Aproximación al inconsciente: Freud, Hesse y Schopenhauer

¿Dónde están  los nuevos médicos del alma? (Nietzsche, Aurora)

El fundamento último sobre el que descansa toda nuestra ciencia y conocimiento es lo inexplicable. […] Este algo inexplicable aboca en la metafísica (Schopenhauer)

sigmund-freudMucho se ha discutido sobre si el legado de Sigmund Freud (1856-1939) ha de tildarse de médico, filosófico, científico, literario o, incluso, de meramente especulativo. En una de sus conversaciones, sin embargo, con fecha de 1933, el propio Freud aseguraba de manera sorprendente que sus «descubrimientos no son esencialmente una cura para todo sino una base para una filosofía seria. Hay poquísima gente que entienda esto porque hay poquísima gente capaz de entenderlo». El mismísimo Thomas Mann no dudó en catalogar a Freud como «médico psicólogo», aduciendo que no le cabía dudas de que sus doctrinas psicoanalíticas descubrirían el camino «hacia un humanismo del futuro que apena adivinamos pero que experimentaremos» de manera extraordinaria: será un humanismo -concluía Mann- «más intrépido, libre, jovial, productor de un arte más maduro que cualquier otro producido en nuestro mundo neurótico, dominado por el odio y el miedo».

A pesar de que Freud se proponga en fecha tan tardía como la aludida fundar el suelo de una «filosofía seria», desde sus inicios como estudiante siempre mantuvo una relación nada amistosa con la filosofía, a la que hasta bien entrada su vejez no dudó en catalogar de especulativa (en su acepción más peyorativa) e incluso de producto de la imaginación. En sus Nuevas conferencias de introducción al psicoanálisis Freud propugnaba que «la filosofía no es contraria a la ciencia», pero «se aleja, sin embargo, de ella al aferrarse a la ilusión de que puede presentar una explicación coherente y total del universo aunque sea una explicación que está condenada a derrumbarse con cada nuevo avance de nuestro conocimiento». Aunque acabaría por conceder una importancia sumaria tanto a la filosofía como a la religión:

No se debería permitir declarar que, aunque la ciencia es un campo de la actividad mental humana y la religión y la filosofía son otros, ambos poseen igual valor y que la ciencia no debería interferir en los otros dos ya que todas tienen el derecho a reivindicar que son verdaderas y que todo el mundo tiene la libertad de escoger en cuál fundamenta sus convicciones y en cuál deposita sus creencias.

En su condición de instrumento natural propiamente humano, el lenguaje supone una de las herramientas sobre las que menos reparamos a la hora de ponerla en práctica. Incluso cuando reflexionamos sobre las estructuras lingüísticas, solemos poner nuestra atención sobre sus aspectos más científicos y conscientes (gramática, sintaxis, etc.), dejando a un lado las facetas más ocultas e inconscientes.

Ya Miguel de Unamuno nos ponía sobre la pista, en En torno al casticismo («La casta histórica Castilla»), cuando aseguraba que toda impresión, así como cualquier idea, se halla cargada de un «nimbo» idiosincrático, de una determinada «atmósfera etérea» que rodea a aquéllas como una suerte de contexto vital. Y es que las palabras no sólo poseen un significado más o menos definido (o definible) a través y en virtud de los diccionarios de cada lengua, sino que, además, se encuentran impregnadas de un sentido que en ocasiones escapa de lo que el propio hablante quiere decir con ellas cuando las emplea. De esta manera, escribía Unamuno que «en nuestro mundo mental flotan grandes nebulosas, sistemas planetarios de ideas entre ellas, con sus soles y sus planetas, y satélites y aerolitos y cometas erráticos también», cada uno de los cuales orbitarían alrededor de una conciencia que, en su ejercicio, completaría el centro del universo que constituye nuestro yo.

Miguel_Unamuno

De la mano de estas primeras reflexiones, podemos preguntarnos si en efecto esta conciencia nos concede la prerrogativa, que se cree tan extendida, de poder expresar a través del uso de la palabra lo que en realidad queremos decir. O de otra manera: ¿somos enteramente dueños de cuanto decimos?, ¿es suficiente tener en cuenta el significado de las palabras y obviar su sentido? Y, en definitiva, ¿esconden las palabras un poder oculto que se reserva el derecho de declarar lo que nosotros no nos atrevemos a revelar –sea a nosotros mismos o a los demás–?

Partamos de un escasamente conocido fragmento de Hermann Hesse, en el que nos propone comparar nuestro ser con un lago de gran profundidad pero de escasa superficie (que se correspondería, en esta analogía, con la conciencia):

Al igual que el lago se compone de agua, nuestro yo o nuestra alma (no importa la palabra) se compone de miles y millones de partes, de un tesoro de posesiones, de recuerdos, de impresiones siempre creciente y cambiante. De todo ello nuestra conciencia solo ve la pequeña superficie. El alma no ve la parte infinitamente más grande de su contenido.

Debemos asumir, además, el siguiente hecho: el lenguaje no se ciñe a su condición de elenco de palabras que pueden ser unidas, bajo el amparo de un sistema de gramática, con el fin de confeccionar un mensaje que pueda ser entendido por un receptor. Cualquier palabra de las que configuran nuestro vocabulario se halla impregnada, desde el mismo momento en que la escuchamos por primera vez, de una carga emocional que hace que su uso futuro pueda –o no– encerrar determinaciones que escapan de nuestras manos: «todos los pasos de nuestra vida los damos movidos por el fondo primario de nuestra esencia, […] por impulsos inconscientes», escribía también Hesse.

Si echamos un vistazo a los manuscritos berlineses de Arthur Schopenhauer, encontramos un texto (redactado en 1829, cuando ya se habían cumplido más de diez años desde la publicación del primer tomo de El mundo como voluntad y representación) en el que el filósofo explica que nuestra consciencia es enteramente fragmentaria y que «salta a la vista» que sólo una parte ridícula de nuestro ser cae bajo nuestra consciencia, «permaneciendo el resto en el oscuro trasfondo de lo inconsciente, que acaso constituya lo más peculiar de nuestro ser». De este «peculiar ser» brotarán, a juicio de Schopenhauer, todas nuestras corazonadas, nuestros presentimientos y, en fin, todas nuestras acciones.

Por su parte, si inspeccionamos el Capítulo 14 del segundo volumen de El mundo como voluntad y representación («Sobre la asociación de pensamientos»), daremos allí con una expresión que preconizan ciertas doctrinas freudianas: el pensador alemán nos habla de «oscuras profundidades» donde es «rumiado» el material que recibimos del exterior, cuyo resultado serán nuestros pensamientos conscientes. Ya en su vejez, cuando Schopenhauer comenzó a ser leído y alcanzó gran fama, dejó escrito el siguiente texto:

Como nuestro cuerpo en las ropas, está nuestro espíritu encubierto en la mentira. Nuestro hablar y actuar, todo nuestro ser es mentiroso: y sólo a través de esa envoltura se pueden a veces adivinar nuestros verdaderos sentimientos, como a través de las ropas, la forma del cuerpo (Parerga y Paralipómena I, V.).

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La conciencia resulta ser para Schopenhauer la «mera superficie de nuestro espíritu» –de la que no conocemos lo esencial, lo más íntimo, sino sólo la corteza, pues la voluntad es en sí acognoscitiva, se halla privada de conocimiento-. Así, en sus palabras, «los pensamientos claramente conscientes son simplemente la superficie, mientras que por el contrario la masa es lo borroso, el eco de las intuiciones y de la experiencia en general, entremezclado con el propio temple de nuestra voluntad, que es el núcleo de nuestro ser». ¿Es posible, entonces, adivinar el contenido oculto de la consciencia a partir de lo meramente aparencial, sin el riesgo «de dañarnos de manera que ningún médico pueda ya curarnos» (Schopenhauer como educador¿Somos capaces de confesarnos lo indecible, y más aún, de llegar a ponerlo en palabras?

En las primeras páginas de El malestar en la culturaSigmund Freud explicaba: «El término ‘cultura’ designa la suma de las producciones e instituciones que distancian nuestra vida de la de nuestros antecesores animales y que sirven a dos fines: proteger al hombre contra la Naturaleza y regular las relaciones de los hombres entre sí». Y un poco más adelante: «La vida humana en común sólo se torna posible cuando llega a reunirse una mayoría más poderosa que cada uno de los individuos y que se mantenga unida frente a cualquiera de estos. El poderío de tal comunidad se enfrenta entonces, como ‘Derechos’, con el poderío del individuo, que se tacha de ‘fuerza bruta’. Esta sustitución del poderío individual por el de la comunidad representa el paso decisivo hacia la cultura. […] Así pues, el primer requisito cultural es el de la justicia». Sin embargo, Freud nos avisa casi inmediatamente después: «el anhelo de libertad se dirige contra determinadas formas y exigencias de la cultura, o bien contra ésta en general».

De esta manera, el fundador del psicoanálisis pone su punto de mira en la cultura como producto genuinamente humano, en el que ha de insertarse una realidad previa a la propia cultura: la libertad. El problema central en el que nos sumergimos a través de los anteriores textos es el de cuestionar si existe un equilibrio entre lo común (entre el espacio público –digamos, el ágora–, propio de la palabra y de la discusión pública) y el régimen privado (el ámbito de lo individual). Ahora bien, para estructurar y fraguar una correcta relación entre ambos espacios, es necesario emplear el lenguaje, esa «red agujereada y vieja por la que escapan los peces tras quedar atrapados. Quizás sea preferible el silencio» (como sostiene Virginia Woolf en el relato «La velada»). Tal vez en virtud de este desajuste, tanto lingüístico como político, puedan explicarse algunos conflictos que hoy vivimos tan de cerca entre la clase política y el pueblo, en quien –se dice–, reside el poder.

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Como he dejado escrito en el libro Galería de los invisibles, el ser humano es un animal dotado de una memoria de la que puede rescatar una y otra vez hechos pasados para revivirlos en su conciencia, pero a la vez «topa continuamente con la necesidad de imprimir un sentido a una existencia que no sólo se sitúa en un presente que de manera constante se le escapa de las manos, sino también en un pasado y un futuro que se hallan lejos de su influencia».

Mucho tiene que ver todo esto con lo que el psicoanálisis denomina «acto fallido», considerados por la mayor parte de nosotros como acciones nimias, sin importancia. Pero ¿por qué centra el psicoanálisis su atención sobre ellos? A juicio de este movimiento, nuestro error consistiría en confundir la importancia de tales actos con su mera apariencia, con su simple manifestación. ¿Cuál es el motivo para que estos fenómenos acontezcan? ¿Por qué se produce un acto fallido? Los actos fallidos suelen ir acompañados de otras manifestaciones, o bien se asocian unos con otros. Ahora nos preguntamos por el sentido de su aparición. El psicoanálisis pretende ir más allá de las explicaciones meramente físicas y/o fisiológicas (influencia del contexto, influjo de los nervios, etc.), que considera explicaciones válidas pero en ningún caso suficientes. Para los psicoanalistas, el acto fallido posee la estructura de un acto psíquico completo y, además, no es fruto de la casualidad: su significado puede ser indagado –y averiguado–. Este tipo de actos esconden una intención que nos cuenta algo del psiquismo del sujeto que lo lleva a cabo (por ejemplo, decir lo contrario de lo que se quería decir o emplear una expresión de sentido antitético), aunque en ocasiones la equivocación no es lo fundamental (como cuando se vocaliza mal una palabra). De este modo, el psicoanálisis establece dos momentos en el acto fallido: una intención que se manifiesta y otra que queda latente, sumergida. En definitiva, se da una oposición entre dos tendencias: la de una idea perturbada y una idea perturbadora. Ahora bien, ¿son ambas conscientes?

El psiquismo es presentado, así, como un campo de batalla, en el que la palabra constituye un simple contendiente que puja por poner en claro nuestro propia conciencia ante nosotros mismos y ante los demás. ¿Somos libres, en este sentido, de decir lo que queremos, o más bien somos dichos por estructuras ocultas de las que solo somos responsables parcialmente?

Arthur Schopenhauer explica a lo largo de toda su obra magna, El mundo como voluntad y representación (léase con atención, por ejemplo, el Capítulo 19 del volumen segundo), que la voluntad considerada en sí es un apremio inconsciente, ciego e irresistible: ella es el corazón mismo de la naturaleza, de todo lo existente, definición estrechamente emparentada con la libido freudiana. ¿Encontramos en Schopenhauer un joven preludio, un pionero en sentido estricto de las indagaciones psicoanalíticas?

En el texto «Una dificultad del psicoanálisis», fechado en 1917 (ver Obras completas, Biblioteca Nueva: Madrid, 1972-1975, Vol. VII, p. 2.436), leemos:

Sólo una minoría entre los hombres se ha dado clara cuenta de la importancia decisiva que supone para la ciencia y para la vida la hipótesis de procesos psíquicos inconscientes. Pero nos apresuramos a añadir que no ha sido el psicoanálisis el primero en dar este paso. Podemos citar como precursores a renombrados filósofos, ante todo a Schopenhauer, el gran pensador cuya «voluntad» inconsciente puede equipararse a los instintos anímicos del psicoanálisis, y que atrajo la atención de los hombres con frases de inolvidable penetración sobre la importancia, desconocida aún, de sus impulsos sexuales.

Así pues, Freud mismo tiene a Schopenhauer como maestro de sus propios pensamientos. Pero ¿fue esta relación tan fácil? Desde luego que no. Que Freud reconozca a Schopenhauer como «pionero» no quiere decir que lo considere a la vez como una musa inspiradora. En el mismo tomo de sus Obras Completas, encontramos el siguiente fragmento (p. 2.971):

Las amplias coincidencias del psicoanálisis con la filosofía de Schopenhauer, el cual no sólo reconoció la primacía de la afectividad y la extraordinadria significación de la sexualidad, sino también el mecanismo de represión, no pueden atribuirse a mi conocimiento de sus teorías, pues no he leído a Schopenhauer sino en una época muy avanzada ya de mi vida.

Freud reincidirá en el parentesco intelectual que existe entre su doctrina y la del filósofo de Danzig, pero siempre insistirá en que no conoció su pensamiento hasta después de redactar lo principal de sus obras. Leamos un último testimonio del fundador del psicoanálisis (Vol. V, p. 1.900):

En la teoría de la represión mi labor fue por completo indepediente […] y durante mucho tiempo creí que se trataba de una idea original, hasta que un día O. Rank nos señaló un pasaje de la obra de Schopenhauer […] en el que se intenta hallar una explicación de la demencia. Lo que el filósofo de Dantzig dice aquí sobre la resistencia opuesta a la aceptación de una realidad penosa coincide tan por completo con el contenido de mi concepto de la represión, que una vez más debo solo a mi falta de lecturas el poder atribuirme un descubrimiento. No obstante, son muchos los que han leído el pasaje citado y nada han descubierto. Quizá me hubiese sucedido lo mismo si en mis jóvenes años hubiera tenido más afición a la lectura de los autores filosóficos.

12 comentarios en “Aproximación al inconsciente: Freud, Hesse y Schopenhauer

  1. Lo más gracioso de todo, lo que a mí personalmente me fascina y me sumerge en un estado que no puedo definir, es pensar en lo que dice la física sobre la neurociencia: en cuanto a causa y efecto, los seres humanos no tenemos ningún control sobre los átomos que componen nuestras neuronas. El libre albedrío es simplemente una ilusión. Nuestra actividad biológica (incluida aquella que se ve reflejada en estas líneas) no está sujeta a nuestra voluntad. La conciencia no es sino una parte de esa biología.

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    • Es interesante vislumbrar a la consciencia como una evolución de la misma voluntad de vivir, toda acción, pensamiento o miedo responde a a nuestro instinto por propagación, supervivencia y florecer en el mundo.
      Al final de cuentas siempre tomaremos la decisión mas instruida para proteger nuestro sentido de identidad y como dices el acto de elegir se convierte en una casa de cartas. La pregunta que me acaba de surgir de todo esto es como explicar el suicidio si el hombre es un animal programado biológicamente para elegir la vida. ¿Será que el individuo llega a construir un sentido de identidad tan destructiv que el mismo acto de separarse de su «yo» psicológico es un deseo de resurreción?

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      • No hay voluntad, Julián, no te engañes. La génesis, el inicio de la actividad biológica (desde el hígado con el alcohol, hasta tus neuronas cuando le dices a tu madre que la quieres), sita en los átomos de nuestras células, no está sujeta a nuestro control. En lo que al cerebro se refiere, cuando la información se hace »consciente’, tenemos la falsa sensación de elegir, pero lo cierto es que esa actividad neuronal se gestó mucho antes de nosotros percibirla. Somos el efecto: la conciencia, la causa anida vete tú a saber dónde. Las respuestas a tus preguntas no las sé, no sé cómo emerjo; sólo sé que disfruto de una falsa percepción.

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  2. Vaya, me gusta mucho este blog por muchas cosas pero sobre todo por la afinidad que demostráis por Shopenhauer (mi filosofo favorito por antonomasia) ya era hora que se devuelva al filosofo de Frankfurt donde mas se merece: en la cúspide de sabiduría humana; que por otra parte serviría de una buena patada en el culo a todo los académicos postulados que reniegan de este genio atemporal.
    Me hace gracia en el articulo como Freud se lava las manos diciendo que no tenia ni idea de Shopenhauer y que todos sus descubrimientos fueron propios ,algo que como buen lector de Arthur el explica claramente como la mente es de carácter femenina: «porque es incapaz de de dar algo sin recibir primero» (prácticamente una «tábula rassa») así que, si el padre de la psicología a descubierto que su «super yo» o «ego» era mas de lo que el creía en el mismo:todo el mundo necesita de referentes en el pensamiento y en cualquier actividad.

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