Víctor Hugo: la belleza invisible del sueño

victor-hugo-lo que dicen las mesas parlantesUna congregación de trasgos, conscientes de sí mismos, escriben un drama apócrifo de Shakespeare: diario de sombras, exposiciones de lo efímero biográfico como si fuera real, la existencia de esos fantasmas se define por lo que persiguen. Toda antología aspira a la innovación o a la reflexión. Algunas, incluso han logrado introducir nuevas palabras o conceptos. Hasta la publicación del libro Lo que dicen las mesas parlantes ([1854] WunderKammer, 2016, traducción de Cloe Masotta) el donoso escrutinio literario se limitaba a las obras que sus autores habían escrito en vida. Nunca hasta entonces se habían tenido en cuenta las reflexiones de los muertos, al menos hasta la selección imposible del poeta, dramaturgo y novelista romántico Víctor Hugo (Besanzón, 1802-París, 1885)

«Las palabras son los marinos de la idea, la sirven y se rebelan contra ella. El estilo es la espuma del espíritu, tiene que subir a todas las cuerdas, a todos los aparejos, a todos los mástiles del pensamiento majestuoso en plena mar». Serie de semblanzas demasiado rápidas para ser recompuestas, literatura en formas básicas, el fondo plano sobre el que se recortan estos retratos contribuye a la sensación de que sus protagonistas han sido sorprendidos frente a la cámara. La brutalidad convierte a estos vestigios incómodos en perspicaces escritos. Hugo nos muestra el yo consciente, racional, a solas frente al fotomatón, con los ojos cerrados.

Una vez aceptadas sus idiosincrasias, el lector se encuentra en un mundo inquietante, pero a la vez muy familiar: textos escritos originalmente por espíritus. O más exactamente, no sus testimonios, sino sus imágenes sin la intervención del operador humano, a través del médium. Este recuento, por analogía, constituye un readymade fotográfico que elimina la mente consciente, el control del fotógrafo. Esta comunidad de autómatas son testimonio de la originalidad, el desafío de la convención y la revuelta contra el sentimentalismo del siglo XIX.

El Cisne del Avon escribe su tragedia drogado o hipnotizado, sonámbulo, en poses soñolientas. «¡Tinieblas, ahora sois deslumbramiento! ¡Muerte, ahora vida!», grita El Paraíso. Los personajes vagan en búsqueda de lo que los hace únicos. La abstracción evita los pedazos rotos que sobreviven en estos daguerrotipos futuristas: «Niño, mata a los pájaros. Hombre, oprime a las mujeres. Viejo, mata las ideas nacientes», recomienda el Infierno. Confiesa Nihila, «[Los huérfanos] tienen tantos ausentes en su vida que el que los ama es un recuerdo sagrado de los muertos». «El sufrimiento de los hombres viene de que no lloran desde el alma», apostilla Jérôme.

Ojos de la Muerte dormida, ocultos bajo los párpados: «Señor del Castillo de la inmensidad, tienes que decir en esas páginas cuáles son los planetas que te esperan». La ensoñación de Jesucristo es la de un vidente: «El Evangelio ha hecho de la tumba algo clemente para los arrepentidos (…) ha hecho de ella algo inexorable para los miserables». El discurso de Platón se abre frente a nuestros ojos, como buscando una idea que no acaba de llegar, «no es mudo, habla en la muerte; no está acostado, está alado […] no está caído, está resucitado». Efigies en su cenit. Automatismo a primera vista, en dibujos predecibles: sujetos frente al objetivo mecánico sonríen sin perder el tiempo. A medida que nos fijamos en ellos, el motivo se repite. ¿Por qué cierran los ojos?

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Retrato y autorretrato, en definitiva, del propio Hugo, donde se diagnostica a sí mismo mediante una variedad desordenada de homenajes. Las inclusiones del novelista de Notre-Dame de Paris (1831) son esclarecedoras: hacen que los fallecidos vuelvan a la vida, que sus obras parezcan nuevas al ser vistas bajo esa iluminación inusual. Documentos inocentes, capturan un momento en que la ilusión sigue el camino secreto de la utopía. Cada personalidad es diferente, pero la misma. Arte honesto y puro, grabación del contenido no expurgado de su vida psíquica. Afirma un personaje llamado El Cadáver: «Mis ojos son ciegos. ¿Qué hacer?». «El Paraíso es la libertad», y concluye:

Se huye del sufrimiento a través del sufrimiento; la expiación es una cuerda inmensa colgando de un abismo, por la que los cautivos del crimen descienden de la sombra hacia la luz y de la que los astros son los nudos.

No olvidemos que la auto-búsqueda, si honesta, puede ser letal. El autor de Los miserables (1862) es, en el fondo, un romántico. Su visión de esa nueva dimensión, esa irrealidad que fusiona realidad y fantasía, supone que los sueños se interpretan a sí mismos en formas que conducen a la revolución. Soñar con Dios, ¿no es creerse mejor que Él? Hoy en día, estos fragmentos se leen como antecedentes de Kafka, Alfred Jarry o Apollinaire, entre otros, ejercicios precoces de un arte anti-estético, deliberadamente lúdico. Hay que mirarlos de forma anacrónica para verlos. Lejos de buscar lo común y lo físico, hay que acudir a ellos en busca de la belleza invisible de lo onírico. Como médiums, hemos de cerrar los ojos y perdernos en ellos para llegar a nosotros mismos.

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