No hay nada más «natural», en la cultura occidental, que la costumbre de comer carne. Desde antiguo, el ser humano se ha visto obligado a cazar animales que, más tarde, le servían de alimento para la supervivencia. Sin embargo, una vez superada la etapa humana de sociedades compuestas por cazadores-recolectores, deberíamos preguntarnos si, debido al establecimiento del constructo llamado «cultura», existen costumbres que, al modo de conductas aprendidas, constituyen repertorios o mecanismos automatizados que pueden (y quizá, deben) ser cuestionados o discutidos.
La conducta «comer animales», como decimos, encierra sin duda uno de tales mecanismos que han pasado a engrosar nuestro acervo cultural. Y no sólo eso: el ser humano, se nos dice, es un animal omnívoro al que no sólo conviene, sino que precisa, proveerse de nutrientes que provienen de la carne de otros animales. Y es que, ya superada la etapa de sociedades cazadoras-recolectoras, e igualmente superado el nomadismo (hace unos 10.000-15.000 años), «la producción de alimentos basada en el cultivo de plantas y la cría de animales domesticados empezó a suplementar o sustituir a la caza y recolección» -apunta Marvin Harris en Antropología cultural-. Es decir: el hombre comienza a criar animales en cautividad que le servirán, llegado el momento, como alimento.
Este avance en las formas de vida permitió al ser humano adoptar cierta independencia del medio en que vivía; ya no era necesario cazar para sobrevivir (o al menos, no con la misma asiduidad que en periodos anteriores), sino que era suficiente con educar a parte de la población para que, a través del pastoreo, se ocupara del cuidado de rebaños de animales domesticados cuyos miembros, en algún momento de su crecimiento, serían sacrificados para servir como alimento del hombre. Por otro lado, cuando las sociedades humanas eran numerosas y el sistema de crianza no aportaba los recursos suficientes para alimentar a todos sus componentes, los conflictos entre humanos eran frecuentes. Un asunto, el de la presión demográfica y sus consecuencias, que hoy también se pasa demasiado por alto por su carácter de -terrorífica- «normalidad» (recordemos que, según datos de la FAO en 2012, en nuestro planeta pasan hambre casi 850 millones de personas).
El consumo de carne animal, así, se convierte en parte integrante -absolutamente normalizada- de la dieta humana. La cultura antropocéntrica, consolidada en los libros sagrados del cristianismo y el judaísmo, estipularon como norma que el hombre ha sido puesto en la Tierra para servirse libremente de sus recursos: es él la criatura elegida por Dios para poner orden en un mundo potencialmente caótico. Desde luego, como parte de la creación, los animales son también meros instrumentos puestos bajo el -siempre dudoso- amparo de la acción del ser humano. Podemos incluso recurrir a vetustos y egregios pensadores, y escuchar las palabras de alguien tan poco sospechoso de hipocresía como Sócrates, quien en no pocos diálogos platónicos interrogaba a sus interlocutores sobre la «vergüenza» que implica caer en la «irracionalidad de los animales». Más tarde, en plena Modernidad, todo un Descartes no dudaría en afirmar que es la razón, el juicio, lo que nos hace hombres y «nos distingue de los animales».
Quizá sea éste el dato fundamental (o al menos uno de ellos) que en la actualidad deberíamos plantearnos. Fruto de costumbres milenarias y sustratos culturales fuertemente establecidos (al modo de un subconsciente social), los animales no sólo se han convertido en una simple fuente de alimento para el hombre, sino que, fruto del desarrollo y arraigo de un pensamiento antropocéntrico y -erróneamente denominado- racional, los animales son observados como puras máquinas al servicio del consumo humano. Sea o no cierta la carencia de razón en los animales, incluso en el caso de que carecieran de sentimientos o de una conciencia del paso del tiempo, debemos preguntarnos si a nosotros, como seres presuntamente racionales, nos está concedida la posibilidad de tratar de cualquier forma a los animales. Como apunta de manera brillante la psicóloga e investigadora Melanie Joy en su libro Why love dogs eat pigs and wear cows,
La racionalización es el mecanismo de defensa que nos permite ofrecer una explicación racional para algo que no lo es. Al igual que sucede con otras defensas, la racionalización permite que el sistema siga intacto. […] Resulta sorprendente que una sociedad de personas racionales al completo pueda mantener pautas de pensamientos tan irracionales sin darse cuenta de los grandes vacíos de lógica que entrañan.
Con respecto a la costumbre, institucionalizada, de comer carne, asegura Joy más adelante:
El carnismo es un sistema social, una matriz social. Sin embargo, también es un sistema psicológico, un sistema de pensamiento, una matriz interna. Es Matrix dentro de Matrix. Y, al igual que sucede con la matriz social, el objetivo de la matriz psicológica es mantener el vacío de conciencia. La matriz psicológica es lo que he denominado esquema carnista. […] Al igual que Neo, usted está aquí, leyendo este libro porque sabe que algo va mal. Está dispuesto a salir de la Matrix carnista y a recuperar la empatía que ese sistema se ha esforzado tanto en arrebatarle, la misma empatía que lleva a salir por la puerta del carnismo, la empatía que le ayudará a atravesar la puerta para crear una sociedad más humana.
La cuestión, ya vieja (podemos rastrear reflexiones sobre el asunto, por ejemplo, en Pitágoras, Lucrecio, Plotino y su discípulo Porfirio), de si los animales tienen derechos supone, a mi juicio, un error de percepción, una falta deliberada de sensibilidad con respecto a los animales. Empezando por el propio planteamiento de la cuestión. Intentamos adscribirles derechos como si, de alguna manera, nosotros no formáramos parte de la relación con los animales, cuando en realidad tendría que hablarse más bien de los deberes y obligaciones que los seres humanos tenemos que respetar con respecto a ellos. La expresión «derecho de los animales» debería tan sólo ser una suerte de eufemismo para caer en tales deberes y obligaciones. Quizá tampoco deberíamos sucumbir en la tentación de intentar poner a los «seres no humanos» a nuestra altura (esa altura tan «racional»), sino procurar que Descartes comprenda que un animal es un ser vivo al que debemos respetar por el hecho, simplemente, de existir. Un proceso que mucho tiene que ver con el «tat twam así» hindú y poco, sin embargo, con cuestiones eruditas (y de nuevo, mal planteadas) de si los animales son «seres morales» (véanse, por ejemplo, los primeros artículos de esta revista). Debemos plantear, en definitiva, la moralidad de nuestras acciones respecto a los animales, y no a la inversa (que por ejemplo el lector piense en adscribir moralidad a la acción de una serpiente que devora a un ratón; y sin embargo, que imagine igualmente que un humano llega en ese mismo momento y corta el cuello de la serpiente, provocando su muerte; la comparación de ambas acciones, desde luego, resulta tan ridícula como elocuente).
Y es que, como ya dejara escrito Arthur Schopenhauer en Sobre el fundamento de la moral (§ 19), reconocido y ferviente defensor de los derechos de los animales,
El móvil moral que he establecido [se refiere a la compasión, mitleiden en alemán] se acredita además como el auténtico, por el hecho de que también protege a los animales, que tan irresponsablemente mal contemplados están en los demás sistemas morales europeos. La pretendida ausencia de derechos de los animales, la ilusión de que nuestra conducta con ellos no tiene significación moral, que no hay deberes con los animales, es una indignante brutalidad y barbarie del Occidente […].
Como he apuntado más arriba, este hecho se debe a la obsesiva fijación del hombre por separar su espacio del espacio animal, como si, de alguna manera, existieran como compartimentos excluidos e independientes. Schopenhauer lo explica de este modo (idem):
Dentro de la filosofía, se basa en la total distinción, aceptada pese a toda evidencia, entre el hombre y el animal: distinción que, como es sabido, fue expresada de la forma más decidida y estridente por Descartes […]. [L]os filósofos [abrieron] entre el hombre y el animal un inmenso precipicio, un abismo insondable, para, pese a toda evidencia, presentarlos como radicalmente diferentes.
Y apuntala Schopenhauer, con su habitual sarcasmo inteligente, «si un cartesiano [seguidor de las doctrinas de Descartes] se encontrase entre las garras de un tigre, se percataría con la mayor claridad de qué nítida distinción establece aquel entre yo y no-yo». Y es que, a juicio del pensador alemán, lo que une al ser humano y al animal es que esencialmente son lo mismo, voluntad de vivir materializada, por mucho que el intelecto pueda ser superior en el hombre. Schopenhauer se muestra más duro que nunca en estos compases de su obra: «Así pues, a un occidental y judaizado despreciador de los animales e idólatra de la razón hay que recordarle que, al igual que él fue amamantado por su madre, también el perro lo fue por la suya». Un documento, este parágrafo 19 de Sobre el fundamento de la moral, de imprescindible lectura para cualquier defensor de la dignidad animal «no humana».
Aunque, también es cierto, Schopenhauer no pensaba que el consumo animal estuviera vedado al ser humano, siempre que la muerte del propio animal sea «rápida e imprevista» y sea sedado «con cloroformo», pues «sin la alimentación animal el género humano en el Norte no podría siquiera subsistir». A su juicio, el punto de discusión se sitúa en la crueldad con la que se trata a los animales en vista al consumo humano, así como la utilización del hombre de los animales para hacer sus tareas menos duras: «en la misma medida, también el hombre hace que el animal trabaje para él, y solamente el exceso de esfuerzo impuesto se convierte en crueldad».
El siguiente paso sería plantearnos por qué consumimos carne de unos animales y no la de otros, y si, en última instancia, debemos abstenernos del consumo animal en aras de evitar el sufrimiento de nuestros semejantes «no humanos». Este paso es dado de manera magistral en la obra ya mencionada de Melanie Joy, de obligada lectura para quien esté interesado en el asunto de los derechos animales y las obligaciones humanas respecto a ellos. Un cuestionamiento de nuestra dieta que vendría dado, esencialmente, por la pregunta de si lo que Joy denomina «carnismo» no es tan sólo un régimen cultural inocentemente establecido, sino todo un sistema de pensamiento ideológico, pues, como escribe la autora norteamericana, «cuando una ideología está arraigada, pasa a ser invisible». Y continúa:
El carnismo contemporáneo se organiza alrededor de una violencia amplísima y este elevado nivel de violencia es necesario para que la industria cárnica pueda matar los suficientes animales para mantener su margen de beneficios actual. El grado de violencia del carnismo es tal que resulta insoportable a la mayoría de personas y quienes lo presencian, pueden quedar gravemente afectados. […] A lo largo de casi dos décadas de hablar y enseñar sobre la producción de carne, aún no me he encontrado con una sola persona que no se estremezca al ver imágenes de matanza. Por lo general, a las personas nos resulta insoportable ver cómo sufren los animales. ¿Por qué no soportamos ver cómo sufre un animal? Porque nos preocupamos por los otros seres vivos.
Y concluye Melanie Joy, quien presentó de manos de Igualdad Animal en Madrid y Barcelona con un éxito arrollador (y muy significativo) su libro, con una afirmación aterradora:
Precisamente por esto, las ideologías violentas cuentan con una serie de defensas especiales que permite que seres humanos apoyen prácticas inhumanas sin darse cuenta ni siquiera de lo que hacen.
Terminemos, en fin, con una conocida y desgarradora cita de Nietzsche:
Creo que los animales ven en el hombre un ser igual a ellos que ha perdido de forma extraordinariamente peligrosa el sano intelecto animal, es decir, que ven en él al animal irracional, al animal que ríe, al animal que llora, al animal infeliz.
Nietzsche, Gaya ciencia, § 224
No soy ducho en filosofía. A mí me enseñaron en la escuela que unos derechos conllevan también unos deberes. ¿Podemos asignarles deberes a los animales? Aunque no se pueda, sí podemos asignarnos unos derechos y deberes con respecto a los animales.
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