Inauguramos la sección de cine y hablamos, en esta ocasión, sobre un film que —desde una perspectiva filosófica, antropológica y narrativa— encierra numerosos elementos que pueden resultar interesantes para los lectores de El vuelo de la lechuza. Me refiero a Nymphomaniac, dirigida por el siempre controvertido Lars von Trier. Sin revelar la trama central de la historia que relata Joe, protagonista de la película, pondré sobre la mesa algunas cuestiones que, por su centralidad, ocupan un lugar preeminente en su desarrollo. En particular, trataré sobre la sexualidad humana y algunos problemas asociados a ella, el concepto de perversión y, finalmente, procuraré aderezar los datos con citas de diversos autores que, por diversas razones (vitales, filosóficas, biológicas) han abordado el intrincado universo sexual humano.
Como el propio título del film indica, Nymphomaniac nos enfrenta a la historia de una obsesión: en este caso, la de una mujer ninfómana —aparentemente— ya madura que refiere, en forma de diálogo, numerosos avatares de su existencia a un confesor —aparentemente— objetivo, entrado en años y al que, en principio, Joe se entrega como si de las páginas de un diario se tratara. Y es que esta película tiene mucho que ver con velos, con espejismos, con —digámoslo— apariencias que resultan muy reales. Uno de estos espejismos, como ya hemos apuntado, es la sexualidad, que todos y cada uno de nosotros debemos asumir de una u otra forma. Somos seres sexuados, nacidos del y a partir del sexo (si bien no necesariamente consumado a través del coito, si tenemos en cuenta las técnicas de fecundación in vitro). El espejo, del latín speculum, es aquello que permite reflejar una imagen que se muestra ante él —pero que sin embargo no indaga en eso mismo que se muestra—. La sexualidad, al igual que el espejo, muestra una parte de nosotros, pero no todo lo que somos; tampoco de aquello que muestra lo hace claramente, de forma nítida y depurada, sino que, al igual que un cristal paulatinamente pulido, va cobrando distintas hechuras y aspectos hasta adquirir su forma definitiva. Si es que acaso la tiene. Sea como fuere, el deseo sexual siempre encierra un resto imposible de contener (de reflejar, de significar) en palabras e incluso en actos. Como ya escribiera Lucrecio en De rerum natura (IV, 1115-1121),
Al fin, cuando se ha precipitado fuera de los nervios la pasión acumulada, se produce una pequeña pausa del violento ardor por poco tiempo. Luego vuelve la misma locura y retorna aquel furor, cuando ellos mismos [los amantes] se preguntan qué desean alcanzar, y no pueden encontrar el medio que venza este mal: hasta tal punto inseguros se consumen en su herida oculta.

Stacy Martin interpreta a Joe en su etapa de juventud
Muy contrariamente a las opiniones que aseguran que el sexo supone un mecanismo puramente biológico destinado a la reproducción, la sexualidad contiene y hace nacer una serie de sensaciones, sentimientos y experiencias que trascienden, con mucho, la perspectiva meramente animal. Que seamos seres racionales, al decir de Aristóteles, seres capacitados para comunicarse a través de la palabra, no nos faculta para hacernos con un lugar privilegiado en la pirámide natural respecto al ejercicio de la sexualidad. Más bien todo lo contrario. A través del pensamiento la sexualidad, precisamente, adquiere numerosas y enrevesadas significaciones difíciles de clasificar. No todo es macho y hembra; no todo amor o pasión; no todo, en fin, represión o satisfacción. El sexo representa (o puede representar) una estrategia adicional (quizá la más relevante) para abrirnos paso en el mundo visto con los anteojos darwinianianos; pero si ampliamos la perspectiva, la lucha por la existencia (aquella struggle for life a la que tanta importancia dio —y que tanto hizo sufrir a— Darwin) no encierra más que una veta más del inmenso y siempre inexpugnable universo sexual humano. Como ya indicó bellamente Ovidio en sus Amores (2, 4), la sexualidad posee un carácter polimórfico, del todo proteico, y su influjo en el ánimo puede envenenarnos hasta el punto de quedar inermes frente a sus sagaces estratagemas:
Yo no me atrevería a defender / mis desviadas costumbres, ni a esgrimir / defensas engañosas en favor de mis vicios. / Lo confieso —si sirve para algo / el confesar las culpas. / Ahora, tras confesarlo, / vuelvo insensatamente a mis delitos. / Odio y no me es posible / dejar de desear aquello que odio. / ¡Ay, qué dura se hace de llevar / la carga que uno intenta sacudirse! / No tengo fuerzas ni jurisdicción / para ejercer dominio sobre mí. / Empujado me veo, como la nave / a la que arrastra un rápido torrente.

La fascinación por el cuerpo en su pureza, carente de sexualidad, ha obsesionado a literatos y pensadores de todos los tiempos
Si bien desde una panorámica estrictamente científica (aunque muy restringida) se hace sencillo adscribir al amor una intencionalidad biológica, al ser considerado como estrategia para atraer hacia sí al compañero o la compañera ideales para llevar a cabo la reproducción, la sexualidad puede practicarse, sin más, por el deseo de obtener placer físico. En el caso de la protagonista de Nymphomaniac, la atractiva Joe («atractiva» por cuanto representa un abismo en el que, ¿quién se atreverá a negarlo?, todos nos veríamos seducidos a dejarnos caer al menos una vez), damos con lo que la pensadora y fantástica escritora Élisabeth Roudinesco denominó «nuestro lado oscuro» (en su libro homónimo). Como apunta en las primeras páginas de su obra,
… la fascinación que ejerce sobre nosotros la perversión tiene que ver precisamente con el hecho de que puede ser tan sublime como abyecta. Sublime cuando se manifiesta en rebeldes de carácter prometeico, que se niegan a someterse a la ley de los hombres, a costa de su propia exclusión […]. [L]a perversión sólo existe como un desarraigo del ser respecto al orden de la naturaleza. Y por consiguiente, a través de la palabra del sujeto, no hace sino imitar el mundo natural del que se ha extirpado con el fin de parodiarlo mejor.
Y lo más interesante, prosigue Roudinesco, es que a causa de que…
… la perversión resulta deseable, al igual que el crimen, el incesto y la desmesura, hubo que designarla no sólo como una transgresión o una anomalía, sino también como un discurso nocturno donde se enunciaría siempre, en el odio a uno mismo y la fascinación por la muerte, la gran maldición del goce ilimitado. […] ¿Qué haríamos si ya no nos fuese posible designar como chivos expiatorios —es decir, perversos— a aquellos que aceptan traducir mediante sus extraños actos las tendencias inconfesables que nos habitan y que reprimimos? Aunque los perversos resulten sublimes cuando se vuelven hacia el arte, la creación o la mística, o abyectos cuando se entregan a sus pulsiones asesinas, constituyen una parte de nosotros mismos, una parte de nuestra humanidad, pues exhiben lo que nosotros no dejamos de ocultar: nuestra propia negatividad, nuestro lado oscuro.
Somos cuanto hacemos y (a)parecemos; pero sobre todo somos cuanto dejamos de hacer cuando ocultamos, enterramos y cohibimos nuestros deseos, sean o no conscientes. A lo largo de la tradición filosófica (también literaria y desde luego científica), se han cantado loas, al cobijo del discurso (de nuevo, aparentemente) solidario y ecuménico de diversas religiones, sobre una artificial y fingida libertad que soñaba con no dar rienda suelta a nuestros impulsos físicos y sensitivos. Desde tiempos de Aristóteles, incluso desde Platón, se identifica aquella libertad con la capacidad de poner bajo constante sospecha y arresto todo tipo de pasiones. La omnipotente razón quiso crear una cárcel para unos inquilinos del todo incómodos y, a fin de cuenta, indómitos, indomeñables. Como hemos leído en Roudinesco, ha predominado la luz sobre las tinieblas a base de poner nombre a las cosas, imponiéndoles cómo debían ser: mientras la luminosidad acabó perteneciendo al (o terminó por identificarse con el) universo de la libertad (racional), la oscuridad (en expresión de Bataille) se asoció de manera indiscutible con nuestra «parte maldita», donde quedó escondido, a fuerza de malversarlo, todo cuanto de sensitivo y sensual posee el ser humano. Aunque parece que el propio Platón ya tuvo sus dudas, cuando leemos en República (IV, 430e-431a):
—La templanza —repuse— es un orden y dominio de placeres y concupiscencia según el dicho de los que hablan, no sé en qué sentido, de ser dueños de sí mismos, y también hay otras expresiones que se muestran como rastros de aquella cualidad. ¿No es así?
—Sin duda ninguna —contestó.
—Pero ¿eso de «ser dueño de sí mismos» no es ridículo? Porque el que es dueño de sí mismo es también esclavo, y el que es esclavo, dueño; ya que en todos estos dichos se habla de una misma persona.

Charlotte Gainsbourg interpreta el papel de la última Joe
Durante incontables siglos no cupo más posibilidad, como comprobamos por ejemplo en la desgarradora historia de Abelardo y Eloísa (que, como es sabido, termina con la castración del primero y la consiguiente separación de los amantes ad maiorem Dei gloriam), que destruir el cuerpo (ese cuerpo al que Joe, en Nymphomaniac, habrá de enfrentarse sin éxito para superar su adicción al sexo), identificado como instrumento del mal y la perversión, o bien lanzarse desaforadamente a los influjos de la «carne». Una carne que Sade querrá más tarde naturalizar y hacer de ella imperativo, permitiendo bajo su auspicio todo tipo de perversiones y delitos.
Si algo muestra Nymphomaniac, más allá de su meritoria composición y fantástica disposición narrativa, artes en las que Von Trier resulta genial, es que la sexualidad no es un hecho, no es algo del todo y para siempre cerrado, decidido ni estipulado. La «oculta herida» a la que Lucrecio se refiere en su poema y las artimañas que Ovidio menciona sólo son caras, simples vetas, de un fenómeno que siempre nos sorprende en su desenvolvimiento. La sexualidad no es oscuridad, aunque encierre, como todo lo humano, puntos sombríos. La sexualidad es pulsión de vida y muerte (de comienzo y de fin), fuente de luz y tinieblas, y siempre esconde más de lo que muestra. Joe ensaya en Nymphomaniac el camino siempre abierto pero vedado que, a fuerza de ser temido, ha acabado por ser proscrito y condenado. Pero la sexualidad, como el ser, se dice (y se hace) de muchas maneras. Poner grilletes al deseo es sólo una de ellas («el fuego tiene un límite puesto por las leyes», escribía Ovidio); otra, darle rienda suelta («el acto del goce es una pasión que subordina a ella, y lo acepto», sugiere Sade en La filosofía en el tocador). Y en medio, infinidad de caminos.
¿Este es el mismo texto que habías publicado hace un año más o menos sobre la misma película? Creo que te había comentado que escribí sobre la misma: http://jsaaopinionpersonal.com/2014/05/26/nymphomaniac-von-trier/
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Pingback: Nymph()maniac, o la maldición del goce ilimitado - Jot Down Cultural Magazine
Hola Carlos: Excelente texto! Te felicito!! Creo que será muy útil para mis estudios. Hago un Master aqui en Brasil sobre El erotismo de Picasso y mi baso en la teoría de Bataille. Quiero continuar a investigar en España si puedas ayudarme…que me recomiendas? Gracias , Saludos, Flavia.
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Querida Flavia,
Escríbeme a mi dirección de correo y hablamos: aspirar.al.uno[arroba]gmail.com.
¡Saludos!
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