La faceta narrativa de Walt Whitman: una vida puesta en relatos

Walt Whitman (1819-1892) ha sido uno de los escritores más idealizados y ensalzados, casi hasta la santidad, por sus devotos lectores. La trabajosa y por momentos peliaguda historia de su formación como escritor, así como su fuerte y decidido carácter, hicieron de él un personaje muy reconocido y respetado en el siglo XIX estadounidense. A la vez, la férrea doctrina moral  que defendió y la trayectoria profesional de Whitman despertaron no pocas envidias, comentarios y resquemores, y no le faltaron los detractores y furibundos enemigos.

Además de su obra poética, bien conocida por la celebridad de Hojas de hierba (1855), Whitman fue un prolífico autor de textos en prosa en los que resulta sencillo rastrear los avatares de su biografía, y, lo que es más interesante, sus creencias y conflictos internos. Hasta hace poco, se pensaba que el único texto narrativo extenso –la única novela– que había escrito Whitman era Franklin Evans, el borracho (1842), documento que cosechó enorme éxito y en el que el autor toma decidido partido por el antialcoholismo; recientemente se ha descubierto una nueva novela, más o menos breve, bajo el título de Vida y aventuras de Jack Engle, en la que el quizá extremo y casi solemne maniqueísmo de Whitman cobra protagonismo.

Relatos Whitman

Más allá de su renombrada faceta poética y de las mencionadas novelas, Walt Whitman fue un aventajado autor de textos narrativos breves, de relatos en los que quedan reflejadas su biografía y sus convicciones más profundas. Cátedra publica –en excelente edición de Carme Manuel y elogiable traducción de Consuelo Rubio Alcover– los Relatos que mantuvieron en la palestra social y literaria al autor de West Hills, a pesar de que firmara la mayor parte de ellos con la rúbrica «W. W.», fueran en ocasiones presentados con un pseudónimo o, incluso, aparecieran sin indicación alguna. En cualquier caso, en estos relatos se hace frente, sin pudor y de manera contundente, a la crueldad y la injusticia, lo que les dota de un profundo sentido ético que, en Whitman, siempre se tradujo en una simpatía por los pobres y, en general, por los que sufren, un punto que le acerca al más maduro Tolstói. Ambos criticaron, igualmente, los excesos y defectos de una vida en la ciudad (lo que les acerca, en paralelo, a Rousseau), de una existencia que, apartada de las bonanzas y placeres del campo –donde se vive al amparo de la naturaleza y de placeres frugales en absoluto artificiales–, se vuelve excesiva y grotesca. Así, escribía Whitman en «La floración de la tumba» (1842):

¡Urbanitas! ¿Qué encierran los placeres de los que os jactáis –en vuestras modas, bailes y teatros–, si se comparan con hasta el más simple de los goces que disfrutan las gentes del campo? Nuestro aire puro que hace que la sangre brinque, boyante de salud; nuestras labores y nuestra actividad física; nuestra libertad con respecto a los vicios enfermizos que mancillan la ciudad; nuestra falta de quebranto por si llegamos o no a pagar las sumas debidas, o por las fluctuaciones de los precios, o por la quiebra de los bancos; nuestros hábitos sociales que expanden el corazón, y que se reflejan por tanto en efectos benéficos sobre el cuerpo; ¿acaso hay algo que los ciudadanos de las urbes posean, y que pueda compensar todo esto?

En estas piezas de colección –auténticas joyas literarias y morales que retratan, como pocos documentos, la realidad del siglo XIX en Estados Unidos–, Whitman pone sobre la mesa su férreo compromiso con los problemas de su tiempo, sobre todo con los tocantes a la sociedad: desigualdad, riqueza, lujo, pobreza, alcoholismo, educación, vida en el campo versus vida en la ciudad y un largo etcétera. Como leemos en la introducción del volumen, «Whitman estaba convencido de que tenía una misión y los relatos que compuso son buena prueba de sus preocupaciones sociales y políticas». En estos textos, que se presentan íntegramente, asistimos al despliegue de la irreprimible militancia social de Whitman y se comprueba su talante subversivo a la hora de luchar contra lo que, a su juicio, se presentaba como injusticias flagrantes.

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Ya en el primero de los relatos de cuantos publicó («Muerte en el aula. Un hecho real»), aparecido en 1841 en la más prestigiosa revista de Estados Unidos, Democratic Review, en la que colaboraban Edgar Allan Poe, Ralph Waldo Emerson, Henry David Thoreau o Nathaniel Hawthorne, por poner algunos ejemplos representativos, Whitman deja patente su aversión frente al sistema autoritario en las aulas y, más aún, su oposición a que los niños fueran víctimas de maltrato por parte de los profesores, en lo que pretende ser, a la vez, una metáfora de la relación entre gobernantes y gobernados, entre los ciudadanos y sus dirigentes políticos.

Afortunadamente, un sistema más valioso y más filosófico está demostrando a la humanidad que las escuelas pueden ser gobernadas mejor dejando de lado las fustas, las lágrimas y los suspiros. Estamos ya en camino hacia la consumación de este proceso, que se dará cuando los maestros de la antigua escuela, con sus látigos de cuero, sus gruesas varas de abedul y sus múltiples e ingeniosos métodos de tortura infantil, sean considerados como reliquias despreciables de una doctrina ignorante, cruel y explotadora. ¡Ojalá estallen las tempestades que propicien y aceleren la llegada de ese día!

También la pena de muerte centró las iras de Whitman, a la que se opuso con fuerza durante toda su vida. Lejos de atender a criterios exclusivamente racionales o legales (necesarios pero no suficientes), apela a la sensibilidad y, sobre todo, a la empatía y a las emociones más hondas del lector para que se identifique con la humanidad del condenado, que vive un auténtico tormento, un trance inenarrable. Además, a ojos de Whitman, la horca era un espectáculo grotesco que insensibilizaba a los ciudadanos frente al dolor ajeno y que, por añadidura, podía provocar una llamada implícita a la acción violenta.

En estos relatos se pone de manifiesto la inigualable capacidad de Whitman para que sus lectores se posicionen crítica y sentimentalmente frente a las situaciones que narra, lo que sucede gracias a la intensidad de su compasiva pluma, que es capaz, en todo momento, de ponerse en la piel del otro. Un otro que no deja de ser, a su vez, un yo que sufre, que padece, que se lamenta. Ya en su obra poética había escrito que «Soy el que testimonia simpatía» o «No pregunto al herido cómo se siente, soy el herido», y caracteriza de esta elocuente forma a quien ignora el sufrimiento ajeno: «Quien camina una milla sin amor, se dirige a su propio funeral envuelto en su propia mortaja». La filósofa Martha Nussbaum ha descrito este impulso de Whitman como «un llamamiento a un cambio social radical con el propósito de que la nación se aleje de los tiempos de crueldad, culpabilidad, despilfarro y aflicción». Todo porque, como ya apuntara Dostoievski, el ser humano es capaz de lo mejor y de lo peor, porque en su alma se da una perpetua batalla entre lo divino y lo diabólico, o, como Henry Miller escribió refiriéndose a Whitman, «lo angélico y lo demoníaco como partes del flujo heraclitiano».

Los relatos de Whitman son, en definitiva, un testimonio único para acercarse a las inquietudes sociales e incluso filosóficas del autor, a través de breves, bellas y sustanciosas piezas de museo que cobran vida propia en el corazón del lector y que gozan de una actualidad apabullante, casi insultante. Como se apunta en la  imprescindible introducción de la muy cuidada edición de Cátedra, «el sentimentalismo, lejos de ser el motivo de una mera efusión lacrimógena, va más allá de la esfera de las emociones privadas y nos empuja para que, en un acto imaginativo, nos dibujemos como el otro, nos apropiemos de la experiencia ajena y reaccionemos en consecuencia». Porque, si por algo se caracteriza el pensamiento de Whitman, es por su llamada a la acción.

¡Pobre chico! ¡Cuántos, como tú, han visto a la humanidad y la existencia bajo esta misma luz tan desagradecida! ¿Acaso la providencia omnisciente de Dios ha ordenado las cosas de forma equivocada? ¿Hay discordancia en la maquinaria que mueve los sistemas de los planetas y los mantiene dentro de sus armoniosas órbitas? ¡No! La discordancia se encuentra en tu propio corazón, en el que están instalados la oscuridad y el engaño. Para un joven, saludable y de espíritu alerta, el desaliento es deshonroso. He aquí, ante nosotros, un mundo entero, mil maneras de ser útiles y de disfrutar de todo lo que se extiende a nuestro alrededor. ¿Es este el sitio adecuado para un alma que flaquea? ¿Es la juventud el momento de rendirse, cuando la carrera no ha hecho más que comenzar? («La sombra y la luz en el alma de un joven», 1848).

5 comentarios en “La faceta narrativa de Walt Whitman: una vida puesta en relatos

  1. Excelente me encanta la posición de Whitman, coincide con Tolstoi

    El 25 feb. 2018 12:08 PM, «Ana Amaya» escribió:

    > Me encanta El vuelo de la lechuza Soy graduada en literatura. Y los baches > que tenía ustedes los están llenando Gracias y besos > > El 25 feb. 2018 12:58 AM, «El vuelo de la lechuza» <

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  2. Pingback: J.W. Goethe:  West-Oestlicher Divan > el Diván de Occidente y Oriente. | kalais un retroblog marplatense

  3. Muy interesantes sus publicaciones de autores, filósofos,teóricos. En muchas ocasiones se repasan épocas, artistas, escritores, en otras, resulta información novedosa, de mucho interés. Gracias por el espacio.

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