Córdoba: ciudad de filósofos. Además de los célebres Averroes y Séneca, también Maimónides (Moisés ben Maimón) nace y vive a orillas del Guadalquivir en pleno siglo XII, un momento de máxima agitación política y religiosa en el que el Califato de Córdoba llegaba a su fin
En el seno de una familia judía, en la que los hijos son educados en la sabiduría de la Biblia y el Talmud, Maimónides nace el 30 de marzo de 1135 en la ciudad de Córdoba, fecha perteneciente a un periodo de intensas refriegas bélicas en el que los almohades toman la ciudad andalusí, poniendo fin a la larga dominación almorávide. Fruto de esta invasión, auspiciada por el carismático líder Ibn Tamurt, los almohades (grupo de tendencia fanática en lo político y lo religioso) instauran una etapa de funesta persecución a judíos y cristianos, que son obligados a convertirse al islamismo. Esta circunstancia obligó a numerosos grupos de la población, que se negaron a renegar de su fe, a huir de Córdoba. El éxodo condujo a la familia de Maimónides por el norte de África y, más tarde, a Egipto (El Cairo).
El hombre no debe comportarse con frivolidad ni desenfreno, ni debe caer en la tristeza ni en la melancolía, sino que debe ser alegre.
Fruto de este encontronazo con la realidad política, nuestro protagonista, a pesar de que llegó a convertirse con el tiempo en todo un doctor de la ley judía, siempre defendería a través de sus escritos la necesidad de comprender a aquellos que no comparten nuestra fe. Y es que, a fin de cuentas, como escribía al comienzo de su Guía de los perplejos o descarriados, los seres humanos «pertenecemos al linaje de los que todavía se hallan en las profundas oscuridades de la noche, aunque de vez en cuando contemplen el resplandor de un relámpago».
Puede que su fe en el Dios Único judío fuera inquebrantable, pero Maimónides nunca dudó de nuestra menesterosa condición (cognoscitiva, existencial) en el mundo. Una situación que puede llevarnos a cometer los extremos más inauditos. Por ello, hay que actuar de manera que nuestras acciones y pensamientos encuentren al final del camino «la perfección y la paz del alma».
El ser humano no debe comportarse con lisonjería ni hipocresía, sino que su pensamiento debe reflejarse en su lenguaje, siendo que lo que piensa es lo que declara.
Gran lector de Aristóteles y Platón, Maimónides apreció la aportación de la filosofía a la religión. Es más: aquella primera es muy útil de cara a guiar a los «perplejos», «indecisos» o «descarriados». Razón y fe, como más tarde explicará Tomás de Aquino, pueden complementarse hasta constituir una auténtica sabiduría: cuando alguna de estas dos instancias queda desamparada o desorientada, la otra viene en su auxilio para socorrerla.
En el último capítulo de la Guía de los perplejos (contamos con una excelente traducción en español de Fernando Valera, publicada en Ediciones Obelisco), Maimónides distingue hasta cuatro tipos de perfección. Grados que, paulatinamente, el ser humano puede ir alcanzando en su desarrollo vital. El primero de ellos es el que tiene que ver con las posesiones, con la propiedad de bienes materiales, una relación, explica el filósofo cordobés, en la que no existe ninguna «íntima unión entre la posesión y el poseedor». Cuando decimos «esta es mi casa», tan solo se da una relación imaginaria, no real, sino creada. Por ello, quien pone su vida al servicio del ansia por poseer “anda detrás de cosas perecederas e imaginarias».
El segundo grado, referido al cuerpo, consiste en desear la perfección de nuestra constitución física, del aspecto que mostramos a los demás. Sin embargo, argumenta Maimónides, el cuerpo no es un bien enteramente nuestro, o al menos no nos es dado en exclusiva (también lo poseen los animales): pues «en cuanto al alma, ningún beneficio puede venirle de esta perfección».
Es recomendable que la persona busque el silencio y no hable, a no ser de temas referentes a la sabiduría o de asuntos que atienden a las necesidades vitales.
En tercer lugar, encontramos la perfección tocante a nuestra condición moral, «que es el más alto y excelente grado de la naturaleza humana». A pesar de esta afirmación, Maimónides asegura que solo se trata de un escalón preparatorio para alcanzar uno aún más eminente, el de la cuarta perfección: «la verdad y propia del hombre, poseer y disfrutar las más altas facultades intelectivas, y las nociones que nos elevan a tener ideas metafísicas ciertas acerca de Dios».
Cuando el ser humano alcanza esta última perfección, asegura el filósofo judío, logra «su objetivo final», pues tal es la única perfección exclusivamente humana que no nos extravía a través de afanes y fatigas innecesarios. En última instancia, aunque siempre de mano de la filosofía, sólo este grado de sabiduría, el conocimiento de Dios, ofrece al hombre la posibilidad de hacerse digno de lo que es: un ser dotado de razón.
Aunque la auténtica sabiduría no sea alcanzada por la mayor parte de los seres racionales, Maimónides sabía muy bien que, con independencia de nuestra condición intelectual, en la vida diaria nos vemos obligados a actuar. Producto de tal convicción fue la redacción de algunos libros de corte filosófico-antropológico que podemos encontrar recogidos en la edición de las Obras filosóficas y morales de Maimónides, editadas igualmente por Obelisco.
En estos escritos, en los que el filósofo habla de todo tipo de cuestiones, damos con el breve tratado intitulado Sobre las conductas humanas, de muy recomendable lectura para conocer las costumbres propias de aquel turbulento siglo XII y, sobre todo, para poner sobre la mesa las inquietudes vitales, religiosas y antropológicas de Maimónides.
Una persona que observa que su prójimo comete pecados o que se conduce de maneras no adecuadas, tiene la obligación de tratar de encaminarlo hacia lo bueno.
Aquellos que, a juicio de nuestro personaje, están «enfermos del alma», deben consultar a los sabios, únicos «médicos del espíritu», quienes «les curarán a través de las conductas positivas que les han de enseñar hasta acostumbrarlos al comportamiento óptimo». Fiel a los dictados aristotélicos, Maimónides explica que debemos buscar el término medio en nuestras acciones y huir de los extremos:
La regla fundamental es: las conductas intermedias son el ejemplo a seguir en cada cualidad, teniendo como objetivo que todas las conductas se encaucen en el equilibrio.
Gracias por desasnarme!!!!!
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