este planeamiento Nietzsche pretende evocar una experiencia propia vivida en su adolescencia, tal y como apunta Giorgio Colli. Nietzsche presentaba así la idea del estudiante-tipo en la reformada escuela alemana: «Hombres que se caracterizaban por la ausencia de proyecto y objetivo alguno, y por la libertad con respecto a cualquier propósito del futuro, hombres que no esperan nada».

Los jóvenes se adentran en el bosque. Al llegar a un lugar apartado, deciden practicar el tiro con pistola, actividad que les había llevado realmente a ese solitario paraje, pero las detonaciones asustan a un viejo filósofo (¿acaso el viejo Sileno?) y a su discípulo. Les increpan e intentan ahuyentarlos, pero, al final, los cuatro deciden compartir la quietud de aquel recóndito lugar. Los dos estudiantes escuchan con cautela la discusión entre el filósofo y su discípulo, un joven profesor que había abandonado las aulas debido a su desánimo, e incluso llegan a participar en ella. Fruto de esas conversaciones, Nietzsche descarga su discurso en la serie de cinco conferencias que aparecen hilvanadas como una secuencia lineal, siempre bajo los auspicios de una prosa cuidada, capaz de adornar el texto con pasajes tan bellos como este: «Cielo y tierra estaban uno junto a la otra, plácidamente fundidos en armonía, maravillosamente mezclados por el calor del sol, por el frescor del otoño y por una infinitud azul».

El hilo fundamental de este trabajo se desgrana en varios aspectos. En primer lugar, la relación existente entre la cultura y el Estado moderno, utilizando como modelo el caso de la reformada nación alemana. Nietzsche distingue entre dos tipos de cultura: la formal, necesaria para procurarse una lucha para la supervivencia y para evitar la miseria, en la que el razonamiento científico es fundamental, y que resulta además  totalmente necesaria y extensible a toda la población, y la clásica, encargada de tratar los asuntos mayores, solamente al alcance de los «mistagogos culturales». No obstante, existiría un problema de raíz, problema entroncado en el espíritu del sistema educativo alemán, y que habría llevado a la degeneración de la cultura (la auténtica, a la que define como clásica) dando paso a un modelo cultural pobre y simplificado (el formal), dirigido por la economía política, cuyos objetivos educativos principales serían dotar a los ciudadanos de herramientas que incrementen su productividad y su felicidad, lo cual se consigue gracias a dos corrientes aparentemente contrarias: «Ampliar y difundir lo más posible la cultura, y por otro lado, la tendencia a restringir y a debilitar a la cultura». De esta manera se educará a «hombres corrientes», quienes han de ser numerosos y entre sus valores ha de primar la alianza entre la inteligencia (pragmática) y la posesión, y en consecuencia, una «reducción cultural» dirigida por el pensamiento estructurado propio del más puro cientificismo. Por ello, y a la inversa, se consideraría peligroso y amenazador que la cultura produjera «hombres solitarios que coloquen sus fines más allá del dinero y de la ganancia, que consuman mucho tiempo».

En concreto pone su atención en las instituciones de Bachillerato, a las que tilda de ser una institución no cultural en el sentido superior del término, sino una mera lanzadera que educa a sus estudiantes según los cánones de la productividad y la felicidad, intentando dotarlos de una cierta autonomía vital bajo apariencia de Bildung (el arte del cultivo autónomo e individualizado de la persona). Pero esa autonomía aparece viciada por una sesgada cultura formalista, que aleja a los estudiantes de forma inconsciente del arte, la filosofía, y en definitiva, de la cultura clásica, y por tanto les priva de alcanzar ese estatus mayor de Cultura que él aplaude.

Igualmente apunta a otras dos causas adicionales: en primer lugar, al declive de la lengua alemana, totalmente desvirtuada según el autor debido al «prosismo periodístico» de la época, y que hace que los estudiantes no puedan acercarse a las obras de los grandes poetas reformadores alemanes como Goethe o Schiller, quienes, según Nietzsche, habían hecho grandes esfuerzos por recuperar la cultura clásica.

También justifica la decadencia cultural por la gran cantidad de instituciones educativas derivadas de la obsesión del Estado por procurar una extensión máxima de la cultura entre sus súbditos. Según nuestro filósofo, el Estado  ha visto en la cultura una fiel aliada «de cara a hacer asegurar su existencia», sobre todo en aquellos países en los que hay un cierto desarraigo religioso (como en Prusia, por ejemplo), ya que ante el vacío del pensamiento religioso los Estados habían abrazado la cultura para establecer sus dogmas. Tal como afirma Nietzsche en su tercera conferencia, 

El Estado se muestra como un mistagogo de la cultura, y al tiempo que persigue sus fines obliga a todos sus servidores a comparecer ante él con la antorcha de la cultura universal del Estado en las manos. 

Finalmente, Nietzsche asegura que este afán del Estado implica un mayor número de profesores no capacitados para la revolución cultural que él propone, y a los que se refiere como una generación que ha nacido para dar paso a los verdaderos genios que vendrán después. Consideraba necesaria la vuelta a la tradición clásica del maestro-discípulo de la antigüedad a la que aboga con tanto ahínco.

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