En un artículo de 1924 titulado «Neurosis y psicosis», Sigmund Freud (tomamos en cuenta la traducción de Ramón Rey y Luis López-Ballesteros publicada por Alianza Editorial en la antología El yo y el ello), en el contexto de la elaboración de una diferencia entre los procesos neuróticos de trasferencia y los psicóticos, caracteriza a estos últimos a partir de la dinámica y relación del yo con el mundo exterior. El conflicto entre ambos elementos surge a partir de la imposibilidad de satisfacer algunos deseos infantiles del yo en la realidad, por lo que, si es que el primero no se adecúa o conforma a las leyes del segundo, dominado por el ello, ignora e incluso evade su regularidad y construye entonces una realidad propia.
Lo que resulta sugerente en la descripción freudiana de la psicosis es que la idea de privación o ausencia ocupa un lugar fundamental en la estructura del proceso: sea en el incumplimiento del deseo o en la constitución de una realidad alternativa, lo irreal se presenta como una fuerza cuya intensidad es pocas veces advertida. De hecho, trece años antes, en el artículo «Los dos principios del suceder psíquico», Freud describe al artista en términos que calzan muy bien con los de la psicosis, al punto de que eso que denominamos como «irreal» no es más que el lugar de separación y, a un tiempo, conciliación entre el principio de realidad y de placer:
El artista es, originariamente, un hombre que se aparta de la realidad, porque no se resigna a aceptar la renuncia a la satisfacción de los instintos por ella exigida en primer término, y deja libres en su fantasía sus deseos eróticos y ambiciosos. Pero encuentra el camino de retorno desde este mundo imaginario a la realidad, constituyendo con sus fantasías, merced a dotes especiales, una nueva especie de realidades, admitidas por los demás hombres como valiosas imágenes de la realidad (Sigmund Freud, «Los dos principios del suceder psíquico»).
En el artista se da, pues, un proceso de acceso a la realidad sólo a partir de la mediación de lo irreal, mediación que supone una retirada del yo hacia sus propios fantasmas en detrimento de la materialidad de la existencia. Este retroceso queda signado bajo el nombre de narcisismo, en la medida en que el yo construye sus propios objetos de deseo en el interior de los límites de su psique –los fantasmas mencionados– y se aleja de la exigencia de los objetos concretos.
Esto permite relacionar a la psicosis, por un lado, con su construcción de una realidad alterna bajo la retrotracción narcisista, con la melancolía, que, también estructurada bajo el narcisismo, permite calmar su aflicción, la pérdida de un ser querido o el abandono de algo o alguien, mediante la identificación del objeto perdido con el yo, con la redirección de la libido desde la realidad exterior hacia sí mismo (en «La aflicción y la melancolía» Freud detalla con más precisión este aspecto, basándose sobre todo en algunos estudios de Otto Rank). Ambos se presentan, entonces, ante la fuerza de una ausencia irrevocable operante, como una apelación a una virtualidad o ficcionalidad, un espacio fantasmático paralelo a la vida regular que, en la medida de lo posible, acude al rescate en el enfrentamiento con lo ausente.
No obstante, que el artista sea un ejemplo paradigmático dentro de esta dinámica no sólo queda demostrado por el análisis freudiano, según la cita consignada más arriba, sino que este protagonismo se remonta hasta el medioevo, tal como revela Giorgio Agamben en su libro Estancias. La palabra y el fantasma en la cultura occidental (Pre-textos, 2006, traducción de Tomás Segovia). Dentro de la psicología medieval, nos recuerda Agamben, encontramos el concepto de acidia, el cual se refiere, en líneas generales, al proceso mediante el cual un individuo padece la imposibilidad de alcanzar a Dios, imposibilidad, sin embargo, posibilitada por el individuo mismo; en otros términos, aquél conoce y quiere la salvación, pero, en un mismo movimiento, no desea la vía que conduce a ella.
Este carácter de autonegación justifica, por lo demás, que tal concepto haya sido condenado por los sacerdotes medievales y algunos padres de la Iglesia, e identificado bajo el nombre de «demonio meridiano». Es por ello, además, que se encuentra íntimamente asociado con el «temperamento saturnino», esto es, con la melancolía –gracias, principalmente, al pensamiento de Marcilio Ficino–. No obstante, como nos revela Agamben, esta misma tradición que conjuga la acidia con la melancolía «le atribuye una exasperada inclinación al eros». Lo que resulta, así, es un individuo melancólico que se desespera por llegar a «poseer y tocar aquello que debería ser sólo objeto de contemplación”.
Para superar esta aparente contradicción (alguien que, impulsado por el Eros, se lanza hacia la captura de un objeto que, curiosamente, él mismo obstaculiza todo camino hacia él), Agamben nos recuerda lo visto en los análisis freudianos, en los cuales se alude al carácter narcisista de todo melancólico.
Agamben sitúa este proceso general de la melancolía –que contiene, como hemos visto, la dinámica productora de fantasmas– en la creación artística: mientras el «acidioso» tiene como objeto melancólico (e inalcanzable) a Dios, la estructura formal que se comparte en la creación artística es la de un objeto inaprehensible, acaso inexistente. Junto a Freud, Agamben afirma que el objeto real del artista muchas veces ni siquiera se sabe si existe o no. De lo que se tiene conocimiento es, simplemente, de su pérdida y que, en base a tal abandono, se asume como real, es decir, su única realidad es su ausencia. De ser así, el melancólico tiene como fin oculto la obtención de un objeto inasible que se origina a partir de la producción de fantasmas.
Esta constitución fantasmática resulta esencial en la construcción del objeto artístico. Puesto que la ausencia de la realidad se traduce para el melancólico en la presencia de la irrealidad del fantasma, la carga estética recae sobre este último. Así, se establece como condición de posibilidad para la creación artística la ruptura –cuyo carácter puede tener muchas caras– con la realidad, en aras del establecimiento de una irrealidad de rostro simbólico.
En la tensión establecida entre un objeto exterior y el fantasma, el artista y el melancólico sitúan su objeto irreal en el espacio abierto por ambos elementos, un elemento que, a su vez, actúa como el lugar donde la cultura humana puede llevar a cabo la transformación de lo irreal en real.
Impecable la redacción!
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Ya le escribí por mp pero no lo leyeron. Sus publicaciones son casi perfectas, pero me choca ver que siguen usando tilde en la palabra SOLO. La RAE hace mucho dijo que no va en NINGÚN caso.
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No es lo mismo «tuve sexo solo una hora», que «tuve sexo sólo una hora», y Freud lo sabía…
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Reblogueó esto en Utopía Ausente.
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