Jean Paul, estandarte de la cultura alemana y europea

Jean PaulLos siglos XVIII y XIX fueron muy pródigos en lo que a literatos y filósofos se refiere. Sin embargo, toda una línea de magníficos escritores e ingeniosos pensadores quedó en un segundo plano, tras la pompa que la historia ha otorgado a las figuras -digamos- “oficiales”, capitaneadas por Goethe, Kant, Schiller, Hegel, Tieck o los hermanos Schlegel (entre otros muchos).

La oculta zanja en la que permanece esta reserva de personalidades, que tanto tienen que ofrecer (por mucho que, lamentablemente, sus obras no ocupen un primer plano en nuestros días), va siendo horadada muy poco a poco a través del trabajo empedernido y encomiable de ciertas editoriales que, como la Galia de Astérix y Obélix, ponen un enconado empeño en ofrecer a los lectores una panorámica lo suficientemente amplia que facilite a éstos el estudio exitoso de la época -literaria o filosófica- de que se trate.

Los libros que Nórdica publica son conocidos por la cuidada calidad de sus ediciones impresas. Quizás no sea muy osado afirmar que, en el panorama editorial español, sea uno de los sellos que más mima sus cubiertas y contenidos, en los que no sólo prima la calidad literaria, sino también -y sobre todo- el modo en que ésta se materializa. Un libro se lee: pero también se huele, se toca, se estudia, se deposita en un anaquel, se hojea, y en este sentido Nórdica sabe encandilar a potenciales lectores. No estamos ante una excepción: en su catálogo contamos con dos novelitas de uno de los estandartes de la cultura alemana y europea: Johann Paul Friedrich Richter, más conocido como Jean Paul (1763-1825).

Me enoja que la gente critique el término “pequeñeces”. ¿Qué, si no, es lo que tenéis? ¿Es que acaso toda la vida (con la sola excepción del primer y el último minuto) no está hecha de ellas, y no se puede desmenuzar todo lo importante en tiras de diversas bagatelas? […] [C]ada una de las grandes biografías se deshacen al instante en el polvo de las partículas del tiempo (Jean Paul, en El viaje del rector Florian Fälbel).

Jean Paul NórdicaEn el caso que nos ocupa, como explica en el brillante epílogo de la obra la traductora del volumen, Isabel Hernández, «a pesar de haber pasado toda su vida, sin contar algunos breves periodos de tiempo, en su tierra natal, [Jean Paul] sí que logró convertirse en su momento, en torno a 1800, en el escritor favorito de los lectores cultos alemanes: todos devoraban sus libros, a los niños recién nacidos se les bautizaba con el nombre de los personajes de sus novelas e incluso la gente imitaba sus formas de actuar y hablar». Además, como dato curioso, es llamativo que el autor adoptase su nombre artístico por la veneración con la que lee y estudia durante toda su vida al francés Jean-Jacques Rousseau.

La primera nouvelle que recoge este precioso volumen, cuyo título completo reza El viaje del rector Florian Fälbel y sus alumnos de último curso al Fichtelberg, nos presenta a un académico que pretende -en virtud de su presunta sabiduría- salir airoso de cualquier situación engorrosa que ha de encarar. La experiencia intenta ser sustituida por la vanagloria de los -insuficientes- conocimientos adquiridos a lo largo de toda una vida de estudio: “Jean Paul critica el estilo pomposo, plagado de citas, de los programas de los liceos -asegura la traductora-, así como los viajes escolares de carácter filantrópico. Fälbel es un erudito, cierto, pero sin una formación sólida, autocomplaciente, pedante, sin sentimientos, que halaga a los de arriba y desdeña a los de abajo, inhumano en definitiva”.

Como el lector supondrá, esta actitud dará como resultado más de una escena rocambolesca, cuando no ridícula -y en cualquier caso, hilarante-. En el transcurso de la historia, de muy entretenida lectura, Jean Paul deja retazos en los que podemos rastrear su propia personalidad. Por ejemplo, al comienzo del relato, el narrador explica que:

Nada me gusta más que leer libros de pocas páginas. Aquellos viejos libros infolio, que son como lingotes de oro y que sólo pueden abrirse encima de dos sillones, deberían molerse en varios granos del preciado metal, quiero decir que cada página debería doblarse y componer por sí sola un tomito. […] [Y]o propongo con toda premeditación a los senados académicos que se hagan bibliotecas universitarias en toda regla con esas páginas recortadas.

Y es que un aún joven Jean Paul no tenía apenas dinero para comprar libros: sólo podía tomarlos prestados (como también nos cuenta Isabel Hernández), por lo que «dio comienzo, ya con quince años, a uno de los trabajos que determinarían igualmente el conjunto de su posterior producción: la redacción de cuadernos de resúmenes, en los que anotaba cuidadosamente citas y observaciones respecto de lo que leía». Unos cuadernos que llegaron a ocupar dieciséis volúmenes.

Algo más extenso que el relato anterior, la Vida del risueño maestrillo Maria Wutz en Auenthal nos sitúa ante la amena biografía de un hombre que intenta refugiarse en su intensa vida interior cuando los acontecimientos externos parecen mostrar el lado menos amable de la vida, y que -comenta Isabel Hernández- «aun inmerso en la más terrible necesidad, es capaz de superar todas las adversidades gracias a la alegría de su corazón, y que vive y muere sintiéndose absolutamente satisfecho con todo».

Las descripciones que nos presenta la obrita son, de nuevo, como en el caso anterior, de una elocuente belleza. Así, el narrador que nos relata la vida de Wutz escribe:

Volví a contemplar en torno a mí aquel escenario de sufrimientos, y cuando entre las casas humeantes divisé la que estaba de luto, sin nubes a su alrededor, y al sepulturero en lo alto del camposanto, cavando la tumba, y cuando escuché el toque de difuntos por su persona y pensé en cómo la viuda, con los ojos húmedos, estaría tirando de la cuerda, entonces sentí que no somos nada y juré despreciar una vida tan sin sentido, y ganármela yo mismo y disfrutarla.

Un volumen de inexcusable lectura -diseñado por la inconfundible firma de Nórdica- que nos hace pensar, de nuevo, en aquella sentencia de Ralph Waldo Emerson: “No lea ningún libro que no tenga al menos cien años de vida”. Imprescindible.

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