Rafael Argullol, profesor, poeta y ensayista, presenta en Maldita perfección (una de las obras más destacables de 2014) un recorrido histórico y crítico por los enrevesados y por ello no siempre bien entendidos senderos de la belleza en el arte. Este volumen, que encierra en su seno una pluralidad de enfoques, puede ser considerado, echando un vistazo a su índice, un libro que a su vez encierra muchos otros. Como es costumbre en este autor, la literatura y la filosofía ocupan un papel muy relevante en el desarrollo de sus tesis; y es de hecho tal visión multidisciplinar, que pivota sobre la teoría del arte, la que hace de este ensayo un texto fundamental y del todo apasionante.
Tomando pie en el imperativo délfico, Argullol hace del «conócete a ti mismo» el patrón de medida a través del cual el artista, como quien se sitúa ante un espejo, pone rumbo a su inspiración y despliega sus ardides técnicas pero, sobre todo, también íntimas y personales. Si algo posee de enigmático el arte pictórico, y en particular los autorretratos, es la capacidad del propio artista a la hora de reflejarse a sí mismo en sus obras. A pesar de ello, señala el autor en las primeras páginas de Maldita perfección, «conocerse y reflejarse parecen soportarse mal mutuamente, con rumbos que marchan en direcciones opuestas, uno hacia el interior y el otro hacia el exterior». Finalmente se pregunta, teniendo en cuenta que «cuando nos reflejamos acostumbramos a mezclar lo que somos con lo que quisiéramos ser, y también con lo que quisiéramos que los otros pensaran que somos»: «¿Pueden realmente conciliarse ambos impulsos?».
Rafael Argullol explicaba en una reciente entrevista al autor de esta reseña el problema fundamental que plantea Maldita perfección: «Creo que de la misma manera que es imposible reflejarse, también es imposible conocerse en términos absolutos. Si fuéramos un único rostro o si fuéramos un único yo quizá fuera posible este tipo de realización, pero como estamos constituidos de muchos rostros y albergamos muchos yos el máximo conocimiento al que podemos aspirar es una travesía en la que vamos avanzando de isla en isla. Al final, lo que queda es el archipiélago que somos y, simultáneamente, islas vírgenes, islas misteriosas, en nosotros mismos, que afortunadamente nunca conoceremos».
Frente al despiadado imperio del tiempo, Argullol sostiene que no sólo el artista, sino el ser humano en su conjunto, desea reivindicarse y, más allá, rebelarse contra la despiadada dinámica que condena nuestra vida a una muerte segura. En particular, «El arte vela y revela al mismo tiempo la verdad de las cosas: el enigma». Un enigma hecho carne por la condición misma de la pintura, que es esencialmente representación: «La pintura es, por esencia, representación de un momento privilegiado, de un corte en el tiempo que debe captar, instintivamente, todos los elementos de un mundo”, al contrario de lo que sucede en la literatura, que nos “informa de un devenir, en el cual podemos apreciar la modificación de los estados físicos y espirituales, en tanto que la pintura fija ese devenir en un sólo segmento».
Simplemente nos reflejamos según nuestros momentos, con sus confianzas e inseguridades, con la cara descubierta y con la máscara. Por eso reflejarse no es exactamente conocerse pero sí, en cambio, significa una fuente de conocimiento.

La inmortal Juliet de Waterhouse
Esta condición del arte pictórico, que empuja al artista a conciliarse (en un encuentro imposible) consigo mismo y con lo que representa en un instante único, encierra precisamente un inquietante lado oscuro, o como lo califica Argullol, enigmático, dado que, de una u otra forma, el pintor trata de congelar el tiempo y proclamar de una vez por todas una verdad absoluta, lo que, sin embargo, no le permite evadir el ardid del «camuflaje» que él mismo pone en juego: en palabras del autor, «el artífice se cubre, y al unísono se descubre, por medio de distintas máscaras, o bien encarnando personajes con los que, más o menos elípticamente, se siente identificado». Pero igualmente, comenta Argullol, «como ya apuntaba con mucha insistencia Leonardo da Vinci en su Tratado de pintura, el auténtico arte es, simultáneamente, un viaje exterior y un viaje interior. El artista es un mediador, es aquel que hace visible lo invisible».
De esta manera, damos en el artista pictórico con un curioso prototipo: aquel ser que, al mismo tiempo que desea reflejarse –y mostrarse–, también se repliega y queda velado: un proceso de duplicidad que nos aboca, a juicio de Argullol, a no otro problema que el del doble, el de la transferencia, pues si algo muestra la pintura es el «combate solitario del artista sin otros elementos que su adversario, el lienzo en blanco, y sus armas, la paleta o el pincel». En definitiva: el combate que la identidad mantiene consigo misma por descifrar su condición última y más íntima.
La envidiable erudición y excelente prosa de Rafael Argullol hacen de Maldita perfección un pequeño manual (ameno y riguroso a partes iguales) a través del cual el lector recorrerá las obras de Dostoievski, Miguel Ángel, Thomas Mann, Leonardo, Montaigne, Nietzsche, Velázquez, Rilke, Lucrecio, Hölderlin, Victor Hugo, Pascal, Shakespeare, Ovidio o Dante, entre muchos otros personajes ilustres, en busca del sacrificio que el artista y, en general, el ser humano ha llevado a cabo a la hora de encontrarse con la belleza de la creación. Un sacrificio que debe ser entendido como una perenne búsqueda: «el artista es una cazador al acecho. Su función es la captura de formas. Sin embargo, la forma por excelencia, la forma bella o divina, la Forma, parece escapar siempre y, en palabras de Frenhofer, hace que el artista se convierta en un casi imposible cazador de Proteo«.
Como indica Argullol con una certera expresión que define la intención de esta obra, «El objetivismo puro lleva a arquetipos glaciales; el subjetivismo sin trabas, como se ha demostrado en la época contemporánea, puede llevar fácilmente al simulacro y al fraude. Reivindico que el artista vuelva a ser en cierto modo un artesano. Esto quiere decir que reivindico que lo subjetivo reintegre una tradición objetiva». De ahí que el autor de Maldita perfección recurra a la vasta tradición literaria y artística en busca de una –acaso imposible– objetividad (de una semántica, vale decir) que pueda poner orden en la subjetividad, siempre al acecho, del artista.
Por último, es digna de elogio, por su profundidad y concisión, la defensa de la poesía que Argullol lleva a cabo en el último capítulo del libro, donde el profesor barcelonés se refiere al silencio como el auténtico elemento constitutivo del arte poético, que lo convierte en «palabra fronteriza, marcha por el filo de la navaja: por un lado, el absoluto; por otro, la nada». El poeta, en este sentido, es presentado como el «maestro del eco», como aquel que es capaz de dominar el arte del silencio, al que la poesía está vinculada primariamente. En contraste con la sociedad tecnifícada y alborotadora en la que vivimos, la poesía nos brinda una preciosa «experiencia del detenimiento que concierne tanto al poeta como al lector». Como explica Argullol, «El conocimiento que ofrece lo poético, tal y como yo lo entiendo, es un conocimiento más cercano a lo esencial, a lo permanente. A través de él navegamos menos en distancia pero nos sumergimos en aguas más profundas». Y es que, finalmente, «la poesía modifica drásticamente el envés del tiempo. El vértigo se encauza en lentitud, en detenimiento».
Maldita perfección. Escritos sobre el sacrificio y la celebración de la belleza es un libro para leer pausada y atentamente, disfrutando de cuanto el autor tiene que decirnos, sumiéndonos en una atmósfera (como diría Carlo Michelstaedter) persuasiva, que invita a olvidar la embaucadora retórica de nuestra vertiginosa, efímera y tan vanidosa contemporaneidad para, a hombros de Argullol, visitar los talleres y estudios de artistas, literatos y pensadores que, a fuerza de rastrear lo desconocido, chocaron de bruces con el conocimiento más sublime, esclarecedor y tenebroso que le cabe al ser humano: el conocimiento de sí mismo.