Baruch Spinoza: filósofo y tratadista político

Baruch Spinoza es uno de los autores más polémicos de la tradición occidental. Excomulgado del judaísmo por sus declaraciones acerca de la autoría de la Biblia (cfr. a este respecto La sinagoga vacía, Gabriel Albiac), condenado al ostracismo por su concepción radicalmente distinta de Dios y el hombre, Spinoza es un filósofo que ha sobrevivido a lo largo del tiempo, a pesar del constante rechazo que ha sufrido su teoría por los grupos religiosos más dogmáticos. Su noción «naturalista» del universo, cercana a concepciones paganas, se refleja en todas las aristas de su pensamiento. El presente artículo trata de exponer los pilares de su teoría política desde su Tratado político.

El Tratado político de Baruch Spinoza tiene como fundamental propósito «demostrar solamente aquellas cosas que están muy de acuerdo con la práctica, por razón cierta e indudable, y deducirlas de la condición misma de la naturaleza humana (Tratado político, Gredos, p. 343). Es decir, el filósofo holandés, en su obra política, no busca imaginar un Estado perfecto, como hiciera Tomás Moro en su Utopía, sino describir el funcionamiento de los diversos modelos de gobierno y discernir por qué funcionan y por qué fracasan. Frente a aquellos que «creen que hacen una cosa divina, y que alcanzan la cumbre de la sabiduría, cuando han aprendido a alabar de muchos modos la naturaleza humana que no está en ninguna parte, y a acosar con palabras a aquella que en verdad existe» (Tratado político, ed. cit., p. 341), Spinoza parte de su concepción de la naturaleza humana para ver en qué modo se articulan los Estados, que no son sino las formas de agrupamiento sumo de los seres humanos.

Así pues, ¿qué es para Spinoza el ser humano? Para este pensador, como podemos ver a lo largo de su Ética, el ser humano es un ente del cúmulo infinito que existen en la naturaleza, y que se diferencia del resto por su razón. La razón es la virtud que tiene el ser humano para conocer las causas que le afectan y controlarlas. Por ejemplo, si conozco que el azúcar perjudica mi salud, tendré la capacidad de reducir su consumo si sé en qué medida me afecta y cómo puedo desembarazarme de su poder. Sin embargo, aunque el ser humano se distinga del resto por su esencia racional, esto no implica que siempre obre guiado por ésta. La naturaleza, o Dios, es infinita, y hay infinitos entes en ella, por lo que muchos de ellos son más potentes que la razón humana. Además, como el alma humana es limitada, depende de infinitas cosas para existir (p. e. del agua, del aire, de la comida, etc.). Por ello, «como el principio de existencia de las cosas naturales no puede concluirse a partir de la definición de éstas, así también, la perseverancia de ellas en existir no puede concluirse a partir de su definición» (Tratado político, ed. cit., p. 349); esto significa, aplicado al ser humano, que, aunque se defina por su esencia racional, la causa de gran parte de sus acciones no será su razón, sino otras cosas. Para Spinoza, cuando una cosa externa al ser humano le condiciona a actuar de una manera, ésta produce en él lo que se denomina un afecto, una pasión. Por ejemplo, al observar un animal, podemos sentir miedo y huir. La causa de esta huida no está en nosotros mismos, sino en el animal, que nos ha producido el afecto del miedo y nos ha hecho escapar. Por ello,

… llamo a un hombre enteramente libre en tanto que es guiado por la razón, porque entonces es determinado para actuar por las causas que pueden adecuadamente ser entendidas solamente a través de su propia naturaleza.

Tratado político, ed. cit., p. 349

Por lo tanto, para Spinoza las acciones humanas se distinguen entre las que hacemos guiados por nuestra razón, en la que somos causa de nosotros mismos, y las que llevamos a cabo motivados por los afectos, en las que son otras cosas las causas de nuestro obrar. Desde esta distinción, podemos entender a qué se refiere el filósofo cuando dice que «por ‘derecho de la naturaleza’ entiendo las leyes mismas o bien las reglas de la naturaleza según las cuales todas las cosas llegan a ser, esto es, la potencia misma de la naturaleza» (Tratado político, ed. cit., p. 351). Es decir, el derecho natural de cada ser es el modo en que obra por sí mismo, impelido por su propia esencia. Así pues, el derecho natural de cada ente será distinto tanto como lo sean sus esencias entre sí. El derecho natural de un pez, por ejemplo, será el de nadar y vivir en el agua, y sería para él «naturalmente ilegal» respirar aire, básicamente porque su naturaleza se lo impide.

Aplicado a los seres humanos, el derecho de natural sería todo aquello que por su propia esencia puedan obrar. Por lo tanto, el derecho natural no establece como ilegales aquellas cosas que percibimos como malas, sino las que por nuestra propia esencia nos son imposibles, como respirar debajo del agua. En el estado de naturaleza, donde todos los humanos tienen derecho a obrar tanto como su esencia les permita, «llegan a enfrentamientos, y se esfuerzan cuanto pueden por oprimirse recíprocamente» (Tratado político, ed. cit., p. 345), porque todos ellos desean ser cada vez más poderosos y estar en una situación mejor. Para Spinoza, el temor producido por esta situación de conflicto perpetuo es la causa de que los seres humanos establezcan alianzas entre sí, donde se comprometen a colaborar y obedecer a una voluntad común a fin de evitar dicho conflicto. Surge así el derecho civil, que «suele ser llamado Estado. Y lo detenta enteramente aquel que tiene el cuidado de la república por consenso común» (Tratado político, ed. cit., p. 361).  Así pues, Spinoza entiende como derecho civil aquellas acciones que están determinadas por la potestad suprema, es decir, el Estado. Por ejemplo, el ser humano puede por derecho natural matar y violar, pero puede que un Estado prohíba tales acciones, lo cual las hace civilmente ilegales. Por lo tanto, para Spinoza no hay disyunción ontológica entre el derecho civil y el derecho natural, sino que el primero es una unión de diversos entes naturales (los múltiples seres humanos que viven bajo un estado) que buscan con su unión de fuerzas cumplir mejor sus deseos y desarrollar en mayor medida su esencia. Por ello, «las reglas y las causas del miedo y del respeto que una ciudadanía está obligada a observar no se refieren a los derechos civiles sino al derecho natural» (Tratado político, ed. cit., p. 379), es decir, el Estado actúa bajo las normas de la naturaleza, intentando usarlas del modo más favorable para sus ciudadanos.

Por este motivo, Spinoza se distancia radicalmente del pensamiento utopista, ya que el pensador racionalista no entiende el estado civil como una interrupción del estado de naturaleza, sino como su continuación humana más fructífera. Del mismo modo que los otros animales se asocian bajo un solo mando, los seres humanos se someten a un solo poder racional.

Sin embargo, aunque el poder al que aquéllos se someten en la situación civil es uno, este poder unitario no se da de una sola forma, sino que hay tantos modos de establecerlo como tipos de Estado existen. La división principal que establece Spinoza es entre los Estados en que la potestad suprema la ostenta uno, varios o todos los ciudadanos de la república. Aunque la potestad suprema recaiga en manos de uno o de varios ciudadanos, el poder del gobierno existe por la obediencia de los ciudadanos al mismo. Es decir, «el derecho del estado o de las potestades supremas no es ninguna otra cosa que el derecho mismo de la naturaleza, que es determinado por la potencia, no ciertamente de cada uno, sino de la multitud que es guiada como por una sola mente» (Tratado político, ed. cit., p. 367). El Estado existe gracias a que todos los ciudadanos unen sus fuerzas y se someten a una sola potestad. No cree Spinoza, por lo tanto, que el poder monárquico, por ejemplo, nazca de la divinidad del rey, o de decreto de Dios, sino que siempre tiene su causa en el conjunto de la ciudadanía, y el gobernante puede mandar en tanto que los ciudadanos estén dispuestos a obedecer. Del mismo modo, aunque todos los ciudadanos formen parte de la potestad suprema, siguen estando obligados a obedecer los decretos del Estado, porque las leyes del gobierno representan la voluntad común, no las voluntades particulares. Aunque sean muchos los gobernantes, sólo es una la potestad suprema.

A la hora de comparar los diversos Estados existentes, Spinoza aplica sus conclusiones ontológicas al campo de la política. Si un ente es más potente en tanto que obra por sí mismo y no impelido por otros, «es óptimo todo aquello que un hombre o una ciudadanía hace en la medida en que es máximamente independiente» (Tratado político, ed. cit., p. 381). Es decir, será mejor el Estado que puede obrar con mayor libertad, ya que es el que podrá estar guiado en mayor medida por la razón. Así pues, como el Estado no es más que la conjunción de sus ciudadanos, concluimos que un Estado será más libre cuanto más libres sean sus miembros. Si los ciudadanos de un Estado están sometidos constantemente al miedo, incluidos sus gobernantes, al final no será sino un estado irracional, que dependerá de agentes externos y será, por lo tanto, impotente. La coacción de un Estado puede venir no sólo por las pasiones de sus ciudadanos, sino también por fuerzas externas, como otros Estados o desastres naturales. Evidentemente, un Estado que esté sometido a otro en sus decisiones no será ni mucho menos libre, y obrará en pos de los intereses de su dominador. El Estado debe garantizar, por lo tanto, la libertad de sus ciudadanos, tanto de sus pasiones como de los agentes externos, en la medida de lo posible. Y es que, retomando el realismo spinozista, la realidad está en gran medida alejada de este objetivo, ya que «la multitud no quiere ser guiada por el dictado de la razón, sino que quiere estar de acuerdo naturalmente en algún afecto común» (Tratado político, ed. cit., p. 385). Por ello, aunque un Estado es más libre cuanto más guiado esté por la razón, en aquellas ocasiones en que sea imposible hacer que los ciudadanos obedezcan por la vía de su razón, se ha de hacer que lo hagan empujados por sus pasiones, principalmente por su miedo a una situación peor si desobedecen y por su esperanza de una situación mejor si acatan los mandatos. La conclusión aquí es que «el Estado debe ser necesariamente organizado de modo tal que todos, tanto los que gobiernan como los que son gobernados, quieran o no, con todo hagan aquello que interesa al bienestar común» (Tratado político, ed. cit., p. 386). Esto es así porque es mejor obedecer a un Estado, aunque no se esté de acuerdo con sus leyes, que vivir fuera de cualquier gobierno, donde se seguiría un mayor peligro e inseguridad para los seres humanos que en casi cualquier tipo de estado.  

Aunque pueda parecer lo contrario, Spinoza no defiende cualquier tipo de gobierno, o mejor dicho, no dice que funcione cualquier tipo de gobierno, y afirma contundentemente que «si la esclavitud, la barbarie y la soledad han de ser llamadas paz, nada más deplorable para los hombres que la paz» (Tratado político, ed. cit., p. 387). Además de nefasto, un Estado que oprima y esclavice a sus ciudadanos es, a la larga, inviable. Si los ciudadanos perciben que están en una situación tan perjudicial para ellos que nada les queda que perder, la insurrección ocurrirá con casi toda necesidad, porque actuarán guiados por un odio mayor hacia su gobernante que por el miedo a las represalias. El motor principal de las actuaciones humanas es, como ya hemos explicado, los afectos, y los afectos son también el motivo de que un gobierno sea apoyado o atacado por sus ciudadanos.

Finalmente, debemos explicar cuáles son los límites de la potestad de un estado. En palabras de Spinoza, «todas aquellas cosas a las que nadie puede ser inducido a hacer por recompensas o amenazas no pertenecen a los derechos de la ciudadanía» (Tratado político, ed. cit., p. 370). Es decir, el poder del Estado, en tanto que es la agrupación de los poderes naturales de sus ciudadanos, se limita a aquellos campos a que un ser humano puede ser naturalmente obligado. Del mismo modo que nadie puede obligar a su cuerpo a desarrollar alas, un Estado no puede obligar por ley a sus ciudadanos a hacer otro tanto. El caso más importante en que se aplica esta limitación del poder gubernamental es en lo referente a la libertad de pensamiento. En el Tratado teológico-político, donde aborda la relación entre el Estado y la religión, el autor afirma que «si nadie puede renunciar a su libertad de opinar y pensar lo que quiera, sino que cada uno es, por el supremo derecho de la naturaleza, dueño de sus pensamientos, se sigue que nunca se puede intentar en un Estado, sin condenarse a un rotundo fracaso, que los hombres sólo hablen por prescripción de las supremas potestades» (Tratado teológico-político, Alianza Editorial, p. 410). Spinoza habla aquí de la libertad de pensamiento, no de acción o de expresión, porque un Estado sí que tiene la capacidad de limitar las acciones o el discurso de sus ciudadanos, pero es imposible conocer qué está pensando una persona. Por ello, el filósofo opina que aquellos gobiernos que intentan controlar el pensamiento de sus ciudadanos hacen un esfuerzo inútil, y que es mucho más provechoso permitir la libertad de expresión, con tal de que aquellos que disientan de las decisiones del estado no sientan la frustración de verse perseguidos.

La constante dinámica en el orden político radica, pues, en lograr que los ciudadanos piensen que están mejor bajo su gobierno que en otra situación. Evidentemente, esta sensación puede lograrse mediante el engaño y la manipulación, pero es también peligrosa para los gobernantes, ya que, en caso de ser descubiertos, eso generaría un odio hacia ellos difícilmente controlable. Por lo tanto, Spinoza concluye que «de los fundamentos del Estado (…) se sigue, con  toda evidencia, que su fin último no es dominar a los hombres ni sujetarlos por el miedo y someterlos a otro, sino, por el contrario, librarlos a todos del miedo para que vivan, en cuanto sea posible, con seguridad; esto es, para que conserven al máximo este derecho suyo natural de existir  y obrar sin daño suyo ni ajeno» (Tratado teológico-político, ed. cit., pp. 410-411). Llega a esta conclusión no por la vía utopista, que afirmaría que este es el mejor Estado en tanto que es el mejor valorado, o el más virtuoso, sino porque es el más útil, el que tiene más posibilidades de persistir en el tiempo.

Por lo tanto, Spinoza, aunque parte del realismo de Hobbes, llega a conclusiones mucho menos cínicas acerca del orden político. Esto ocurre porque Spinoza no ve en el ser humano tanto un lobo egoísta como sí un ente que busca la máxima utilidad y felicidad, la cual, realmente, sólo puede lograr asociándose y colaborando con sus semejantes. Frente al particularismo del pensador inglés, Spinoza declara que entiende «por vida humana no la que se define por la sola circulación de la sangre y por otras cosas que son comunes a todos los animales, sino la que se define principalmente por la razón, verdadera virtud de la mente y vida» (Tratado político, ed. cit., p. 383).

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