El vértigo que anuda lo bello y lo siniestro: Eugenio Trías y el cine de Hitchcock

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Kim Novak en «Vértigo»

En su libro Lo bello y lo siniestro, publicado en 1982, Eugenio Trías propone examinar uno de los principales hitos del séptimo arte, el film Vértigo, dirigido por Alfred Hitchcock en 1958, al socaire de la categoría estética que el filósofo barcelonés juzga propia y por ello definitoria de la centuria del arte cinematográfico: la categoría de «lo siniestro», que hay que caracterizar como una suerte de linde constitutiva cuya coexistencia estética con «lo bello», no puede darse sin la inserción del artefacto artístico en el ámbito situado más acá de la linde, espacio franqueable sólo a modo de insinuación latente, nunca desde la abierta explicitación del rebasamiento. Como escribe Eugenio Trías, «lo siniestro constituye condición y límite de lo bello», a tal punto que «el arte de hoy –cine, narración, pintura– se encamina por una vía peligrosa: intenta apurar ese límite y esa condición, revelándola de manera que se preserve el efecto estético». Ver en qué sentido plasma Hitchcock, de un modo presumiblemente indeliberado, esa tentativa no exenta de riesgos es la tarea que cumple acometer a continuación.

Según Freud, «lo siniestro» acontece en aquello que, habiendo sido familiar, ha dejado de serlo: se trata de algo que acaso en virtud de su ínsita intimidad ha acabado transformándose en puro secreto, lo que resulta a todas luces inquietante, unheimlich; dicho acontecimiento tiene lugar en la realización del deseo –de ahí que para Trías lo siniestro no sea otra cosa que «lo fantástico encarnado»–, como si de pronto los inconfesables hilvanes fantasmáticos del sujeto adquirieran carta de naturaleza, se revelaran, en el señorío de lo factual. Ahora bien, esa revelación, en cuanto se materializa absolutamente, malogra el efecto estético, motivo por el cual el arte ha de confinarla, sin concesión alguna, al espacio de la latencia, la insinuación y el encubrimiento.

A grandes rasgos, la compleja trama de Vértigo puede sintetizarse como sigue: Scottie es un policía que acaba de retirarse tras haber presenciado la muerte de un compañero y tras haber estado a punto de caer al vacío desde una cornisa durante la persecución de un delincuente, experiencia que origina en él una acrofobia invalidante. Un buen día, Elster, un antiguo amigo del colegio, lo contrata como detective para que vigile a su esposa Madeleine, una bella mujer obsesionada con su bisabuela, Carlota Valdés, que enloqueció y posteriormente se suicidó conmocionada por la muerte de su hija. Según la teoría del esposo, Madeleine cree encarnar a Carlota; tanto es así que, emulando a su antepasada, ella misma acaba con su propia vida saltando desde lo alto de una torre. Sin embargo, no tarda en descubrirse que lo acaecido no ha sido más que un perfecto montaje urdido por Elster para deshacerse de su esposa: la ha matado y la ha arrojado desde la torre, lo que nos revela que la Madeleine que Scottie ha seguido con celo y de la que se ha enamorado es en realidad una mujer llamada Judie, que ha estado trabajando a las órdenes de Elster, cuyo propósito no era otro que engañar a su amigo de la infancia para disponer de una buena coartada en el momento del juicio. Scottie se interesa por Judie, cuya identidad no descubre hasta las últimas escenas de la película, y se afana por convertirla en Madeleine. Destapado el engaño, Judie se tira desde lo alto de la torre, ante la mirada de un Scottie que al fin ha logrado superar su fobia a las alturas.

Vertigo Hitchcock

En palabras del propio Hitchcock, el protagonista de Vértigo no desea otra cosa que hacerle el amor a una muerta («lo siniestro», siguiendo a Freud, no se entiende al margen del deseo que nutre el inconsciente), interpretación suscrita por Trías:

El personaje masculino […] era una presencia de espaldas a nosotros que repetía, dentro del escenario, nuestra propia presencia en el espectáculo que se nos daba a gozar […] agarrado a una barra de cornisa a punto de rajarse, con los pies luchando infructuosamente contra un abismo de rascacielos, los ojos de Scottie habían visto el horror y se habían dejado seducir. Desde ese instante su destino –el nuestro- está marcado por la infructuosa persecución de un cuerpo vacío, muerto, que sólo nuestra fantasía vivifica con sangre prestada de nosotros mismos. […] Incluso ese sueño nuestro ha sido soñado; todo lo que hemos visto ha sido previa y premeditadamente preparado. Se ha dispuesto todo lo que teníamos que ver y hemos caído en las redes de un deseo que nos ha sido impuesto. Por eso subimos con Scottie a la torre: para que al fin se nos revele, con la verdad, la muerte misma de nuestra ilusión apasionada.

La seducción ejercida por el abismo físico conduce a Scottie al embeleso, sin duda ambivalente, de dos abismos consecutivos: la falsa Madeleine, abismada en el abismo de Carlota, y Judie, abismada en el abismo de la falsa Madeleine. Al comienzo de la película, Midge, amiga de Scottie, le dice a este que «la acrofobia sólo podría curarse con otra impresión fuerte», es decir: que el temor suscitado por la ambivalencia del abismo ha de resolverse en la exposición a un abismo tautológico. Por eso el propio Scottie le sugiere a Madeleine recuperar la cordura yendo a la misión de San Juan Bautista: «recordará que estuvo allí otra vez, esto destruirá su sueño», extraña prolepsis de lo que acaba ocurriéndole a él: como dice Trías, Scottie sube a la torre para que se le revele la quiebra de la ilusión, del deseo que a lo largo del film ha ido alimentado en su persona una desbocada ansia de abismo.

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No obstante, no resulta en absoluto implausible recelar de la interpretación de Hitchcock, avalada por Trías, en orden al contenido de lo fantaseado por Scottie, por cuanto la auténtica dimensión del deseo del protagonista es un tanto más inconcreta y espectral, sin duda insatisfacible: Scottie no desea acostarse con la muerta, sino con la muerte, que tiene forma de mujer (no en vano en las lenguas eslavas y romances la personificación de la muerte es siempre femenina). Atraído y aterrado por el abismo de la primera escena, Scottie anhela fundirse con él en la cópula; sin embargo, no puede haber cópula sin previa demarcación de los límites de aquello con lo que se quiere copular –esto es, sin reificar lo abstracto, sin convertirlo en ente, en cuerpo–, de manera que ese abismo primigenio, pura inconcreción, ha de encarnarse en una morfología definida que deje entrever su sustrato abismal. Es precisamente ese constante insinuarse del deseo a través de la carne, ese acontecer velado, soterraño, el modo en que Vértigo sugiere «lo siniestro», condición y límite de las distintas imágenes que integran el film. Como hemos comentado más arriba, la mostración del abismo supondría el desvelamiento de aquello que no puede explicitarse sin sacrificar la posibilidad estética; por ende, para que la obra contemplada impacte en la aísthesis del que la contempla, «lo siniestro» ha de quedar oculto, a modo de tornasol implícito, en los límites formales de «lo bello», como si, dicho en rilkeano, la misión del arte consistiera en pintar lo terrible en la sonrisa torcida de los ángeles.

Vertigo

Ahora bien: ¿acierta Trías al hacer extensivo a todo «el arte de hoy» una apuración de lo siniestro que consiste en revelar das Unheimliche sin echar a perder lo bello? ¿Podemos valorar en estos términos el cine de Lars von Trier, Michael Haneke o Ulrich Seidl? ¿Constituye la categoría de «lo siniestro» la clave de bóveda de la fuente de Duchamp, de la Merda d’artista de Manzoni, o de cualquier pintura de Yves Klein? ¿Qué papel desempeña en todo esto la fealdad, lo monstruoso? ¿No será que lo definitorio del arte moderno –y, por ende, actual– reside más bien en el dinero, capaz de transmutar «todas las propiedades humanas y naturales en su contrario» (Marx, Manuscritos de economía y filosofía), de manera que, como precozmente supo ver Shakespeare, «un poco de él puede volver lo blanco, negro; lo feo, bello; lo falso, verdadero»? Sin ánimo de agotar el asunto, considero que esta cuestión irá tomando vuelo a medida que pensemos y repensemos, tal vez ad nauseam, la imbricación de las distintas categorías estéticas con el estatuto (¿tornadizo?, ¿permutable?, ¿agónico?) que parece haberles reservado el último aliento de la Modernidad.

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