Justicia, sociedad y política: Nietzsche, Sartre, Aristóteles… y Batman

Aristóteles explicaba tanto en Ética a Nicómaco como en sus escritos políticos que si la ciudad (polis) ha de contener una potencia, es aquella que otorga un poder para hablar y actuar en comunidad –dejando a un lado las relaciones privadas propias del entorno doméstico–. De esta manera es ganado un espacio público donde, precisamente, no se «habla por hablar», donde el tiempo es compartido con nuestros semejantes y donde, por tanto, se dan acciones que tienen distintos efectos sobre la convivencia entre seres humanos.

Los demás animales viven principalmente guiados por la naturaleza; […] pero el hombre además es guiado por la razón; sólo él posee razón, de modo que es necesario que estos tres factores [naturaleza, hábito y razón] se armonicen uno con el otro. Muchas veces, efectivamente, los hombres actúan mediante la razón en contra de los hábitos y de la naturaleza, si están convencidos de que es mejor actuar de otra manera (Aristóteles, Política, Libro VII, 1332b).

Ágora

«La ciudad es por naturaleza una multiplicidad». Aristóteles, Política, II, 2 (1261 a18)

Si el sabio estagirita pudiera haber leído a un autor como Thomas Hobbes, intentaría explicar a éste que la debida obediencia a la ley no ha de ser vista como un poder irresistible bajo la amenaza de la coacción, sino como un seguimiento racional. En términos aristotélicos, podemos decir que la inteligencia posee un carácter productor respecto al lógos, que se convertirá en una realidad y un instrumento sólo en tanto que cobremos consciencia de tal capacidad. Así, en el Libro VII de la Política, Aristóteles afirma que «la razón y la inteligencia son para nosotros el fin de nuestra naturaleza, de modo que en vista de estos fines deben organizarse la generación y el ejercicio de los hábitos».

Es manifiesto que durante el tiempo en que los hombres viven sin un poder común que los atemorice a todos, se hallan en la condición o estado que se denomina guerra; una guerra tal que es la de todos contra todos. Porque la guerra no consiste solamente en batallar, en el acto de luchar, sino que se da durante el lapso de tiempo en que la voluntad de luchar se manifiesta de modo suficiente (Hobbes, Leviatán).

Si acudimos al Libro I de la Ética a Nicómaco (13, 1102b32), Aristóteles explica que hay en lo irracional algo que no ignora a nuestra parte racional. Tomás de Aquino tomará muy en serio pasajes como este: tanto o más decisivo que arrancar la obediencia del hombre es propiciar que cobre conciencia de lo que hace de ella una conducta debida –en tanto que racional–; lo que, tanto para Aristóteles como para el aquinate, precisará de un aparato educativo como suplemento de la política. El noûs, la inteligencia, educa y perfecciona el deseo (apetito), y lo conduce a elegir (proairesis) bien, lo que requiere a su vez de una correcta educación y de un caldo de cultivo –aportado por la tradición– en el que queden estipulados (en tanto que recordados) ciertos hábitos.

De tal modo que la introducción en la polis o ciudad supone un renacimiento para el individuo, que pasa a adquirir la condición de ciudadano: es entonces cuando comienza también a existir en el lugar propio del lenguaje. La política no produce por tanto a los hombres, sino que éstos son tomados de la naturaleza (physis) y renacen en la ciudad, donde se han de conducir racionalmente con el objetivo de alcanzar la virtud y una vida buena en común.

Ahora bien, esta tipo de vida, así como las acciones catalogadas de buenas, no consisten en la mera conservación de una estructura o en el respeto formal a una serie de reglas; más bien suponen una forma de existir radicalmente enfrentada con los fines que los diferentes grupos sociales (facciones) pretenden imponer a la ciudad como fin supremo, sin buscar otra cosa que la satisfacción de sus propios deseos. Así, debe impedirse la reducción del gobierno de cualquier ciudad a un dominio despótico.

Sin embargo, ¿hasta qué punto y con qué corrección pensaríamos si no pensáramos, por decirlo así, en comunidad con otros a los que comunicar nosotros nuestros pensamientos y ellos los suyos a nosotros? Por tanto, bien se puede decir que ese poder externo que arrebata a los hombres la libertad de comunicar públicamente sus pensamientos les quita también la libertad de pensar, única joya que todavía nos queda al lado de todas las cargas civiles (Kant, ¿Qué significa orientarse en el pensamiento?).

El primer libro de la Política se cierra, frente a cualquier disposición proclive a la conservación de la tiranía, con una invitación a emplear el lógos con los esclavos: la razón se convierte el punto de fuga por el que puede llegar a difuminarse el vínculo despótico entre señor y esclavo. Y es que si algún enemigo mortal tiene la tiranía, es la educación (paideia) y los efectos que ésta posee en el seno de una comunidad política, ya que abre un espacio para la scholía, esto es, para el aumento de la capacidad de actuar y para reforzar la estructura comunitaria a través del lenguaje y las acciones.

thomashobbes

Thomas Hobbes

Frente a Hobbes (o Schopenhauer), autor para quien lo racional no se impone de por sí en la naturaleza humana (por lo que habría que introducir una autoridad civil que obligara a los súbditos a seguir las disposiciones legales), tanto Aristóteles como Tomás de Aquino están convencidos de que la ley tiránica, por lo mismo que no es conforme a la razón, no es ley propiamente, sino más bien una perversión de la ley. La criatura racional es la única a la que le es dado un poder para separar sus actos individuales de los de su especie, es decir, la potencia de gobernarse a sí mismo. Dios no sólo confiere, para Tomás de Aquino, la bondad, sino también la capacidad de ser causa de otras cosas.

El don de la ley se dirige únicamente a los seres racionales. Esa exclusividad que concierne a la criatura racional impide hacer de la ley un mero medio de sometimiento de un inferior a un superior, sino más bien un instrumento externo del que se sirve un ser dotado de libertad para dirigirse a sí mismo hacia la razón.

Por ello, la exterioridad de la ley no es reducida en Tomás de Aquino (tampoco en Aristóteles ni, por ejemplo, en Hannah Arendt) a un ciego mecanismo que doblega la voluntad humana. Por el contrario, esa exterioridad (o materialidad) debe resultar para el alma racional como una suerte de espejo en el que aquella pueda contemplarse y considerar la posibilidad de su propia liberación, es decir, la posibilidad de alcanzar la auto-nomía –lejos de cualquier imposición externa, como en el caso de Hobbes–.

¿Cabe acaso este despliegue de nuestra racionalidad en un sistema donde, bajo capa de “reformas necesarias”, se impone cargar a los ciudadanos con los pecados del propio sistema? ¿Cabe hablar de libertad en un mundo en el que cada es vez más es necesario alimentar la desigualdad entre países y capas sociales… a fuerza de vivir?

Son numerosas las voces críticas que a menudo se alzan en contra del –aparente– contenido cultural de los cómics. Sin embargo, y nada más lejos de la realidad, las viñetas que nos relatan las aventuras de los superhéroes nos acercan en muchas ocasiones a lo que podríamos tildar de fiel reflejo de nuestra sociedad.

Se habla sin cesar de la necesidad de «despolitizar» los poderes judiciales de cara a conseguir una inexistente imparcialidad en los procesos abanderados por los distintos tribunales de justicia. Lejano, casi olvidado, queda el recuerdo de la efigie clásica en la que la Justicia es representada con los ojos tapados por la venda de la genuina inocencia; una inocencia, precisamente, que no teme señalar con su dedo al culpable de un delito en previsión de las posibles contingencias que pudiera suponer su decidido e inapelable gesto.

Se asegura desde distintos institutos de estadística que, actualmente, cerca de un 70% de los ciudadanos occidentales no confía en la manera de impartir justicia, y que por tanto asistimos a un problema de credibilidad que precisaría de un giro cualitativo en la forma en que el Tribunal Constitucional o el Consejo General del Poder Judicial (en el caso de España) toman sus decisiones respecto a los procesos en que están inmersos como únicas autoridades competentes. Los jueces han de estar sujetos al imperio de la Ley, sin que haya cabida para jugueteos –nada indefensos– con la voluntad política de turno, lo que requiere que el Estado les provea de medios suficientes, tanto materiales como legislativos, para que la administración de justicia no tenga otro fin que el de no falsear ideológicamente las sentencias.

Lo que distingue a los superhéroes de las figuras reales es que no se limitan a defendernos de una amenaza inminente, sino que tratan de participar activamente en la detención de los criminales –incluso cuando sus fechorías aún no hayan sido cometidas o ni siquiera ideadas–. Podemos ver la Gotham City de Batman como un insospechado retrato de la parcialidad de los tribunales de justicia actuales, muchas veces en triste comadreo con la fuerza gobernante. Y es que, como recuerda Nietzsche en numerosas obras, no por seguir la moral vigente se actúa de hecho moralmente.

Tal es el problema fundamental ante el que se sitúan aquellos ciudadanos que, no contentos con el funcionamiento de las autoridades judiciales, demandan una revisión de los métodos en que la propia Justicia es llevada a efecto en los distintos tribunales, denunciando sus métodos por hallarse teñidos de parcialidad política –y acaso económica–.

Un caso muy parecido encontramos en Batman: sus acciones, aunque en ocasiones se vean refrendadas por las autoridades policiales, quedan las más de las veces sin autorización oficial. En cierto sentido, Batman se toma «la justicia por su mano». Ahora bien, el quebrantamiento de las leyes por parte del Caballero Oscuro se hace en nombre no ya de una justicia particular, sino de la Justicia como ideal (o lo que él entiende por tal), persiguiendo a los delincuentes que coartan la libertad de decisión de las distintas autoridades civiles.

En una de sus aventuras, Superman, muy al contrario de Batman, se hace agente secreto del gobierno en una suerte de giro kantiano. Y aquí entra en tenso debate con el murciélago, que achaca al superhombre haberse dejado comprar. A este respecto Batman sostiene un discurso realmente interesante, que nos saca de dudas en lo tocante a la cuestión de si los cómics encierran un auténtico contenido cultural: «Tú siempre dices que sí, a quien veas con una insignia o con una bandera… Nos has vendido, Clark. Les has dado el poder que debería haber sido nuestro. Justo lo que te habían enseñado tus padres. Mis padres me enseñaron otra lección: tirados en esta calle, agitados por la brutal conmoción… muriendo por nada… me enseñaron que el mundo sólo tiene sentido cuando lo obligas» (en The Dark Knight Returns, Libro 3).

De igual modo que para Nietzsche, la existencia de una bandera o una insignia no resultan condición suficiente (ni siquiera necesaria) para la aparición de la justicia: las leyes podrían ser injustas y los políticos corruptos… o, como sucede en la actualidad (quizá siempre desde que existe el poder establecido), los tribunales de justicia pueden estar politizados, actuando de manera parcial e interesada. Batman se pregunta por qué ha de permitirse que las estructuras sociales establecidas, aun actuando baja capa de la buena intención, han de suponer un estorbo para la consecución de lo justo. Así, como Rorschach afirma antes de morir a manos del Doctor Manhattan en Watchmen (Capítulo XII): «Acuerdos, nunca… El mal debe ser castigado».

Podemos ahora embarcaremos en otro peculiar viaje en el que seguiremos acompañados del hombre murciélago, que decide ponerse a leer la Ética a Nicómaco en la Batcueva. Nuestro destino es desentrañar las profundidades del alma humana.

Aristóteles y Batman

Como saben los lectores de Aristóteles, el noûs (podemos ahora traducirlo como inteligencia) es la facultad que para el estagirita «permite el ser», ser lo que somos en el modo en que el mundo adviene presencia. Aunque somos mortales, aquel noûs nos distingue de la animalidad; no por nuestra condición mortal hemos de entregarnos siempre a los asuntos humanos (los propios de la necesidad): ante todo somos inteligencia.

Si, pues, la mente es divina respecto del hombre, también la vida según ella será divina respecto de la vida humana. Pero no hemos de seguir los consejos de algunos que dicen que, siendo hombres, debemos pensar sólo humanamente y, siendo mortales, ocuparnos sólo de las cosas mortales, sino que debemos, en la medida de lo posible, inmortalizarnos y hacer todo esfuerzo para vivir de acuerdo con lo más excelente que hay en nosotros (Aristóteles, Ética a Nicómaco [X, 7, 1177b28-1178a]).

Esta contradicción interna entre animalidad y humanidad ha de ser gestionada por nosotros mismos. En este sentido, la inteligencia es la facultad capaz de captar y comprender lo que le rodea, introduce presencia en el mundo sin convertirse en una parte de él (como diría Heidegger, somos el ente en el que el mundo se manifiesta, Dasein).

Ahora bien: Aristóteles nos explica en numerosos pasajes de sus escritos sobre ética que cuando hablamos de «impulso» no se da –como normalmente pensamos– una insensibilidad frente a la razón (es decir, no hay una carencia de una capacidad), sino que no sabemos escucharla. El individuo guiado por el apetito somete y esclaviza a la razón, desaparece en él la orientación sobre lo mejor o lo peor (sobre lo bueno y lo malo), y sólo el placer es tenido como meta.

De esta manera, no todo en el alma se reduce a mera sensación: parece existir en nosotros algo que piensa, algo impasible, sin mezcla, inmortal y eterno, aunque en ocasiones no seamos capaces de recordarlo. Este «no recordar» es indicio de un desajuste ontológico fundamental que nos da la medida auténtica del hombre. ¿En qué consiste tal desajuste?: esa inteligencia, que no es lingüística, no es mortal ni tiene sexo, se halla sin embargo en nosotros, seres lingüísticos, mortales y sexuados. Así, nos sentimos empujados por esta facultad (noûs) a «inmortalizarnos»: la inteligencia se convierte en una suerte de voz interior que nos recuerda dónde reside auténticamente nuestra identidad, lo más propio de nosotros, y lo que, al decir de Aristóteles, nos hará más felices (Ética a Nicómaco, X, 7, 1178a5-9).

Que la parte irracional es, en cierto modo, persuadida por la razón, lo indica también la advertencia y toda censura y exhortación. Y si hay que decir que esta parte tiene razón, será la parte irracional la que habrá que dividir en dos: una, primariamente y en sí misma; otra, capaz sólo de escuchar a la razón, como se escucha a un padre (Aristóteles, Ética a Nicómaco [I, 13, 1102b332-36]).

Sin lugar a dudas, un carácter taciturno o pesimista –con tendencia a rastrear e incluso a defender nuestros accesos más oscuros e inconscientes– señalaría más de una traba en los presupuestos de Aristóteles. Batman, personaje controvertido por excelencia en el universo superheroico, vería con escepticismo el esfuerzo de Aristóteles por declarar que, incluso en lo irracional, en aquellos parajes más inexplorados del alma, hay algo que no ignora a lo racional. Para el griego, este componente irracional es potencialmente controlable; es más, cuando lo racional (la inteligencia) aparece, ya no se olvida, no hay amnesia de la prudencia: «el bien es algo propio y difícil de arrebatar» (Ética a Nicómaco, I, 5, 10995b26).

Batman y SupermanPero… ¿qué hacer con este inmarcesible sustrato que permanece incognoscible –por muy domable que sea–? ¿Podemos dar la razón Aristóteles cuando declara la victoria final de lo racional frente a lo irracional, a pesar de darse tras una encarnizada lucha? En una de las últimas y más logradas historias del hombre murciélago (Silencio, con guión de Jeph Loeb e impresionantes ilustraciones de Jim Lee), Batman coincide brevemente con Superman. El hombre de acero se encuentra bajo el influjo de una fuerza maligna que no le permite actuar normalmente; Batman, sin embargo, y a sabiendas de su inferioridad en cuanto a fuerza se refiere, decide poner en práctica un plan, diremos, aristotélico: hace ver a Superman que él no es ese influjo que le domeña, ese impulso por el mal, y que bajo todo aquel aparato que le tiene enajenado, se encuentra –al decir de Batman– todo un Boy Scout, alguien que cree saber muy bien cómo distinguir entre el bien y el mal –por mucho que Batman no aplique nunca este esquema sobre él mismo en una especie de ejercicio nietzscheano por superar toda clasificación moral definitiva–.

El Caballero Oscuro logra así, a fuerza de destapar lo mejor de Superman, poner bajo control aquella fuerza que empujaba a Superman a hacer el mal. Empero, y esto es lo interesante, Batman reconoce en numerosas historias (en una línea que le acerca al Wolverine de Marvel) verse doblegado por ciertos impulsos irracionales, lo que supone un dejarse ir por la ira; eso que Aristóteles denominó thimós.

JokerEn aquel mismo cómic (Silencio), en un nuevo intento por acabar con Joker, Batman ha de enfrentarse a una decisión fundamental: terminar con su vida (convirtiéndose en un asesino) o dejarle con vida (a pesar del irreparable mal que su eterno enemigo ha sembrado en Gotham City). El propio Batman explica: «Esta noche morirá a mis manos. No hay escapatoria. No hay nada que pueda hacerle que le cause la misma agonía que ha infligido a otros». Tras la aparición estelar del excomisario Gordon, que representa en este caso el noûs de Aristóteles, Batman replantea su proceder y acaba por confesar: «Hice la promesa, frente a la tumba de mis padres, de librar esta ciudad del mal que les arrebató la vida. Esta noche… casi me convierto en parte de ese mal«.

A cualquier lector de Silencio o de la Ética a Nicómaco le asalta, sin embargo, una pregunta final –acaso irresoluble–: ¿está siempre en nuestra mano recordar esa inteligencia que somos? Esa inteligencia ¿nos define como seres humanos, o constituye tan sólo una parte del «alma», de la psique? ¿Cuándo y por qué prevalece lo racional frente a lo irracional? ¿Cómo acotar lo que cae bajo cada uno de estos conceptos…? ¿Hay tierras intermedias entre Gotham City y Metrópolis, entre la oscuridad y la luz, entre lo consciente y lo inconsciente?… Y por último, ¿cómo se da el tránsito entre ambos extremos?

La razón está en lucha constante con la naturaleza; y esta guerra nunca puede terminar mientras no nos convirtamos en dioses. Pero la influencia de la naturaleza debe y puede llegar a ser cada vez más débil, y el dominio de la razón cada vez más fuerte. La razón debe conseguir sobre la naturaleza una victoria tras otra (Fichte, Algunas lecciones sobre el destino del sabio, III).

Así pues, a juicio de Aristóteles el ser humano porta en sí mismo un conflicto entre animalidad (nuestra parte mortal y finita) e inteligencia (o noûs, lo que en nosotros hay de inmortal) que ha de resolver él mismo.

Cuando el estagirita define las «acciones mixtas» (por ejemplo, arrojar en plena tormenta la valiosa carga de un barco a fin de sobrevivir), se pone de manifiesto una primacía del mundo respecto a nuestra voluntad: la razón de ser de estas causas que dan ocasión para la aparición de aquellas acciones denominadas mixtas es el sinsentido, el absurdo, que a pesar de carecer de racionalidad sí albergan una fuerza efectiva, causal. Podemos definir las acciones mixtas como aquellas en las que hacemos algo que en realidad no queremos hacer –aunque sí exista, en opinión de Aristóteles, cierto margen para la deliberación, a pesar de que el saldo que ésta arroje se halle en tales casos influenciada por las circunstancias–.

En cuanto a lo que se hace por temor a mayores males o por alguna causa noble (por ejemplo, si un tirano que es dueño de los padres e hijos de alguien manda a éste hacer algo vergonzoso, amenazándole con matarlos si no lo hacía, pero salvarlos si lo hacía), es dudoso si este acto es voluntario o involuntario. Algo semejante ocurre cuando se arroja el cargamento al mar en las tempestades, nadie sin más lo hace con agrado, sino que por su propia salvación y la de los demás lo hacen todos los sensatos (Aristóteles, Ética a Nicómaco, III, 1, 1110a4-11).

Para un pensador como Sartre, comprometido con el ejercicio de la libertad, este tipo de acciones no encuentran lugar en su sistema. El francés habla del carácter absoluto de la elección: siempre se podría haber elegido hacer otra cosa. A juicio de Sartre, existe en cualquier situación una alternativa posible a como de hecho se ha actuado, aunque en el caso del barco y la tormenta se optara por lo que en ese caso beneficiaba al marino: la causa de su acción fue el amor a sí mismo (un aprecio de sí que, por cierto, no está reñido en Aristóteles con el amor a la virtud).

El filósofo griego afirma, sin embargo, que tras la realización de una acción mixta, siempre queda un poso de arrepentimiento. Sartre desea alejarnos de este tipo de argumentación, explicando que nuestra deliberación no puede ser prisionera de las circunstancias: todo estriba en el precio de nuestra decisión, en lo que dejamos de lado cuando elegimos. De esta manera se desdibujan las fronteras entre lo voluntario y lo involuntario; la frontera entre hacer algo o no hacerlo se encuentra ahora antes de la acción, y no después, un límite que sólo puede estar marcado por nuestra libertad.

Somos nosotros quienes, en el libre ejercicio de nuestra capacidad de elección, decidimos si algo «merece la pena» o no; el para-sí, dirá Sartre, y no el mundo circundante, tiene –y ha de tener– la última palabra. La tormenta que amenaza con hundir el barco pertenece al campo de lo en-sí, supone una adversidad que no sobrepuja el poder de nuestra voluntad. Sartre niega así el poder del mundo para decidir por nosotros: no somos una herencia, un producto hecho, ni siquiera estamos determinados por nuestro pasado; está en nuestras manos poder poner en tela de juicio cualquier suceso ya acontecido. Poseemos el poder de la destrucción de lo inamovible.

Estamos perpetuamente comprometidos en nuestra elección, y somos perpetuamente conscientes de que nosotros mismos podemos invertir bruscamente esa elección y virar en redondo, pues proyectamos el porvenir con nuestro propio ser, y lo roemos perpetuamente con nuestra libertad existencial, anunciándonos a nosotros mismos lo que somos por medio del porvenir, y sin dominio alguno sobre este porvenir, que permanece siempre posible sin pasar jamás a la categoría de real. Así, estamos perpetuamente sometidos a la amenaza de la nihilización de nuestra elección actual, a la amenaza de elegirnos –y, por consiguiente, de volvernos otros de lo que somos (Sartre, El ser y la nada, IV, I, 1).

De este modo, el ser humano es para Sartre aquel ser cuya existencia precede a la esencia. Si nos es posible olvidar nuestro pasado para constituir un nuevo presente es por un motivo ontológico: el mundo no se dirige a nosotros coactivamente (al modo en que el peligro lo hace en el ejemplo aristotélico del barco), sino que somos nosotros los que ponemos en él los obstáculos o facilidades en función del fin que persigamos. Ningún suceso posee la fuerza suficiente como para convertirse en causa de nuestra acción: es el yo quien da ser a las cosas.

Si no conferimos sentido a las cosas, ellas serán nada y nosotros nos haremos una nada frente a ellas. Aquel peligro que parece irrevocable e irrenunciable puede ser convertido, precisamente, en una creadora nada, y ello a causa de nuestra facultad para dotar de sentido a la realidad, a lo en-sí (proceso al que Sartre denomina «nihilización»). El autor francés asegura que la inteligencia del para-sí, del ser humano, puede compararse con una fábrica de nada que no cesa de generar sentido: de hecho, nuestra existencia consiste en la conquista de este sentido.

Lo importante es pues que el agente reconozca lo que ha hecho: asumir el avance hacia la dirección que se ha elegido (que a su vez proviene de un proyecto personal). Por eso, los accidentes están ya incluidos en lo que pudiera parecer un futuro indomable: estamos destinados a elegir… aun cuando no queramos. Por eso, a pesar de que no podamos prever los acontecimientos venideros, siempre seremos los autores de su sentido.

Orestes: No soy ni el amo ni el esclavo, Júpiter. ¡Soy mi libertad! Apenas me creaste, dejé de pertenecerte (Las moscas, Sartre).

Cuando nos vemos doblegados por ciertas situaciones, Sartre hablará de una libertad «mixtificada», de un comienzo segundo: somos puestos en un segundo plano, ninguneados por el mundo, por aquella tormenta inesperada que sacude el barco. El marino que echa por la borda la carga a fin de sobrevivir ha sido vencido, elige lo que eligen sus circunstancias, y así, es puesto en una situación precaria, menesterosa, de manera que lo que haga finalmente no podrá ser ni siquiera reconocido como obra suya. Deja de ser responsable de su libertad.

La situación es mía, además, porque es la imagen de mi libre elección de mí mismo y todo cuanto ella me presenta es mío porque me representa y simboliza (El ser y la nada, IV, Sartre).

En definitiva, para Sartre, en cada instante es posible tomar distancia de lo pasado y, por ello, también podemos decidir qué es lo que somos, qué tipo de agente vamos a ser. Lo que cada ser humano hace actualmente, las acciones y no la presunta tendencia al bien o al mal, es lo que nos configura como seres en libertad, una libertad que nos convierte en superadores de lo real, de lo en-sí, de lo en apariencia fijado en el espacio y en el tiempo por y para siempre. Solo nosotros podemos proyectar constantemente nuestro propio porvenir. Nuestro destino no se encuentra en manos de ningún poder absoluto, sino en las nuestras.

El hombre es libertad, no existe determinismo alguno ni valores que puedan orientar nuestra conducta de manera definitiva, estamos condenados a ser libres. También somos responsables de nuestras pasiones –a las que en numerosas ocasiones recurrimos para justificar acciones que, decimos, no estaba en nuestra mano evitar (lo que Sartre llamará «conductas mágicas»)–.

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«La pesadilla», de Füssli

Aristóteles no entendería que en un caso como el del barco resultase viable una responsabilidad absoluta, mientras que para Sartre no hay más virtud ni valor que los creados in situ por nosotros, por el para-sí; el griego toma ciertas andaderas previas a la elección, como dijimos más arriba, como la tradición cultural y política que, precisamente, mantienen vivas ciertas virtudes. Sin embargo, para Sartre, tanto lo accidental de la tormenta como la asunción de valores han de responder siempre ante el tribunal de nuestra libertad. Su sentido es dado por nosotros, no podemos dejar lo involuntario de la mano de lo fortuito: hemos de garantizar siempre nuestra autonomía, que lo hecho sea llevado a cabo libremente desde el para-sí: en una vida no hay accidentes, todo sentido es configurado por alguien, por un agente.

Nadie sabe lo que puede hacer un hombre de sí mismo hasta que alguien lo muestra a la luz de su proyecto; hay tantas maneras de existir el propio cuerpo, explicará Sartre, como para-síes hay. El mundo no opone obstáculos o resistencias absolutas, sino contingentes, como todo lo que pertenece a lo en-sí, cuyo coeficiente de adversidad es evaluado por nuestra libertad. El para-sí sostiene valores que después de elegidos pueden ser eliminados: posee una potencia nadificadora que impone sentido, rebasando constantemente lo que ha sido. Vivimos siempre fuera de sí, consistimos y somos expertos en este rebasamiento.

Todo hombre que se refugia detrás de la excusa de sus pasiones, todo hombre que inventa un determinismo, es un hombre de mala fe (Sartre, El existencialismo es un humanismo).

No hay, por tanto, un afuera de la subjetividad: la pasión la padecemos y la ponemos nosotros, es tan nuestra como la verdad o el bien. La mera reflexión no es la que ilumina lo que hay que hacer, sino que llevamos a cabo una operación que nos hace rebasar el presente hacia un estado futuro que constituye nuestro fin, el para qué. En el lenguaje propio de Sartre, la forma de la ley que se da el para-sí consiste en una nada: pensar que el mundo tiene algún poder sobre nosotros es entrar en el reino de la pasividad.

La vida sólo tiene sentido cuando nosotros se lo damos: nada hay dado de antemano hasta que estructuramos el mundo en virtud de un proyecto. La tormenta a la que alude Aristóteles sólo tendrá el sentido que nosotros decidamos otorgarle; si la tormenta no se diera para nadie, si existiera únicamente en un remoto punto del océano, sería pura materia, puro macizo en-sí. Y donde sólo hay en-sí, comienza la náusea, el poder de lo otro, de lo ajeno…

13 comentarios en “Justicia, sociedad y política: Nietzsche, Sartre, Aristóteles… y Batman

  1. Wow… muy interesante este ensayo, me gusto bastante creo que el análisis que se hace de los diferentes filosofos es bastante acertado (por no decir perfecto desde mi interpretación de los mismos), sin embargo, creo que es cuestionable la interpretación que se hace de Batman y lo que representa dicho super héroe. Es cuestionable en el sentido de que realmente Batman, a pesar de que reconoce que las instituciones y el poder publico de su ciudad «Gotham» están perneadas de corrupción de sus funcionarios, batman no deja de tener fe en ellas, razón por la cual entrega a los sus supuestamente delincuentes a la policía de Gotham (en complicidad secreta con el «Jefe Gordon»), el objetivo de dicha actuación es la de esperar que dichos «delincuentes» sean juzgados y judicializados por el sistema (aun con sus fallas e imperfecciones). Bajo dicha perspectiva, Batman no tiene como fin sentenciar o castigar criminales, su fin no es ejercer justicia sino inspirar a otros hacerla y en cierta medida ayudar a hacerla capturando «delincuentes», en especial, inspirar a las autoridades gubernamentales que son quienes tienen realmente la tarea de ejercer justicia. La gente suele confundir ese «fin» con el «método» que el mismo «caballero de la noche» utiliza, este ultimo (el metodo) si se aparta de todo precepto de legalidad y deber ser, lo que convierte a nuestro heroe en un forajido de la ley, utilizando la violencia y la fuerza (aunque aclaro, no utiliza fuerza letal, pues él sabe que en el momento en que asesinea otro por mas delincuente que sea, se convertirá en ese mal que pretende destruir), y en el uso de esa fuerza puede someter a criminales, acto que el publico suele interpretar como castigo por parte de Batman hacia los «delincuentes», es decir; algunos incautos ven el método que utiliza Batman como el fin mismo de este cuando realmente es su metodo de inspirar y ayudar a hacer justicia. en este sentido, cuando se manifiesta en el ensayo; «Ahora bien, el quebrantamiento de las leyes por parte del Caballero Oscuro se hace en nombre no ya de una justicia particular, sino de la Justicia como ideal (o lo que él entiende por tal), persiguiendo a los delincuentes que coartan la libertad de decisión de las distintas autoridades civiles.», se incurre en ese error donde se mal interpreta el «fin» respecto al «método» utilizado por el «caballero de la noche», pues como ya he manifestado; Batman tiene fe en las instituciones pese a que muchos de sus agentes son corruptos, no ejerce la venganza, y su fin no es lograr la justicia directamente, sino inspirarla y en su objetivo tendrá que afrontar muchos dilemas filosóficos como los que se plantea el ensayo y entre ellos un dilema, muy especial que se aborda desde la filosofía (caso del Jocker), es el hecho de cual debe ser el ideal de justicia aplicable, para aquellos delincuentes a los que no se les puede intimidar, aquellos que no se pueden disuadir, negociar o resocializar, que «sencillamente quieren ver arder el mundo», ¿no es mejor eliminarlos y someterse a convertir en un villano? ¡o es preferible conservar nuestro honor y el ideal de héroe forajido aun cuando se correr el riesgo de que un «delincuente» de esa naturaleza pueda cobrar mayores perjuicios permitiendole vivir?. Muy Interesante…

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  2. Me pareció interesante tu texto, sólo por errores de escritura se pierde la idea de unas frases, me quedan algunas dudas respecto a ciertas afirmaciones que haces. Y el utilizar a tantos autores de manera indiscriminada para un texto que no tiene tema central, me parece tedioso. La justicia y la libertad como conductas humanas respecto a una perspectiva idealista, creería en enfocar más el texto hacia una dirección concreta, no ir saltando de rama en rama a ver qué surge. Esa es mi opinión, buscaré más de tus textos para leer, gracias por compartirlos.

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  3. Me sentí leyendo reflexiones inconexas, pero interesantes cada una de ellas. No se si se buscaba escribir ideas independientes o en algún momento se pierde el curso conector del ensayo. Lo que definitivamente hay es estudio, conocimiento, comprensión y pedagogía. Felicitaciones

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  8. Me ha encantado el artículo… He creído leer que hay reflexiones inconexas, utilización de autores indiscriminadamente… todo es debatible y criticable. Lo que me gusta de tus artículos es, precisamente, que no hay un uso jerarquizado del pensamiento, no hay ni tan solo un argumento único para ser estudiado. Creo que escribes más hacia la búsqueda de la duda, de llevar la mente hacia una pregunta que nunca contenga una respuesta absoluta. He leído muchos autores que pontifican sobre su «verdad», la «venden» como panacea para solucionar los males de la sociedad. Panegíricos insulsos que insultan la inteligencia y que desean situarla bajo el manto de un dogma, por muy bien argumentado que sea. Me encantan los cómics, Batman es un personaje ambiguo, no se mueve por un ideal, es más un ser que lucha contra sus propios demonios y se aprovecha de su oscuridad para encontrar la luz… Siempre existe la luz al final del túnel, nos espere o no. Sobre la idea de la libertad, sinceramente no creo demasiado en ella. La vida, como tal, no la entiendo como sinónimo de libertad. La existencia es una ruptura de la paz, una batalla tras otra que nos hace sufrir. Quizá Sartre tenía razón y no hay nada de antemano… pero la vida no tiene sentido para mí, es un absurdo de circunstancias, quizá algunas podamos dominarlas y hasta disfrutar de ellas, pero no por ello son causa del sentido de la vida como algo hermoso y accesible. Pero ante la duda siempre prefiero conocer ideas nuevas o tan nuevas y moverme hacia ese fabuloso estado conocido como ataraxia. Quizá nunca lo consiga, quizá sea porque no lo busque realmente, o quizá simplemente porque no nacimos para ese fin.

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  9. No tengo conocimiento suficiente para objetar, sencillamente me capturo el artículo.
    Es una recreación interesante sobre ética en el manejo de la libertad ante la necesidad y la justicia.
    Entendí bien? Me queda la duda.

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  10. Recordé a Jason Bourne, su lucha por redimir su libre albedrío, su autodeterminación. Me pareció un artículo muy honesto: nos entrega un hilo de pensamiento. ¿Quien nos regala algo así? Gracias al autor. Empieza por los cimientos: con Aristóteles y su Etica ;sobre lo racional, el bien y la felicidad.hace una reflexión sobre La ley y la Justicia: si la Ley ha dejado de ser un refugio debemos proseguir hacia lo que es Justo como un valor supremo. Esta en nuestras manos ( Batman, Jason Bourne) Luego intenta no dejar suelto lo que imagina que esta pasando por el pensamiento del lector: El sentido de la vida. Termina hablando de la Libertad hacia un fin personal y colectivo.

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  11. El hombre condenado hacia la búsqueda de su libertad seguramente se habra preguntado en un inicio si su libertad tan codiciada por el , no sería su propia destrucción puesto que elegir la libertad sobre el valor del bien y el mal que representa la ética como fin lo pondrá como un mortal.

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