Jean-Jacques Rousseau: un carácter filosófico indómito

Muy pocos filósofos han hablado tanto sobre su propia vida como Jean-Jacques Rousseau (1712-1778). Además de legar sus extensas Confesiones a la posteridad, una obra que aún hoy sigue vendiéndose como un auténtico best seller, el músico, pensador, dramaturgo, literato y, en definitiva, multifacético autor ginebrino nos legó una ingente cantidad de material epistolar que, en sus obras completas, reúne un total de 52 inapreciables tomos.

Lo interesante de este último dato es que, además de situarse en permanente diálogo con sus coetáneos (de la más variopinta condición), la correspondencia más cotidiana le servía a Rousseau como un auténtico tour por los más inextricables secretos del sí mismo: escribir cartas no sólo nos pone en contacto con los otros, sino también y sobre todo con nosotros mismos. El género epistolar es, pues, una forma de autoconocimiento. Las cartas facilitan la entrada a un mundo donde quedamos enfrentados, cara a cara, con nuestro yo: un escenario en el que, desde luego, pueden llegar a rendirse las más terribles batallas. Más terribles que las que libramos con los demás. Lo Otro, lo más extraño, mora en nuestro interior…

Es cierto que, a pesar de la fama que obtuvo en vida (gracias, sobre todo, a sus éxitos literarios e incluso a sus composiciones musicales), Rousseau no logró alcanzar una estabilidad vital ni emocional que le permitiría creerse feliz durante largos períodos, a pesar de que él mismo asegura en una de las misivas recogidas que «el objeto de la vida humana es la felicidad del hombre, ¿pero quién de nosotros sabe cómo se consigue?».

En el fondo de todas las almas existe un principio innato de justicia y de verdad moral anterior a todos los prejuicios nacionales, a todas las máximas de la educación. Este principio es la regla involuntaria sobre la cual, a pesar de nuestras propias máximas, nosotros juzgamos nuestras acciones y las ajenas como buenas o malas, y es a este principio al que doy el nombre de «conciencia».

En estas abundantes cartas, topamos con ese Rousseau tan difícil de clasificar por el que a ratos suspiraremos, al que en ocasiones detestaremos, y al que, acaso, llegaremos a admirar y amar. Y todo, además, sobre el fondo de su magnífica pluma, un encanto que ni siquiera el mismísimo Kant pudo sortear. El inmortal filósofo de Königsberg aseguraba que la «fuerza mágica de la elocuencia» de Rousseau le obligó a releer continuamente a nuestro protagonista «hasta que la belleza de su estilo no me distraiga y pueda estudiarlo ante todo con la razón».

Tumba de Rousseau

Tumba de Rousseau en París

En uno de estos documentos epistolares, el pensador ginebrino expresaba sin reparos que vagamos por la tierra «sin principio ni fin ciertos, de deseo en deseo, y los que acabamos de satisfacer nos dejan tan lejos de la felicidad como antes de obtener nada».

La conciencia es tímida y timorata, busca la soledad, el mundo y el ruido la espantan, los prejuicios de los que se la dice ser obra son sus más mortales enemigos, ella huye o se calla delante de ellos, la ruidosa voz de éstos ahoga la suya y la impide hacerse oír.

Tras una intensa vida plagada de relaciones en las que Rousseau se sintió (a veces injustificadamente) desplazado y maltratado, el autor se pregunta si cabe hallar «una regla invariable» que nos sirva de «asidero y de consistencia» ante los siempre temibles devaneos a los que nos ata la existencia.

En las cartas de Rousseau topamos con un testimonio único en importancia y muy rico en temas y matices, y a la vez personal –y por eso, tan entrañable y sincero–, y se nos pone sobre la pista de los senderos por los que transcurrió la vida de uno de los pensadores más carismáticos de la historia de la filosofía, catalogado por los literatos de demasiado reflexivo, y por los filósofos de demasiado literario. Un genio en el que no cupieron medias tintas, y que tuvo tantos seguidores como detractores y enemigos.

Os conjuro a no asustaros: no albergo el propósito de relegaros a un claustro. La soledad de que se trata consiste menos en cerrar vuestra puerta y quedaros en vuestro apartamento que en sacar a vuestra alma del bullicio, y salvaguardarla de las pasiones ajenas que le asaltan a cada instante.

A pesar de que «vivamos en el clima y en el siglo de la filosofía y de la razón» –confesaba Rousseau–, no nos queda más remedio que contemplar este «teatro de errores y de miserias» que constituye el «triste destino del ser humano» para, con fuerzas renovadas, poder actuar: pues «la vida habría transcurrido diez veces» antes de haber desvelado cualquiera de las cuestiones filosóficas que los expertos catalogan como «imprescindibles». Y es que, en definitiva, «no sabemos nada, querida Sofía, no vemos nada; somos un rebaño de ciegos que se aventuran en este casto universo«.

A mediados de 1756, Rousseau se instala en la casa de campo del Ermitage, al norte de París. Tras haber disfrutado durante más de diez años de la vida mundanal de la capital francesa, y tras haber conocido y vivido desde muy cerca los avatares de los salones y de la gloria junto con los filósofos enciclopedistas, el ginebrino cae en una crisis personal que le hace enfrentarse a sus amigos y buscar la calma para acometer la redacción de algunas de sus obras más importantes. Es en este retiro cuando comienza a esbozar el título que le dio fama definitiva: Julia, o la nueva Eloísa. Ya en 1740 reflexionaba de esta manera sobre la condición humana:

Nada es más triste que la suerte de los hombres en general. Sin embargo, encuentran en ellos mismos un deseo devorador de un futuro feliz, que les hace sentir en todo momento que han nacido para serlo.

El carácter difícil de Rousseau, acompañado de su timidez y su declarada torpeza para desenvolverse en sociedad, constituyen hechos que invitan una y otra vez al filósofo al recogimiento propio de una vida sencilla, alejada de la suntuosidad y el barullo característicos de la población acomodada de París. Incluso cuando aún se veía rodeado de amigos y era reconocido y admirado, en muy pocas ocasiones se siente feliz, como relata incansablemente en sus Confesiones. Su vida intelectual muestra un continuo ir y venir de extremo a extremo, acogiéndose por igual, en distintas etapas, al protestantismo, al catolicismo o a la religión natural.

rousseau

Rousseau siempre fue perseguido por un deseo devorador de un futuro feliz que nunca llegaba. Incluso se creyó víctima de múltiples complots contra su pensamiento, contra sus obras, contra su persona. A pesar de haber asistido al más deslumbrante fragor de las luces francesas, aseguraba que el camino de sus contemporáneos no facilitaba tampoco la entrada en la felicidad. En 1740, cuando reflexionaba sobre la educación (tras una breve experiencia como preceptor), vio claro que el buen sentido no dependía tanto de las potencias del espíritu como de los sentimientos del corazón: «Tengo la experiencia de que los más sabios y los más instruidos no siempre son los más buenos y los que se comportan mejor en los asuntos de la vida».

Desde este momento, Rousseau comenzará toda una crítica a la civilización, que, entiende, nunca es transparente y siempre entraña falsedad, ya que exige de nosotros poner en práctica ciertas «formas» socialmente establecidas que quieren pasar por virtud, lo que no hace más que encubrir el vicio y abrir una profunda escisión entre el ser y el parecer. Si bien él mismo se sintió atraído en no pocas ocasiones por el relumbrón de la alta sociedad y por la admiración que llegó a despertar su genio. «La verdadera inocencia no tiene vergüenza de nada», escribirá en su obra pedagógica magna, el Emilio: libre de culpa, esta inocencia –que reclama incansablemente el pensador ginebrino– es la única actitud que puede resistir la mirada de los dioses en nuestros corazones.

El objeto de la vida humana es la felicidad del hombre, pero ¿quién de nosotros sabe cómo se consigue? Sin principio, sin fin cierto, vagamos de deseo en deseo y aquellos que acabamos de satisfacer nos dejan tan lejos de la felicidad como antes de haber conseguido nada. […] Víctimas de la ciega inconstancia de nuestros corazones, el disfrute de los bienes deseados sólo nos prepara para privaciones y penas; todo lo que poseemos únicamente nos sirve para mostrarnos lo que nos falta, y a falta de saber cómo hay que vivir todos morimos sin haber vivido.

En 1756, desde su retiro en el Ermitage, un maduro Rousseau de cuarenta y cuatro años prematuramente envejecido a causa de la enfermedad y por padecimientos de toda clase, se pregunta «bajo los sotos frescos, al canto del ruiseñor, al murmullo de los riachuelos» (Libro IX de sus Confesiones): «¿Cómo puede ser que con sentidos tan ardientes, con un corazón lleno de amor, no haya podido, al menos una vez, arder en la llama del amor por un ser determinado? Devorado por la necesidad de amar sin jamás haberla satisfecho, me veía alcanzar las puertas de la vejez, y morir sin haber vivido». Sincera retrospectiva de su propia vida.

El esfuerzo de corregir el desorden de nuestros deseos es casi siempre vano, y raramente es verdadero; lo que hay que cambiar es menos nuestros deseos que las situaciones que los producen. Si queremos ser buenos, evitemos los obstáculos que nos impiden serlo.

Rousseau empleó estas aspiraciones –como ya hacía desde su juventud– para dar salida a su talento literario, creando personajes ficticios en los que pudiera mostrar la necesidad de alimentar su «corazón sensible» (como lo llama en numerosas ocasiones), practicando mediante la creación literaria una auténtica venganza contra la vida.

La intriga desarrollada en Julia, o la nueva Eloísa resulta conocida: al igual que en el caso de Abelardo y Eloísa, Julia se enamora de su maestro –y viceversa–, lo que dará lugar a interminables cartas entre ambos amantes en las que Rousseau pone en práctica toda su pasión y lirismo, y donde, como muy atinadamente explica Paz Ortega, «podía desmenuzar los sentimientos, compaginar estos con la virtud y el honor, hacer un canto a la vida sencilla, al amor a la naturaleza, etc. Pero no sólo eso; Rousseau no deja de ser el filósofo y el austero ciudadano de Ginebra, y rodea a los personajes principales de otros que le permiten abordar los demás más diversos. En realidad todos los temas rousseaunianos están reflejados en esta obra: sociedad, política, religión, moral, educación, las artes en todas sus vertientes, desde la arquitectura a la música, y otros temas aparentemente menos importantes como la jardinería, la cocina, los juegos o la moda en el vestir».

Julia, o la nueva Eloísa (que como afirma Rousseau, se reduce a la presentación de las «cartas de dos amantes que vivieron en una pequeña ciudad al pie de los Alpes») es publicada y recibida en 1761 con gran entusiasmo por parte de todo tipo de público; pronto se convierte en la sensación literaria del momento, en la que se anuncia el Romanticismo del siglo por venir. La tensión entre vida y teoría que encontramos en el pensamiento de Rousseau (extensible, por lo general, a toda la historia de la filosofía) es vivida por este como una verdadera tragedia; como ya puso en boca de uno de los personajes de Julia, «aquel que no consigue vivir como piensa no encuentra más que desdicha».

9 comentarios en “Jean-Jacques Rousseau: un carácter filosófico indómito

  1. Buenas tardes,
    Muy interesante. Yo creo que la felicidad no existe, es un obstinado y quimérico empeño tras el que se corre, como podría haber dicho un poeta romántico. A lo sumo, tenemos la posibilidad de disfrutar de MOMENTOS felices, pero nada más.
    Saludos

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  2. Rouseu!! un gran filósofo y pensador no fué feliz como se deduce de sus cartas… y es que la felicidad en sí no existe!! ..pero SI PODEMOS ser felices si lo queremos..
    disfrutando cada día de lo hermoso, lo difícil o complicado de cada día …SER FELIZ es una ACTITUD no un estado del alma… no creen??

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