El surrealismo y el extrañamiento de Twin Peaks –un pueblecito ficticio ubicado en Seattle, rodeado de bosques y con una fábrica industrial de madera– son dos de los grandes motivos de estudio de la exitosa serie de los noventa, la cual destaca por su cuidada imagen y el color que trasladan al mundo onírico sesentero típico de su director, David Lynch. Esta ambientación despierta en el espectador una sensación espiritual que transporta inmediatamente a las fuerzas del subconsciente y, sobre todo, a destripar las incógnitas de lo insólito twinpeakeriano. En la lengua alemana, lo siniestro es nombrado como Unheimlich –antónimo de Heimlich y Heimisch, que vienen a ser lo conocido, lo familiar– e implica una alteración provocada por una violación, casi siempre mental, de lo conocido, de aquello que rompe con lo doméstico, de lo que se escapa de todo razonamiento y a lo que normalmente uno no está acostumbrado. El psicoanalista Sigmund Freud (1856-1939), en su ensayo sobre Lo Siniestro (1919), habla del concepto de lo «siniestro» como «una acepción un tanto indeterminada, de modo que casi siempre coincide con lo angustiante en general». La aparición de esta antítesis entre lo familiar y lo siniestro en Twin Peaks se debe sobre todo al dominio de la estética cuidada de los textos y las imágenes; la función de dicha estética transmite una engañosa paz espiritual que mantiene esa armonía entre la naturaleza y el individuo.
Tómese como referencia, por ejemplo, los créditos iniciales de la serie. Uno se encuentra, acompañado por la música melancólica y onírica de Angelo Badalamenti, con diversas imágenes que sirven como descripción del pueblo: un pequeño pájaro apoyado en un primer plano (símbolo de flora y fauna), que en seguida se fusiona en una doble-exposición con la serrería de madera (símbolo de industrialización), para continuar, por supuesto, con el famoso cartel que nos da la bienvenida al pueblo, indicándonos el número de habitantes (símbolo de civilización). Tras pasar por ello, la cámara muestra una serie de idílicas imágenes como son el bosque o la cascada, imagen general de paz y armonía, de la inmensidad del entorno, de lo externo, de lo que se considera, dentro de la comunidad, como bien plantea Freud, «Heimlich«. Lo que parecía ser un pueblo tranquilo y respetuoso, se ve alterado repentinamente por la súbita muerte de una de las chicas más queridas y respetadas de la localidad: Laura Palmer (Sheryl Lee). El hallazgo del cuerpo envuelto en plástico en la zona posindustrial, a orillas del lago, curiosamente estetizado, casi incluso divinizado, es la escena que abre la serie. A raíz del «cadáver exquisito», diversos personajes del pueblo, remotamente inverosímiles, graciosos e incluso fantasiosos, van apareciendo y mostrando que, en realidad, Laura estaba llena de secretos. Y es que el espectador tiene que darse cuenta de que la trama gira alrededor de Laura Palmer porque «es la insignia del éxito del pueblo, y a la vez, el repositorio de todo su futuro» (A. Rodríguez Serrano, «Hacer filosofía en Twin Peaks: mundo, existencia, belleza», en Regreso a Twin Peaks). Es cierto que, a raíz del asesinato de la reina del instituto, de la hija y novia perfecta, del rostro angelical –es decir, a raíz de aquello que los románticos categorizarían como la mujer espiritual, virginal–, comienzan a salir a flote una serie de misterios que comparten los miembros de la comunidad, casi todos de porte siniestro y que desmitifican la imagen prístina de Laura Palmer, arrastrando hacia el abismo al resto de personajes que, de alguna manera, estaban vinculados a ella. La radical negación de que la niña alegre e impoluta del pueblo ha muerto, esa adolescente a la que todos adoraban y admiraban, recordada siempre como un halo de luz por su belleza decimonónica –rubia, pálida, delgada–, incita a reflexionar sobre la simbología lynchiana a través del sentido y del misterio.
La dicotomía de lo familiar frente a lo siniestro, de lo humano frente a lo sobrenatural, se desata en Twin Peaks cuando el cuerpo desnudo de Laura Palmer aparece profanado y brutalmente golpeado en un plástico, pues «en realidad está arrancando del pueblo la posibilidad misma de su continuación, todo su futuro» (Rodríguez Serrano, op. cit.). Esta aparente ruptura de la relación niña-mujer es ahora la revelación –muy masticada en la obra de Lynch– de que no existen realmente personas buenas, puesto que siempre puede haber un giro inesperado. Aunque, visto de otra forma, puede ser una alegoría parcial que especifica que existe en el individuo una misma probabilidad tanto del bien como del mal. En el universo de Twin Peaks uno se encuentra una interesante pero macabra combinación de lo oscuro y lo grotesco con la rutina y el melodrama. El tópico estilista de la filmografía de David Lynch suele contar casi siempre con la energía transgresora de la vanguardia más posmoderna, incluso desde la más malograda de las partes. David Foster Wallace acuñó el término lynchiano para aludir a «un tipo particular de ironía donde lo muy macabro y lo muy rutinario se combinan de tal forma que revelan que lo uno está perpetuamente contenido en lo otro». De nuevo se visibiliza la limitación a la que la estética de la rutina se ha acostumbrado: ver algo continuamente que se conoce –o se cree conocer– y, de repente, por primera vez en la vida, ver algo y sobrecogerse.
La complejidad de Twin Peaks juega con esta antítesis y con las posibilidades estéticas que se van resquebrajando hasta el punto de demostrar que todo tiene una doble cara. Si se traduce literalmente «Twin Peaks» al castellano, encontramos una interesante concepción simbólica de este guiño siniestro: «picos gemelos». Un nombre compuesto que no sugiere más que el motivo natural de la localidad como algo bello y familiar, algo que empequeñece positivamente la ubicación del individuo, invitando a quedarse para siempre allí y no abandonar jamás esa felicidad recogida entre montes. El problema surge cuando esa comodidad se ve alterada por un incidente inexplicable, que convierte por de pronto la localidad en un espacio totalmente hostil, en el que ya no se puede vivir con la misma seguridad que antes. Al manifestarse el umbral oscuro que rodea los parajes del pueblo, el individuo tiene que aprender a sobrevivir con dicha sombra. Dice Eugenio Trías en su libro Lo bello y lo siniestro (1982), continuando la línea teórica sobre lo «Unheimlich» de Freud, que «lo siniestro se revela siempre velado, oculto, bajo forma de ausencia, en una rotación y basculación en espiral entre realidad-ficción y ficción-realidad que no pierde nunca su perpetuo balanceo». Si analizamos semióticamente la traducción de «Twin Peaks», es decir, de «picos gemelos», se puede establecer una dicotomía oculta entre lo familiar y lo desconocido. «Gemelos» implica ser nacidos del mismo vientre, pero también puede simplemente ser una cierta similitud, casi siempre idéntica al semejante, con el que normalmente forma pareja.
Si «lo siniestro es condición y es límite: debe estar presente bajo forma de ausencia, debe estar velado, no puede ser desvelado», según la definición de Eugenio Trías en Lo bello y lo siniestro, Twin Peaks ofrece esa ausencia dando por sentado el desdoblamiento o la duplicidad del ser humano, es decir, del Otro. Los habitantes de Twin Peaks son igual de extraños para sí mismos que para los demás, y por eso «ni el mundo ni los otros pueden percibir directamente la conciencia o interioridad del yo» (Herrero Cecilia, «Figuras y significaciones del mito del doble en la literatura»). La sombra que habita en Twin Peaks es, en realidad, este Doppelgänger que se manifiesta a través de la imagen demoníaca de Killer Bob (Frank Silva). Durante toda la serie, David Lynch exhibe una serie de imágenes y caras como dualidades representativas del bien y del mal. En este caso, Killer Bob es la representación del mal de cada uno, del gemelo malvado que uno lleva dentro, en definitiva, de lo siniestro. Por ende, la lucha entre estos dos extremos es constante. A lo largo de la serie, se percibe lo que Carl Jung denomina como «proceso de individuación», es decir, una especie de lucha interna para conseguir la armonía del individuo consigo mismo, los demás, y el resto del cosmos. Ante este motivo, el desdoblamiento del yo se hace inevitable. Esta figura mítica del doble, muy trabajada por el Romanticismo, es definida por Juan Herrero Cecilia en su artículo como:
… la imagen «desdoblada» del yo en un individuo externo, en un yo-otro. El sujeto se ve a sí mismo (autoescopia) en alguien que se presenta al mismo tiempo como un doble autónomo, o un doble «fantástico» que produce angustia y desasosiego porque esa figura viene a perturbar el orden normal y natural de las cosas. Este desdoblamiento extraño percibido por la conciencia pone en cuestión los fundamentos de la identidad del sujeto y de su diferencia frente al «otro».
La primera vez que se visualiza este desdoblamiento del yo es en La Habitación Roja con la imagen de la chica que se parece a Laura Palmer pero que desmiente serlo. Cuando «la prima» del Hombre de Otro Lugar le confiesa al agente especial Dale Cooper (Kyle MacLachlan) que cree conocer a Laura Palmer, algo incita a pensar al espectador que, realmente, los individuos de La Habitación Roja son tan sólo las almas de los cuerpos que Killer Bob ha deshonrado. La luz de la conciencia individual, la parte buena de todo su raciocinio, está atrapada en La Habitación Roja. No existe lucidez alguna que permita a los seres de La Habitación Roja salir de ese estado de limbo, donde parece que han olvidado quiénes son. En el momento en el que el verdadero yo intenta reafirmarse, su sombra (Killer Bob) obtiene más poder, «por eso, la conciencia del sujeto necesita buscar el equilibrio y la armonía entre las fuerzas y dimensiones contradictorias que operan sobre nuestra psique para orientar con libertad su proceso permanente de individuación» (Herrero Cecilia, op. cit.).
El doble se manifiesta entonces como una fuerza sobrenatural, carente de explicación racional alguna, impulsado por la lujuria y la vanidad. Siguiendo un orden cronológico, encontramos en primer lugar a Leland Palmer (Ray Wise), padre de Laura Palmer, quien, a lo largo de las dos temporadas, comienza a tener un comportamiento cada vez más chocante. Le sigue Laura Palmer y su prima Madeleine Fergurson, con un curiosísimo parecido a la verdadera Palmer, y por último el agente especial Dale Cooper. Todos, aparentemente ciudadanos ejemplares, personas buenas y respetables, son corrompidos por su «sombra». Así, mientras Laura lleva en paralelo una vida mucho más oscura que la que se plantea al inicio de la serie –consumo de drogas, prostitución, conspiración, etc.–, en La Habitación Roja vemos una clara voluntad suya por querer vencer ese mal, persiguiendo la luz a través de las dimensiones desconocidas del universo donde parece ubicarse La Habitación Roja.
La Habitación Roja supone para cualquiera que acceda a ella un espacio del desdoblamiento del yo. Nadie se puede explicar quién permitió que la sombra pudiera traspasar la frontera y habitar en los parajes terrícolas. La actividad de Killer Bob parece alentar la teoría siniestra de que, en realidad, era una presencia demoníaca que sólo «los envenenados y condenados» podían ver, por tanto se crea la hipótesis de que Killer Bob es el mal hecho por los hombres, o en otras palabras: la imagen inexplicable de la irracionalidad de cada individuo. Existe pues una fuerte fusión del bien y del mal en un mismo cuerpo. David Lynch, en un intento de procurar transmitir el mensaje de que el bien siempre vence, permite que, al descubrir al asesino de Laura Palmer, la sombra de Twin Peaks desaparezca por un tiempo –la sombra se convierte en una lechuza, de ahí que el ave siempre esté presente cuando sucede algo malo, pues «las lechuzas no son lo que parecen»–. Para ejemplificar este motivo del doble, tómese como ejemplo el de Laura Palmer, representado por su prima Maddy Fergurson, quien automáticamente «se convierte en objeto de obsesión, una especie de súcubo cargada con una seducción vampírica de vestido negro con hombreras y aperturas imposibles, casi como un fantasma de pesadilla gótica de la literatura norteamericana» (R. Crisóstomo Gálvez, «La impronta simbólica de Twin Peaks«, en Regreso a Twin Peaks). El parecido de Maddy con Laura Palmer es lo que llevará a muchos personajes a creer que es la propia Laura Palmer, es decir, a crear una confusión de lo que todavía existe en el aquí y el ahora, con lo que ya no existe, fusionándose de forma inconsciente con la ilusión fantasmagórica y el recuerdo del otro que ya no está. También otro caso de Doppelgänger, probablemente el más importante y el más impactante de toda la serie, es el del agente especial Dale Cooper. En la escena final de la segunda temporada, en el capítulo Más allá de la vida y la muerte, presente, pasado y futuro parecen intercalarse constantemente. Se produce una persecución siniestra pero explícita del Doppelgänger: Cooper malo tras Cooper bueno; una cruda cacería a lo pilla-pilla que finalmente termina con la fusión de las dos almas, la pura y la malvada, y la risa diabólica del nuevo Cooper, atisbando el fin de juego que finalmente se visualiza en la escena que cierra la serie: en el baño de la habitación, Cooper se mira en el espejo y a quien vemos en el reflejo es la sombra, Killer Bob. Inesperadamente, se golpea la cabeza con el cristal y, entre constantes risas macabras y sangre, finaliza la segunda temporada. Este final tan abierto, con el que cerró la serie en los noventa, es la perfecta escisión del yo, el claro vencimiento de la sombra malvada, de la parte irracional frente a la racional, puesto que ahora el espacio de ensoñación ha traspasado a la realidad, y ya «no hay ley en Twin Peaks, sino el orden de lo siniestro y el desorden de lo excesivamente próximo» (I. Pintor Iranzo, «El morador del umbral, un espectador para Twin Peaks«, en Regreso a Twin Peaks).
muy buena la entrada.
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