La editorial barcelonesa Acantilado cuenta en su catálogo con una magnífica biografía muy documentada sobre dos personajes generalmente poco conocidos, cuyos avatares suelen perderse en el limbo de la historia de autores cristianos que parecen no tener mucho que ofrecer al marco vital de nuestro tiempo –por razón de su adscripción religiosa–: Abelardo y Eloísa. Abelardo se convirtió exclusivamente, para desgracia de los lectores de generaciones posteriores, en una suerte de precursor de las sumas teológicas que algunos años más tarde se pondrían de moda. Él fue quien presentó, como explica Régine Pernoud, «la ciencia sagrada como una exposición sistemática de doctrinas, con definiciones y demostraciones […] Y es lo que a partir de ahora se designará con ese término de teología del que le somos deudores: una exposición doctrinal».
Sin embargo, los sucesos ocurridos (a veces tomados por leyenda) en la vida de Abelardo y Eloísa tuvieron, por ejemplo, una gran relevancia en la poesía de la Edad Media, aunque ni el Romanticismo ni la novela histórica lograron poner de manifiesto la importancia de esta inmortal historia de amor, conocida y expuesta gracias al prolijo cultivo del género epistolar que tuvo lugar por parte de ambos.
¿Cómo se puede llamar penitencia de los pecados –por mucha que sea la mortificación del cuerpo– si el ánimo retiene todavía la voluntad de pecar y arde en los viejos deseos? Es muy fácil acusarse a sí mismo confesando los propios pecados, así como afligir el cuerpo con una manifestación externa de penitencia. Pero es muchísimo más difícil apartar el alma del deseo de las pasiones que más nos agradan (Eloísa a Abelardo).
La curiosidad intelectual de Abelardo y Eloísa no conoce límites desde su más pronta juventud. Además, «la gente -comenta Pernoud- la mira con tanto más gusto cuanto que Eloísa es hermosa. Abelardo escribiría más tarde que ‘reunía todo cuanto puede incitar a amar’. […] Hay que hacer notar, por otra parte, que, aunque con gusto practica la lítote al referirse a los otros, los elogios son expresados más claramente cuando habla de él mismo. ‘Era tal entonces mi renombre -escribía Abelardo en sus primeros años de profesor- y tanto descollaba por mi juventud y belleza que no temía el rechazo de ninguna mujer a quien ofreciera mi amor’. Pues he aquí el filósofo, al que hasta ese momento no había atormentado más que el demonio de la dialéctica, dominado de repente por los apetitos sensuales que le habían traído sin cuidado hasta entonces».
Ningún alimento mancha el alma sino la apetencia del alimento prohibido. Así como el cuerpo no se mancha más que con inmundicias corporales, de la misma manera el alma no se mancha más que con lo espiritual. No hay que temer que se haga en el cuerpo si no se arrastra al alma a consentir. Ni hay que confiar en la limpieza de la carne, si la mente se corrompe por la voluntad. Del corazón depende, pues, toda la muerte y la vida del alma (Abelardo a Eloísa, carta de dirección espiritual).
¿Cómo surge el amor entre Abelardo y Eloísa, la historia en la que vivieron, amaron y aprendieron juntos? Régine Pernoud lo relata de esta manera: «‘Primero nos juntamos en casa; después de juntaron nuestras almas’. El relato de Abelardo resulta aquí expresivo por su brevedad: Eloísa, aparentemente, no le opuso ninguna resistencia. Desde el primer momento, desde el primer minuto en que sus miradas se encontraron, ella fue suya. ¿Podía ser acaso de otro modo? Eloísa tiene diecisiete a dieciocho años. […] Es, más que cualquier otra, sensible al prestigio de la inteligencia y del saber; también ella se ha consagrado al estudio, y renunciando, como Abelardo lo había hecho a su edad, a los placeres frívolos y a las diversiones permitidas a una muchacha de su condición para consagrar todo su tiempo a las letras, a la dialéctica y a la filosofía».
De esta manera Abelardo entra en casa de Eloísa como profesor -y muy pronto confesor- suyo, bajo la aprobación del tío de la joven, Fulberto. Por aquel tiempo Abelardo pasaba por ser el maestro más escuchado de su tiempo, reinaba en las escuelas de Notre-Dame y atraía a una ingente muchedumbre como nunca antes se había visto. «Es –escribe Pernoud– desde el mismo instante de su primer encuentro cuando Eloísa le profesa ese amor exclusivo que será el suyo hasta el último aliento. Amor apasionado que nada podrá entibiar a debilitar. […] Abelardo va a pasar por fases distintas y a vivir una evolución en su manera de amar. Pero no Eloísa. Será su grandeza y, por momentos, su flaqueza; en ella el amor es un amor sin matices, pero también sin puntos flacos: es el Amor».
Dios sabe que, en todas las ocasiones de mi vida, temí ofenderte a ti más que a Él y que quise agradarte a ti más que a Él. Fue tu amor, no el de Dios, el que me mandó tomar el hábito religioso (Eloísa a Abelardo).
La historia entre Abelardo y Eloísa esconde una vida propia, alejada de relatos más o menos míticos (Romeo y Julieta, Werther y Carlota, etc.), y por tanto mucho más real que cualquier otra protagonizada por personajes de novela. Abelardo es el hombre más excelso de su siglo, formado en dialéctica, filosofía y teología. Sin embargo, Eloísa no está menos dotada que el maestro, y muy pronto se verá confundido a causa de las excelentes dotes intelectuales de su excelsa alumna.
La armonía que surge entre ellos va más allá, sin embargo, del mutuo interés por la verdad y el desarrollo de la inteligencia: son, respectivamente, al primer hombre y a la primera mujer a los que aman, por lo que el amor cobra una dimensión de novedad en sus vidas. Ambos llegan a confesar que cuanto menos habían gustado de tales delicias amorosas, con más ardor se enfrascaban en ellas y sin llegar nunca al hastío.
Con pretexto de la ciencia nos entregábamos totalmente al amor. Y el estudio de la lección nos ofrecía los encuentros secretos que el amor deseaba. Abríamos los libros, pero pasaban ante nosotros más palabras de amor que de la lección. Había más besos que palabras. Mis manos se dirigían más fácilmente a sus pechos que a los libros. Con mucha más frecuencia el amor dirigía nuestras miradas hacia nosotros mismos que la lectura las fijaba en las páginas. […] Ninguna gama o grado del amor se nos pasó por alto (Abelardo).
La vida de Abelardo, tal es uno de sus atractivos, se ve sacudida desde el principio por la tragedia. Nuestro personaje no conoce la violencia del amor terrenal y sensual hasta que cae en los brazos de Eloísa, muchacha tímida y deseosa de aprender. La relación entre maestro y alumna llega a su punto álgido cuando Eloísa espera un hijo al que llamarán Astrolabio; entonces se casan en secreto temiendo que la boda dañase la carrera de Abelardo. Eloísa es enviada por su tío a un convento, cerca de París, mientras que Abelardo intenta ocultar lo que todos ya conocen, manteniendo una prudente distancia respecto a su amada, lo que es interpretado por el tío como una suerte de abandono. Éste zanja la cuestión de una manera vil y cruel: al amparo de la oscuridad nocturna, contrata a sicarios a sueldo que, sorprendiendo a Abelardo en su lecho de descanso, le castran.
En este momento nuestro protagonista ingresa en la abadía de San Dionisio de París. Hasta el final de sus días, la figura de Abelardo despertará por igual odios y admiraciones. Eloísa, por su parte, nunca aceptaría en su fuero interno el convento como una verdadera vocación que llenara totalmente su vida, y de seguro hubiera preferido una vida común con su amado en busca de la sabiduría de los filósofos e incluso de la santidad, entregados a un amor desinteresado: un amor pasional que quedó truncado por tan fatales circunstancias, si bien es cierto que, en palabras de Pernoud, llegó a convertirse en una «abadesa vigilante, atenta a la buena gestión de su monasterio», que no tardó en disfrutar del favor y la estima generales. Aunque en el corazón de Eloísa palpitaba aún un desbordado amor transido de pasión:
He de confesar que aquellos placeres de los amantes -que yo compartí con ellos- me fueron tan dulces que ni me desagradan ni pueden borrarse de mi memoria. Adondequiera que miro siempre se presentan ante mis ojos con sus vanos deseos. Ni siquiera en sueños dejan de ofrecerme sus fantasías. […] Debería gemir por los pecados cometidos y, sin embargo, suspiro por lo que he perdido.
Como apunta Pernoud, «el amor de Eloísa y Abelardo pertenece a un tiempo en el que se considera que lo propio del amor es la capacidad que tiene de superarse a sí mismo, de trascender los goces mismos de los que se alimenta, y es por ello por lo que su amor atravesará los siglos». Un aspecto que vemos reflejado, en forma de culpa, en algunas de las cartas que Abelardo dirige a su amada, cuando ya ambos habían quedado definitivamente separados por sus respectivos muros monásticos:
Con toda justicia y misericordia quedé disminuido en esa parte de mi cuerpo, que es el asiento de la lujuria y la única fuente de todos esos deseos, para que de esta forma pudiera yo crecer de muchas maneras. […] Así pues, cuando la gracia divina me limpió -más que me privó- de esos viles miembros que, por su práctica de suma indecencia, llamamos «vergüenzas», ¿qué otra cosa hizo sino quitar la suciedad y los vicios para conservar toda la transparencia de la pureza?
El maravilloso ensayo de Pernoud, imprescindible y didáctico, nos adentra sigilosa y detalladamente en una de las historias de amor más comentadas por legos y especialistas y ayuda a sacar a la luz los entresijos de una relación que merece ser conocida por una época (la actual) en la que, tristemente, el género epistolar y las relaciones sociales sufren un decaimiento y envenenamiento producido por las nuevas y engañosas formas de comunicación.
Mi alma no estaba en mí, sino contigo. Y ahora mismo, si no está contigo no está en ninguna parte. Tan verdad es, que sin ti no puede existir. Haz, pues, que se encuentre bien contigo, te lo suplico (Eloísa a Abelardo).
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Un amor así aun se da; las barreras que no lo permiten son otras. El ser romántico es inherente en el ser humano.
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