Diderot y la revolución de las letras: «si renuncio a mi razón, me quedo sin guía»

A pesar del papel fundamental que jugó en el desarrollo de la Ilustración más radical, el francés Denis Diderot (1713-1784) ha pasado a engrosar los anales de la historia -casi exclusivamente- como uno de los responsables editoriales de uno de los proyectos culturales más ambiciosos que jamás se hayan llevado a cabo: L’Encyclopédie ou Dictionnaire raisonné des sciences, des arts et des métiers.

Sin embargo, además de sus conocidos Pensamientos filosóficos, redactó y publicó (a veces de manera anónima) diversos escritos en los que reivindicaba la tarea del intelectual como la de un auténtico libertador de las mentes. Como él mismo aseguró, «las pasiones amortiguadas degradan a los hombres extraordinarios», y en tanto que «es el colmo de la locura proponerse arruinar las pasiones», y la cultura ha de ser la gran pasión del intelectual, un hombre de letras no debe medrar frente a las amenazas e imposiciones de la pacatería y los prejuicios.

El ecléctico es un filósofo que, pisoteando los prejuicios, la tradición, la antigüedad, el consentimiento universal, la autoridad, en una palabra, todo cuanto subyuga al espíritu, se atreve a pensar por sí mismo.

En su condición de editor en jefe de la Enciclopedia (empresa que un abrumado D’Alembert llegó a abandonar), Diderot fue un profundo conocedor del panorama editorial de su tiempo. Su día a día estaba plagado de constantes reuniones con escritores, científicos, libreros y distinguidos y variopintos personajes interesados en participar -o echar a perder- la mencionada Enciclopedia (compuesta por 71.818 artículos redactados por más de 150 colaboradores).

Seix Barral publicó hace unos meses una obra muy poco conocida de este ínclito francés, que incluso suele pasar desapercibida para los especialistas, a través de cuyas líneas podremos acercarnos al Diderot más técnico y erudito, pero también a la vertiente más humana y suspicaz de este inmortal escritor que no duda en velar por los derechos de autor y asegurar que sin esta imprescindible defensa, la cadena editorial se encuentra viciada -corrupta- desde el principio. Se trata de la Carta sobre el comercio de los libros.

Consciente y comprometido con su papel como intelectual, Diderot se impregnó desde muy pronto del espíritu filosófico y científico de aquel turbulento final del siglo XVII y del muy prometedor comienzo del XVIII. Luchó contra viento y marea por superar ciertos prejuicios epocales, y llegó a ser encarcelado por publicar un célebre diálogo cuyos protagonistas, un agonizante filósofo y un clérigo deísta que intenta convencer al primero de las bondades de creer en un Dios providente, polemizan acaloradamente. Aunque apareció de manera anónima, su autor fue rápidamente reconocido (por aquel entonces Diderot era muy vigilado por las autoridades policiales) y arrestado, engrosando las filas de quienes habitaban los calabozos de Vincennes.

El autor es dueño de su obra, o no hay persona en la sociedad que sea dueña de sus bienes.

Muy bien conocía Diderot -por propia experiencia y gracias a los testimonios de muchos de sus allegados- las vicisitudes y trabas propias del oficio de escritor. Y es que los problemas a los que las pequeñas editoriales hoy hacen frente -en su apuesta por la calidad (en detrimento de la cantidad, aunque no es siempre éste el caso)-, que luchan por sobrevivir frente al poder dinerario (y publicitario) de los grandes imperios editoriales, también existían en la Francia del XVIII.

Tras ser liberado de Vincennes, Diderot se vio obligado a firmar una carta de sumisión mediante la que aseguraba no escribir o editar obras de calado religioso. Fuera el poder económico (como sucede en la actualidad, aunque también en aquellos efervescentes momentos) o por el poder político y religioso, la tarea de publicar con libertad ha sido siempre un riesgo que no todos han sabido ni querido afrontar. Diderot nunca cesó en sus esfuerzos por llevar a efecto su más ferviente convicción: la libertad, el convencimiento y la asunción de las propias palabras y de los propios pensamientos debe ser la premisa de cualquier cometido cultural ilustrado, que ha de huir como la peste de la «autoridad de la opinión», intrínseca a todos los gobiernos y «que los consolida; gracias a ella, casi en todas partes la gran mayoría mal dirigida ni murmura, dejándose llevar por la minoría: la fuerza real reside en los sujetos, pero la opinión crea la fuerza de los dueños».

El despotismo, amiga mía, es la más terrible de las seducciones, nadie se resiste a ella. El que puede hacerlo todo impunemente hace mucho mal. […] Si Calígula hubiese sido el hijo de un zapatero de Roma, solamente hubiese matado moscas.

A su juicio, como hoy aún podemos comprobar, la hinchazón productiva posibilitada por los poderes establecidos esconde −y en ocasiones hace naufragar− los esfuerzos de autores y editoriales que pujan por hacerse un –justo– lugar en el panorama literario y filosófico. Por ello, explica Diderot, en multitud de ocasiones se da la circunstancia de que algunos escritores nunca logran la celebridad que merecen en su tiempo, y la encuentran después de la muerte o, peor incluso, cuando los ejemplares de sus obras ya han sido destinados a maculatura o a lotes vendidos a precio de saldo. La piratería, en tiempos de esta radical ilustración, era contemplada como algo tan sano como necesario: cuando el Estado o la religión no desean ver algo publicado, es necesario hacerlo circular para intentar despertar de su plácido sueño a las mentes cansadas, abotargadas. Aquella hinchazón o sobreproducción editorial no conduce unívocamente a un aumento de la ilustración, sino más bien a una confusión cada vez más patente que da como resultado un conglomerado cultural alineado con el dinero, la celebridad o el boato.

En un primer momento, es común ceder a la curiosidad y la indigencia, pero finalmente el buen gusto predomina y acaba por desplazar una mala edición para hacer lugar a una buena. En cualquier caso, todos estos impresores célebres cuyas ediciones actualmente se procuran, cuyos trabajos nos asombran y que guardamos con afecto en la memoria, han muerto pobres; todos estuvieron a punto de abandonar sus caracteres y sus prensas cuando la justicia del magistrado y la liberalidad del soberano llegaron en su auxilio.

Statue Of Diderot

La Carta sobre el comercio de los libros fue un proyecto encargado a Diderot por André-François Le Breton (síndico de la comunidad de libreros) que su autor dirigió a Antoine Gabriel de Sartine, el por entonces teniente general de Policía de París y Director de la Librería. Lo que en tiempos de Diderot se hacía llamar “Librería”no era sino la organización centralizada de los impresores, tipógrafos, maestros de taller y vendedores de libros, un gremio cuya formación se remontaba a 1618. A partir de la década de 1760, se une a ella la temida Intendencia General de Policía, encargada de perseguir las obras prohibidas, y de la que el propio Diderot fue víctima.

En este sentido, nuestro ínclito francés reivindica la libertad de prensa en virtud de dos razones: por un lado, por su condición de «celoso partidario de la libertad entendida en su acepción más amplia» –como él mismo confiesa–, y en segundo lugar, porque en virtud de la censura los impresores y libreros extranjeros se lucran en perjuicio de los nacionales; mientras aquéllos venden las obras prohibidas bajo cuerda a distintos mercachifles que comercian con ellas, los comerciantes franceses con licencia no hacen más que perder posibles ingresos, y con ello, se esfuma la posibilidad de que sus negocios prosperen.

Nosotros no hemos dejado de conseguir estas obras [prohibidas]; que hemos pagado al extranjero el precio de una mano de obra que un magistrado indulgente y con mejor política hubiera podido ahorrarnos y que de esta manera nos ha abandonado a los buhoneros que, aprovechándose de una doble curiosidad, triple por la prohibición, nos han vendido bien caro el peligro real o imaginario al que ellos se exponían para satisfacerla.

La Carta resulta una lectura fundamental para caer en la cuenta de que el panorama editorial no ha cambiado tanto en dos siglos. Como apunta Sergio Vila-Sanjuán en el Prólogo, Diderot no sólo elabora un completo –y en ocasiones contumaz– alegato en favor de la seriedad editorial y de la libertad de expresión, sino que diserta «sobre todo sobre la necesidad de que el negocio del libro sea eso, un saneado negocio, para que la cultura pueda seguir propagándose».

Carta Diderot libros

Una defensa que, por otra parte, no a todos convenció en el gremio de la Librería, puesto que a Diderot no le tembló el pulso a la hora de arremeter contra algunos privilegios establecidos en pos de mantener el estatus del autor como legítimo dueño de sus escritos, con los que no se puede mercadear sin su consentimiento. Por eso, en el campo editorial (que para Diderot no es sino el escenario de la verdadera Ilustración, el reino de la palabra pública) «Es una ilusión, señor, pensar que el buen precio pueda, sea en el género que sea pero sobre todo en este campo [de los libros], justificar el mal trabajo. Esto sólo le ocurre a un pueblo cuando ha caído en la última miseria». Para él, como escribe en la Enciclopedia cuando alude a Sócrates, ha de mostrarse la libertad en todo, pues «[Sócrates] ningún temor o interés retuvo […]. No escuchó más que a la experiencia, la reflexión y la ley de la honestidad; mereció el título de filósofo por excelencia». Un sano escepticismo, presidido por la razón, debe ser el guía de nuestros pensamientos, pues «las dudas, en materia de religión, lejos de ser actos impíos, deberían considerarse como buenas obras».

Así, como escribía a la princesa Dashkoff el 3 de abril de 1771, si cada momento histórico posee un espíritu que lo caracteriza, «el espíritu del nuestro parece ser el espíritu de la libertad. […] Una vez que los hombres han osado de alguna manera asaltar los muros de la religión, la barrera más formidable y respetada que existe, ya no ha habido modo de pararlo». No hay que creer en nada salvo en las propias fuerzas; todo tribunal ajeno ha de ser suprimido, y sólo uno ha de prevalecer, la propia conciencia: «Es a través de ella por la que Dios me habla más que por boca vuestra; […] la voz de la conciencia es siempre y en todas partes la misma: no vengáis con vuestras falsas doctrinas a oscurecer esta luz divina».

No discutiré si esos libros peligrosos lo son tanto como se afirma a gritos, si la mentira, el sofisma no es más temprano que tarde reconocido y menospreciado, si la verdad que no se ahoga nunca, apareciendo poco a poco, ganando en progresión casi imperceptible sobre los prejuicios, y convirtiéndose en generalizada en un lapso de tiempo sorprendente, no podrá nunca ser un peligro real. Veo más bien cómo la prohibición, cuanto más severa, más hace aumentar el precio de los libros y más excita la curiosidad de leerlos.

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