Diderot: un paseante escéptico

el-paseo-del-esceptico-de-diderotDenis Diderot fue uno de los adalides de la Ilustración francesa, aunque aún en nuestros días sigue siendo un autor poco estudiado en los centros de enseñanza superior de habla hispana. Su sobresaliente inteligencia, su nada templada irreverencia y en ocasiones su frontal choque con las autoridades (judiciales, sociales y religiosas) le introdujeron en un laberinto vital e intelectual cuyo fin fue siempre la obtención y desarrollo de la libertad de conciencia. Diderot nace en 1713, en un pueblecito de nombre Langres, bajo el auspicio de los primeros días del otoño francés, un 5 de octubre. Muy pronto, apenas con diez años, ingresa en un colegio comandado por la orden jesuita, e incluso llegará a recibir tres años más tarde la tonsura. Sin embargo, el destino de nuestro egregio protagonista no estaba encaminado a la carrera eclesiástica. En 1728 se traslada a la capital de Francia para continuar sus estudios, lo que dará como fruto el doctorado en Artes por la Universidad de París.

Comienza en este punto el misterio sobre la biografía de Diderot. Poco se conoce de los años que siguieron a la obtención del título universitario, aunque sí sabemos que su vida en aquellos años estuvo sujeta a continuos vaivenes, producidos, entre otras razones, por la conflictiva relación con su padre (un modesto artesano), las constantes tentativas -nunca llevadas a cabo- de hacer carrera en la iglesia (hecho que le sumergió en una profunda y casi crónica crisis espiritual y religiosa) o el frecuente trato con los componentes de la farándula parisina (actores, escritores y artistas de lo más variopinto, etc.). Fue una época un tanto bohemia, a veces disoluta, en la que Diderot comenzó su trato definitivo con el mundo, en la que conoció gentes de todo calado y experimentó situaciones que le abrieron al conocimiento del multiforme carácter de la vida humana. Pues, como dejó escrito, «Es el colmo de la locura proponerse arruinar las pasiones. ¡Qué bello proyecto aquel de un devoto que se atormenta como un loco para no desear, ni amar, ni sentir nada y que, de llegarse a cumplir, acabaría convertido en un verdadero monstruo!». La vida debe ser vivida en toda su plenitud: sin concesiones, sin limitaciones, abriéndose a la proteica condición del universo humano.

Se despotrica sin cesar contra las pasiones; se les imputan todas las penas del hombre y se olvida que también son las fuente de todos sus placeres. […] Sin embargo, sólo las pasiones, las grandes pasiones, pueden elevar el alma hacia las grandes cosas. Sin ellas, se acabó lo sublime tanto en las costumbres como en las obras; las bellas artes devienen infantiles y la virtud se vuelve minuciosa.

A consecuencia de tales vivencias, escribía en uno de sus pensamientos filosóficos que «Las dudas, en materia de religión, lejos de ser actos impíos, deberían considerarse como buenas obras, puesto que proceden de un hombre que reconoce humildemente su ignorancia, y nacen del miedo de disgustar a Dios por abuso de la razón». Aunque, si bien es cierto, nunca dejó de otorgar un papel preeminente a la potencia racional del ser humano: «Si renuncio a mi razón, me quedo sin guía». Años de dudas y quehaceres existenciales e intelectuales en los que se ganaba la vida realizando traducciones. Con apenas 30 años, y contraviniendo las órdenes directas de su padre (que lo encomendó a la clausura de un convento), contrae matrimonio en absoluto secreto con Antoinette Champion. Poco después, en 1746, escribe su primera y posiblemente más conocida obra, los Pensamientos filosóficos, que es condenada a la hoguera por el Parlamento parisino. Además, conoce a algunas de las figuras más eminentes de su tiempo, como Jean-Jacques Rousseau o D’Alambert, quien se convierte en el director del titánico proyecto de la Enciclopedia. La mencionada lucha de Diderot por alcanzar la libertad de conciencia y expresión se refleja en multitud de fragmentos; por ejemplo, en un duro texto recogido en su magnífica novela La religiosa, y quizá respondiendo a las intenciones de su padre, escribía:

Se preocupan en desanimarnos y en hacer que nos resignemos todas a nuestra suerte, ante la desesperación de no poderla cambiar. […] Dios, que creó al hombre sociable, ¿está de acuerdo en que se le encierre? […] Y estos votos, que chocan con la inclinación general de la naturaleza, ¿pueden jamás ser bien observados si no es por criaturas mal constituidas y cuyos gérmenes pasionales están marchitos, las cuales serían consideradas, lógicamente, como monstruos si nuestras luces nos posibilitaran conocer tan fácilmente la estructura interior del hombre tal como conocemos la exterior? […] Observar estos votos es ser un criminal; no observarlos, un perjuro. La vida del claustro es para un fanático o un hipócrita.

Es en este período, comprendido entre los años 1746 y 1747, cuando redacta un breve pero compendioso y descarnado opúsculo hasta ahora inédito en español: El paseo del escéptico, obra de la que ya podemos disfrutar en español gracias a la fantástica edición publicada por Laetoli en su colección de Los ilustrados, en traducción de Elena del Amo, con estudio del investigador del CSIC Roberto R. Aramayo y epílogo de Mario Bunge. En una sociedad aún presidida por un gobierno represivo y absolutista, los escritos de Diderot no podían pasar desapercibidos, hasta el punto de que fue encarcelado en la prisión de Vicennes durante algunos meses, donde recibió la visita de su aún amigo Rousseau -con quien acabaría francamente mal-. A partir de este momento, la carrera de nuestro protagonista se hace meteórica, publicando obras de todo tipo hasta el final de sus días el 31 de julio de 1784, a las puertas de la Revolución francesa. Su labor intelectual fue reconocida por las mentes más preclaras de la Europa ilustrada; incluso monarcas como Federico II de Prusia (a quien Diderot, por cierto, despreciaba) o Catalina II Rusia (quien se convirtió en una auténtica mecenas) se plegaron ante su capacidad de trabajo.

No hay que tomar a Diderot como un simplón ateísta en contra de la religión establecida. Nada más lejos de la realidad. Su periplo vital e intelectual se podría definir como el de un ecléctico, figura que él mismo definió para la Enciclopedia: «El ecléctico es un filósofo que, pisoteando los prejuicios, la tradición, la antigüedad, el consentimiento universal, la autoridad, en una palabra, todo cuanto subyuga al espíritu, se atreve a pensar por sí mismo«. Trasunto francés del dictum horaciano que Kant hiciera suyo: «Sapere aude!» (atrévete a saber). Hay que adoptar un sano escepticismo que nos conduzca, finalmente, al eclecticismo, a la libre y reflexionada crítica de los poderes (religiosos, gubernamentales, intelectuales) establecidos. Asegura Diderot que muchas son las causas por las que seguimos embebidos en estériles disputas que a nada conducen. Entre tales ignominiosas -e incluso ociosas- prácticas se encuentran las fervientes y cruentas disputas religiosas, la intolerancia producida por la ciega superstición, «la indigencia que arroja al hombre de genio al lado opuesta a aquel adonde le llamaba la naturaleza» y, finalmente, la indiferencia del gobierno frente a los males que asolan la sociedad.

El paseo del escéptico, acaso la primera obra de la etapa de madurez de Diderot, encierra con verdadero fulgor toda la fuerza persuasiva y argumental de quien no pudo más que pujar por sus creencias más profundas: un deísmo bien entendido, la libertad de conciencia y de expresión, la importancia de un gobierno preocupado por la sociedad y, sobre todo, la entereza de un ser humano que emprende la aventura del pensamiento. Un pensamiento crítico, reflexivo, a veces pertinaz, que no desea dejar ningún cabo suelto. La mordacidad de Diderot no es violenta ni resulta ofensiva; su mordacidad, al contrario, es fruto de quien recoge los frutos de una profunda meditación, pero, a la vez, de quien se ve en la obligación de intentar cambiar las cosas. Como escribe en esta misma obra, «Imponedme silencio sobre la religión y el gobierno y no tendré nada más que decir».

Diderot ensaya en este librito -que se lee con auténtica fruición debido a su doble impronta literaria y filosófica- un intento por examinar lo que él llama «los tres jardines» o avenidas: la religión, la filosofía y los placeres (o sensualidad). Tres ámbitos que estuvieron siempre muy presentes en la vida del filósofo francés… y en la vida de cualquier ser humano. Todo intento por despreciar cualquiera de tales veredas se pagará con el precio de no haber culminado las exigencias de nuestra razón, que nunca se da por vencida e intenta, con desesperado -pero también esperanzado- ahínco, llegar a conclusiones meditadas, razonadas: en definitiva, pasadas por la criba de nuestro intelecto.

¿A quién creer? ¡Impostores! ¿Por qué queréis seducirme? ¿Qué debería hacer yo de vuestras pretendidas revelaciones? ¿No tengo suficiente con la voz de mi conciencia? Es a través de ella por la que Dios me habla más que por boca vuestra; me habla de modo igual que a todos los hombres, tanto al salvaje como al filósofo […]. [L]a voz de la conciencia es siempre y en todas partes la misma: no vengáis a oscurecer esta luz divina con vuestras falsas doctrinas.

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