Napoleón Bonaparte: el Espíritu hegeliano se hace carne

Napoleón ItaliaLa personalidad de Napoleón Bonaparte ha superado, sin duda, todo tipo de fronteras históricas y políticas. La sombra de su legado y lo apasionante de su carácter han dado lugar a desbordados ríos de tinta que aún hoy dejan aspectos sin resolver.

El que un día se convertiría en emperador de medio mundo, y en quien -a su paso por Jena- el mismísimo Hegel creyó ver representado el espíritu objetivo de la Historia (por entonces, Napoleón desplegaba su poderío militar en una de sus campañas por tierras germanas), nació en Córcega en 1769. Apenas treinta años después, en 1800, el joven corso se proclamaría dueño y señor de Francia. Sin ni siquiera haber podido ser consciente de sus logros, una década más tarde, vería caer el edificio que la Providencia le había encomendado erigir.

Son numerosos los biógrafos que presentan al pequeño Napoleón como un niño de carácter sombrío y taciturno, difícil de escrutar, que no dudaba en despreciar los juegos a los que sus compañeros se entregaban. Al ingresar en 1785 en el cuerpo de artilleros de la Escuela Militar de París (alcanzó el puesto número 12 de las 36 plazas ofertadas), uno de sus profesores anotaba junto a su nombre: “Corso de carácter y de nacimiento, este muchacho llegará lejos, si las circunstancias le favorecen”.

Probablemente aquel docente -al parecer impartía lengua alemana- no fuera consciente de las palabras que allí dejó plasmadas. Tampoco podría imaginar cuán certera resultaría su reflexión sobre la conveniencia de las circunstancias, sobre el azaroso destino –al que Napoleón tanta importancia daría durante toda su vida–. En el apartado de las Lecciones sobre la Filosofía de la Historia Universal en el que Hegel se refiere al “destino de los individuos”, leemos en una clara alusión a Napoléon (a quien menciona junto a Julio César como ejemplo de su afirmación):

Si arrojamos una mirada al destino de estos individuos históricos, vemos que han tenido la fortuna de ser los apoderados o abogados de un fin, que constituye una fase en la marcha progresiva del espíritu universal. Pero como sujetos, distintos de esa su sustancia, no han sido lo que se dice comúnmente dichosos. Tampoco quisieron serlo, sino sólo cumplir su fin […]. Han sabido satisfacerse y realizar su fin, el fin universal. […] No es, por tanto, la dicha lo que eligen, sino el esfuerzo, la lucha, el trabajo por su fin. Cuando llegan a alcanzar su fin, no pasan al tranquilo goce, no son dichosos. Lo que son, ha sido su obra.

Algunos párrafos más adelante, Hegel clarifica el párrafo anterior:

Aquellos grandes hombres parecen seguir sólo su pasión, sólo su albedrío; pero lo que quieren es lo universal. Este es su páthos. La pasión ha sido justamente la energía de su yo. Sin ella no hubiesen podido hacer absolutamente nada.

Una distinción (entre lo particular y lo universal) que también al joven Napoléon le resulta clave. En sus primeros pasos como militar fue muy consciente de la necesidad de ganarse la vida, de subsistir gracias a su empleo; pero por otro lado deseaba ayudar a sus conciudadanos, regresar algún día a Córcega y desarrollar una imponente carrera política y militar. ¿Podrían llegar a abrazarse en el futuro ambas aspiraciones?

Napoleon Bonaparte. Portarit of Napoleon Bonaparte 1769-1821 at the battle. Detail of a painting by Joseph Chabord 1786-1848. Museo Napoleonico, Rome Italy

Napoleon Bonaparte. Portarit of Napoleon Bonaparte 1769-1821 at the battle. Detail of a painting by Joseph Chabord 1786-1848. Museo Napoleonico, Rome Italy

En el catálogo de Fórcola encontramos un documento de inestimable valor histórico (prolijamente ilustrado) para acercarnos a la personalidad del inmortal Napoléon: nada menos que su testamento (144 páginas, 13,50 euros). Además, el texto del corso está precedido de un alicatado y atinado escrito sobre la figura de Napoleón a cargo de Blas Matamoro, bajo el título de “Finale: Allegro fúnebre”. En él se hace especial hincapié en los momentos que el otrora emperador pasó recluido en la isla de Santa Elena. Blas Matamoro escribe que:

… Napoleón detestaba el mar, acaso porque era el símbolo de la Gran Bretaña, a la que nunca pudo doblegar ni vencer. […] La isla, entre otras cosas, fue su refugio, el lugar fantástico donde se consideraba inexpugnable a pesar de verse rodeado por su enemigo, el océano. La isla: el lugar para vivienda del Único, del Genio. Miniatura del imperio personal.

Desde sus primeros momentos como cónsul francés, Napoleón tuvo presente la necesidad de agradar al pueblo, de mostrarse -o al menos parecerlo- fiel a sus demandas: “No soy de ninguna camarilla; soy del gran círculo de los franceses. nada de facciones. No quiero, no toleraré ninguna“. Él, mejor que nadie, sabía que su rápido ascenso al poder resultaba poco menos que milagroso, y que el mantenimiento de su éxito pendía de un fino hilo. Así, en una de las entradas del mencionado testamento, Napoleón encomienda a su retoño (al que nombró, bajo el influjo de reminiscencias clásicas, rey de Roma) una tarea muy particular:

Recomiendo a mi hijo que no olvide jamás el haber nacido príncipe francés y que no se presente nunca a ser un instrumento en las manos de los triunviros que oprimen a los pueblos de Europa. No deberá jamás combatir en contra de Francia ni dañarla en manera alguna. Habrá de adoptar la divisa: Todo para el pueblo francés.

Napoléon TestamentoPor todo lo dicho hasta ahora, biógrafos tan reputados como André Maurois aseguran que “Napoleón era verdaderamente un superhombre, fuera y por encima de las pasiones que él no compartía”, pues “mantener los principios de la Revolución, aliándose al mismo tiempo con el pasado, era una tarea sobrehumana” digna, como afirma, de un superhombre. Lo que está fuera de toda duda es el cariño y la admiración que Napoléon despertó en los hombres de tropa. También Dimitri Merejkovski, en Vida de Napoleón -como nos informa Blas Matamoro-, “no duda en sostener que nuestro personaje era a medias natural y sobrenatural, que en su cuerpo mortal habitaba un dios“.

El 2 de diciembre del año 1804, Bonaparte se convirtió en emperador de los franceses, una empresa para la que jamás mostró desfallecimientos. Sus allegados confirman que nunca parecía sentir cansancio, y que se entregaba a su trabajo hasta veinte horas al día con el objetivo de hacer de París la capital de todo Occidente. Hasta la llegada de las grandes derrotas… Su Grande Armée, compuesta por más de seiscientos mil soldados (casi la mitad, extranjeros), le ratifica en su deseo de avasallar y derrotar a las tropas rusas, convencido de que “Donde no estoy yo, no hacen más que disparates”.

Para él –escribe Blas Matamoro–, la historia era una suerte de madre misteriosa que producía un impulso fatal, premiando a quien mejor lo personificase pero sin asegurarle la menor consistencia por lo que un átomo podría aniquilar al supremo vencedor.

Tras un final que es de público conocimiento, los gobernantes europeos deciden acogerse a una paz en la que, desde luego, se prescindía de la presencia de Napoleón, quien es conducido a la isla de Elba, aunque poco tiempo más tarde regresa a Francia –aleccionado, pero con renovadas ambiciones–. Sus deseos se ven frustrados en Waterloo, desde donde –casi sin apenas darse cuenta– es trasladado a Santa Elena, isla del todo perdida al sur de la costa africana. Un vencido Napoleón –no sólo por el enemigo, sino también, y sobre todo, por el funesto destino– confesaba:

Las desgracias también tienen su heroísmo y su gloria. La adversidad faltaba a mi carrera. Si hubiera muerto en el trono, en las nubes de todo mi poder, hubiera quedado incompleto para mucha gente. Hoy, merced a la desgracia, se me podrá juzgar tal como soy.

napoleon-bonaparte bustoDe tal manera recogía Napoleón sus éxitos y derrotas en el seno de la Providencia. Nada queda fuera de su abrazo. Y es que, como él mismo se confesaba, “Existen ciertos vicios y ciertas virtudes impuestos por las circunstancias”… Incluso él se vio empujado a mantener sus desmedidas pretensiones territoriales. Aunque es cierto que “Cualquier hombre honrado –entre los que de seguro él se contaba– puede cometer una mala acción”.

El texto que Fórcola publica –en un precioso volumen de bolsillo– pertenece a los últimos días de un arrinconado y maltrecho Napoleón, “agónico y debilitado”, como apuntala Blas Matamoro. Una oportunidad irrenunciable para conocer las últimas voluntades de tan singular personalidad histórica.

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