«El cuervo», un poema de Edgar Allan Poe

Cuando Edgar Allan Poe se presenta sigiloso en el recuerdo con esa mirada puntiaguda, triste y de oscuridades escabrosas, que inexplicablemente atrajo a tantas mujeres, siempre se anuncia a través de imágenes horripilantes. De pronto, surge la peste disfrazada con una mortaja y, ocultando tras una máscara roja su rostro cadavérico ya intangible, mata sin piedad al príncipe depravado junto a toda su corte, que huye de la plaga a una abadía y celebra orgías en su aislamiento. Desde las tinieblas de un pozo, se oye el jadeo aterrador de un torturado por la Inquisición, a quien las ratas liberan de sus ataduras después de devorar las cuerdas que lo ataban, mientras las paredes se recalientan y avanzan a punto de comprimirlo o arrojarlo a un abismo aún más hondo. Entonces emerge Fortunato, despertando de su embriaguez y, entre gritos de desesperación, se descubre encadenado en una catacumba tapiada donde lo llevaron con engaños para consumar una venganza por repetidas injurias. O brota el titánico latido de un corazón que denuncia el asesinato y posterior descuartizamiento de su dueño. Se derriba una pared y aparece el cadáver casi putrefacto de una mujer, un gato montado sobre su cabeza –los dientes sanguinolentos y la cuenca del ojo vaciado–, víctimas del emparedamiento de su respectivo esposo y amo. O, entre las brumas pestilentes de un otoño lúgubre y silencioso, se perfila la siniestra mansión de los Usher, húmeda, llena de telarañas, rodeada de un inexplicable resplandor, derrumbándose tras la salida de la tumba de una cataléptica enterrada viva.

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No hay duda de que Poe es el maestro de la literatura de terror, en quien asoma el niño adoptado, huérfano de artistas de circo, perseguido por los miedos nocturnos y las historias de fantasmas o cementerios que seguramente le contaba su nodriza negra, reforzadas por las narraciones góticas leídas en la adolescencia. No obstante, en él se revelan también las pasiones del hombre atormentado, inmerso en los delirios que el láudano y, sobre todo, el alcohol le agudizaron, alternando con períodos de trabajo febril. Una mente tortuosa, que, a pesar del acoso insistente de la locura, fue capaz de alcanzar una prístina lucidez y un razonamiento de implacable rigor, lo cual le permitió incursionar en el relato de misterio –por ejemplo, «El escarabajo de oro», donde la atenta observación de un entomólogo permite descifrar el arcano encerrado en el coleóptero y descubrir un tesoro–, para finalmente inventar el género policial. Incluso antes de que existiera la profesión de detective, Auguste Dupin, el personaje de Poe, actúa como un investigador que resuelve por voluntad propia los enigmas planteados en «Los crímenes de la calle Morgue», «El misterio de Marie Röget» y «La carta robada», sea para entretenerse, probar la inocencia de un falso acusado u obtener una recompensa. Fino observador, aficionado a acertijos y jeroglíficos, posee una lógica científica aplastante, activada gracias a la imaginación, lo cual le permite adentrarse en la mente del criminal hasta adivinar sus pensamientos. Por sus rasgos psicológicos, sirvió de prototipo a otras figuras de ficción posteriores, como Sherlock Holmes de Arthur Conan Doyle o Hércules Poirot de Agatha Christie.

Si bien se considera a Edgar Allan Poe el creador del cuento moderno y lo recordamos especialmente por sus historias breves, recreadas en diversos medios como el cine, la televisión o los cómics, además de ser modelos y fuentes de inspiración para otras obras literarias o musicales, el escritor las compuso con el fin de obtener un beneficio económico y recuperarse de la miseria que lo persiguió toda la vida. Para él, esos relatos constituían un producto «más vendible» que los emanados de su antigua y auténtica vocación: la poesía, por la cual le hubiese gustado ser reconocido. Comenzó a escribir versos siendo un niño. De hecho, su primer libro Tamerlán y otros poemas, publicado en 1827, lo redactó en su mayoría antes de los catorce años, una época caracterizada por su admiración confesa a los románticos ingleses, Byron, Wordsworth y Coleridge. No obstante, pasó sin pena ni gloria a causa de su inmadurez. Ya adolescente, solía mandar sus veleidades poéticas a las chicas pudientes de Richmond a través de su hermana Rosaline, quien también había sido adoptada por una familia de allí. Y siguió destinando su poesía a esos amores idealizados o imposibles, que se le cruzarían a menudo a lo largo de su existencia, presentados dentro de una atmósfera afín a sus temas habituales: la muerte, la soledad, la melancolía, la locura y el desasosiego ante una realidad de mera apariencia que, sin previo aviso, puede cambiar.

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Su primera enamorada, madre de un compañero de clase, Helen, enfermó de demencia y murió con treinta y un años. Albergó hacia ella una pasión secreta, perfecta en su irrealidad, que le duró toda la vida. Elmira fue su amor de adolescencia, correspondido pero no concretado, debido al rechazo de las familias, una relación que reconquistó al final de sus días, cuando ella ya era viuda. A ambas dedica su siguiente poemario amoroso, editado justo antes de ingresar a la Academia militar de West Point, donde se hizo famoso por las borracheras, las deudas de juego y las faltas disciplinarias, lo cual provocó su expulsión. Sin embargo, tampoco entonces tuvo demasiado éxito. Tras dejar la Academia, hizo un tercer intento financiado por sus amigos y corrió una suerte similar a la de los dos casos anteriores. A partir de aquí, protagonizó amores extraños, a veces fracasados por sus celos temerarios, que lo llevaron a hacer el ridículo vagando desnudo por la ciudad o desorientado en medio de un bosque en busca de la amada, como sucedió con Mary Devereaux. Siempre luchando con sus propios fantasmas interiores e intentando subsistir con grandes dificultades del oficio de escritor. Por último, Virginia, su esposa y prima, fue uno de esos amores incomprensibles, fraternales, alimentado por una intensa devoción mutua, que no impidió a Poe tener amistad con otras mujeres, normalmente escritoras, en ocasiones espiritistas, a quienes –como Frances Osgwood– conoció en Nueva York. La pareja se casó cuando ella tenía trece años y él, veintidós. Pasado un tiempo, ella enfermó de tuberculosis, falleciendo cuando contaba apenas con veinticuatro. Pese a la muerte prematura, pudo disfrutar del gran éxito de su marido, el que le dio una repercusión mundial, justo gracias a un poema, titulado «El cuervo». Alcanzó tal notoriedad que se volvió la composición lírica más popular de los Estados Unidos, un verdadero icono del romanticismo norteamericano, recitado innumerables veces, incluso por su autor. Igual que la mayor parte de los versos de Poe, está consagrado a la defunción de una mujer y ha sido musicalizado en cantidad de versiones, como la de rock progresivo incluida en Tales of mystery and imagination de Allan Parsons Project. Lo mismo ocurre con el célebre poema póstumo Annabel Lee, probablemente inspirado en Virginia, convertido en canción de la música pop, entre otros muchos artistas, por Radio Futura. Quizás esta abundancia de interpretaciones musicales se deba a que Poe era un obseso de la escansión de versos, mediante la cual conseguía expresar la magia rítmica del folklore afroamericano.

«El cuervo» es un poema narrativo de ambiente terrorífico que refleja un paisaje interior de devastación tras la pérdida de la amada en plena juventud, esbozando con nitidez el camino que conduce hacia la locura. Desde el comienzo, el poeta se rodea de una aureola sobrenatural, del deseo y el presentimiento de que va a lograr una conexión con el más allá, dosificados hábilmente para crear suspenso. Por eso, se encuentra a medianoche leyendo lo que bien podrían ser libros de alquimia o de magia, en los cuales pretende hallar consuelo o tal vez alguna fórmula para provocar la resurrección. Al oír unos leves toques en la puerta, que lo sobresaltan y desatan sus fantasías, la sensibilidad exacerbada amplifica sus temores incluso ante el leve crujir de las cortinas, cuyo color sangre trae reminiscencias de la estética gótica. La repetición de las suposiciones sobre quién puede estar anunciando su entrada, en principio parece ser un recurso para aquietar el ánimo del protagonista pero, desde la posición del lector, no tranquilizan. Por el contrario, al reforzar las expectativas aciagas, acrecientan su angustia:

Una vez, al filo de una lúgubre medianoche,
mientras débil y cansado, en tristes reflexiones embebido,
inclinado sobre un viejo y raro libro de olvidada ciencia,
cabeceando, casi dormido,
oyóse de súbito un leve golpe,
como si suavemente tocaran,
tocaran a la puerta de mi cuarto.
«Es —dije musitando— un visitante
tocando quedo a la puerta de mi cuarto.
Eso es todo, y nada más.»

¡Ah! aquel lúcido recuerdo
de un gélido diciembre;
espectros de brasas moribundas
reflejadas en el suelo;
angustia del deseo del nuevo día;
en vano encareciendo a mis libros
dieran tregua a mi dolor.
Dolor por la pérdida de Leonora, la única,
virgen radiante, Leonora por los ángeles llamada.
Aquí ya sin nombre, para siempre.

Y el crujir triste, vago, escalofriante
de la seda de las cortinas rojas
llenábame de fantásticos terrores
jamás antes sentidos.  Y ahora aquí, en pie,
acallando el latido de mi corazón,
vuelvo a repetir:
«Es un visitante a la puerta de mi cuarto
queriendo entrar. Algún visitante
que a deshora a mi cuarto quiere entrar.
Eso es todo, y nada más».

(Traducción de Julio Cortázar)

Una vez abierta la puerta, el narrador se topa con el vacío de la negrura y el silencio. Lleno de dudas, «soñando sueños que ningún mortalse haya atrevido jamás a soñar», convoca en un susurro balbuciente a su querida Leonora. Todo apunta a que aparecerá su espectro, pero sólo el eco devuelve el llamado con un débil rumor. Concluida esta primera escena, el lector es conducido a otro incremento de la tensión, porque nuevos golpes estremecen al poeta, esta vez en la ventana. Se repite el recurso tranquilizador, con lo cual aumentan las sospechas de que algo nefasto está por suceder. Y al abrir de golpe la puerta exterior de la habitación, entra en vuelo majestuoso el pájaro de mal agüero, habitante de la «ribera plutónica», del gozne entre el mundo de los vivos y de los muertos:

De un golpe abrí la puerta,
y con suave batir de alas, entró
un majestuoso cuervo
de los santos días idos.
Sin asomos de reverencia,
ni un instante quedo;
y con aires de gran señor o de gran dama
fue a posarse en el busto de Palas,
sobre el dintel de mi puerta.
Posado, inmóvil, y nada más.

Entonces, este pájaro de ébano
cambió mis tristes fantasías en una sonrisa
con el grave y severo decoro
del aspecto de que se revestía.
«Aún con tu cresta cercenada y mocha —le dije—,
no serás un cobarde,
hórrido cuervo vetusto y amenazador.
Evadido de la ribera nocturna.
¡Dime cuál es tu nombre en la ribera de la Noche Plutónica!»
Y el Cuervo dijo: «Nunca más».

Sabemos que Poe se inspiró para crear la imagen del pájaro en un cuervo parlanchín llamado Grip, que aparece en Barnaby Rudgede Charles Dickens, una novela por entregas, cuyo final el escritor americano auguró públicamente. En una reseña que le hizo en el Graham’s Magazine, dijo que Dickens no había sabido aprovechar las posibilidades expresivas que ofrecía la metáfora del animal, al cual le debía haber otorgado un contenido más simbólico y profético en la trama. Sin embargo, es evidente que causó en él una fuerte impresión, ya que existen semejanzas que así lo revelan. Por ejemplo, al término del quinto capítulo, Grip hace un ruidito y alguien pregunta: «¿Qué fue eso; él tocando a la puerta?». La contestación es: «Ha sido alguien golpeando suavemente la persiana».

En el poema de Poe, dado que el cuervo va a posarse sobre el hombro de Atenea, como si fuera la sabia lechuza que suele acompañarla, representa el pensamiento profundo, aunque en su lado demoníaco, realista y oscuro. Con «la cresta cercenada y mocha», los «ojos como tizones encendidos», sus palabras se reiteran machaconas a lo largo de todo el poema con la consigna Nevermore. Esta reincidencia, junto con otras repeticiones y muletillas, va actuando como un estribillo que otorga una cadencia especial a la composición. El lema señala el origen mismo del mal y el dolor entre los mortales, que es la finitud, siempre en contraste con sus aspiraciones de eternidad. Marca el carácter inexorable del tiempo, que ya no puede retornar hacia el pasado y restringe la vida con el obstáculo de la negación, haciendo imposible reparar las pérdidas o las carencias. Frustra los anhelos del poeta, tanto los ideales como las pasiones físicas, exigiéndole admitir con valentía el principio de realidad, es decir, la existencia de fronteras infranqueables. Sin embargo, se trata de una frase diabólica porque tiene un alcance absoluto, que pone al descubierto el absurdo de la nada en su vigencia plena y total. De este modo, el fracaso al conjurar al cuervo y su admisión definitiva en la casa, con la que se cierran los versos, abre una herida que ya no podrá curarse, de la que mana el sin sentido. Esa brecha hace que el alma se sienta extraña y ajena a la vida en este mundo, conduciendo finalmente hacia la locura.

¡Sea esa palabra nuestra señal de partida
pájaro o espíritu maligno! —le grité presuntuoso.
¡Vuelve a la tempestad, a la ribera de la Noche Plutónica.
No dejes pluma negra alguna, prenda de la mentira
que profirió tu espíritu!
Deja mi soledad intacta.
Abandona el busto del dintel de mi puerta.
Aparta tu pico de mi corazón
y tu figura del dintel de mi puerta.
Y el Cuervo dijo: «Nunca más».

Y el Cuervo nunca emprendió el vuelo.
Aún sigue posado, aún sigue posado
en el pálido busto de Palas.
en el dintel de la puerta de mi cuarto.
Y sus ojos tienen la apariencia
de los de un demonio que está soñando.
Y la luz de la lámpara que sobre él se derrama
tiende en el suelo su sombra. Y mi alma,
del fondo de esa sombra que flota sobre el suelo,
no podrá liberarse. ¡Nunca más!

 

4 comentarios en “«El cuervo», un poema de Edgar Allan Poe

  1. En muchos escritores que tienen la audacia de buscar en profundidades de las miserias humanas, respuestas al infortunio, nos hacen llegar propuestas que esperábamos desde hace décadas o más bien centurias. La neurociencias pueden intentar y lograr explicar la profundidad de estos mensajes: La subjetividad de estas personas y de sus lectores, existe ya una información acumulada al respecto, que solo faltaba explicitarla, y estos escritores lo han logrado. Y sus lectores tenemos el privilegio de interpretarlas y compartirlas.

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