Cuando alguien se acerca a la figura de Ludwig Wittgenstein (1889-1951) suele pensar, con suerte, en sus Investigaciones lógicas o en el Tractatus, lecturas de corte técnico y eminentemente filosóficas (por mucho que se presenten a diversas lecturas desde la literatura, la física o la biología). Sin embargo, existe una faceta casi oculta de este pensador vienés que le acerca a la reflexión estética sobre el bien, la belleza, el sentido de la vida, el amor o el arte, que ha quedado muy a la sombra de aquellas dos obras.
El silencio al que nos aboca Wittgenstein en la última de las proposiciones del Tractatus provocó no poca desazón en la filosofía emprendida durante todo el siglo XX. ¿Qué puede decirse de cuanto conocemos —si es que acaso conocemos aquello que creemos conocer—? Como sugiere muy atinadamente Allan Janik en «Wittgenstein, la ética y el silencio de las musas», tal silencio:
… es, curiosamente, una cuestión de perspectiva, un modo de ver, en el sentido de comprehender, el mundo correctamente. Así es como ganamos acceso a las cosas en su aspecto moral. El acto de mantenerse en silencio (que es lo que schweigen significa en alemán) nos permite comprehender los aspectos morales (y estéticos) del mundo que se ven oscurecidos cuando discutimos sobre ellos o intentamos de algún modo afirmarnos en el mundo. En resumen, el silencio nos muestra algo que estamos tentados a decir, pero que realmente no podemos.
Como ya indicara Miguel de Unamuno, el acto mediante el que las palabras son proferidas, pronunciadas, dirigidas a un oyente o incluso a uno mismo, induce a una cierta pérdida de dignidad de las propias palabras, por cuanto son traicionadas y utilizadas para decir algo que, quizá, sea imposible expresar. Una vez que han salido de la boca, las palabras hacen esclavo a quien las emite y ellas son conducidas a un foso en el que permanecen enterradas bajo una capa de indecoroso moho conceptual. Aquello que resulta imposible expresar con palabras (el indómito resto que siempre deja tras de sí el lenguaje) cobra, igualmente en Wittgenstein, una importancia central en su pensamiento. En uno de los aforismos redactados en 1931 leemos:
Lo inefable (aquello que me parece misterioso y que no me atrevo a expresar) proporciona quizá el trasfondo sobre el cual adquiere significado lo que pudiera expresar.
Es por eso que se hace imprescindible trabajar continuamente en la comprensión de un mismo, al igual que sucede al edificar una estructura mediante el arte de la arquitectura (que depende tanto de la forma y la técnica en que los edificios son erigidos como en la manera en que, una vez construidos, son observados). No existen, igualmente, posiciones dominantes desde el punto de vista del lenguaje (y por tanto tampoco existencialmente, puesto que la vida es lenguaje y aquélla necesita de éste): «Nada de lo que uno hace puede defenderse absolutamente, sino sólo en relación con algo distinto ya establecido. Es decir —prosigue Wittgenstein en otro de sus aforismos—, no puede darse ninguna razón de por qué debe obrarse así (o debió obrarse así), como no sea que por ello se hizo surgir esta situación, que de nuevo deberá tomarse como meta».

«Se podría poner precio a los pensamientos. Algunos cuestan mucho, otros poco. Y ¿con qué se pagan los pensamientos? Creo que con ánimo»
La vida prescinde en su desenvolvimiento de fórmulas fijas, y cada existencia es única en su manera de llevarse a cabo, de decirse. Cada historia es singular, individual, personal. La existencia es un problema porque se dice de muchas formas, y no hay, de este modo, ningún camino que conduzca al ser, a lo que siempre es de una única y determinada manera. En parte, debido a la idiosincrasia de nuestra voluntad; como leemos en un breve escrito fechado entre 1939 y 1940,
La enorme vanidad de los deseos se muestra en que yo, por ejemplo, tengo el deseo de llenar tan pronto como sea posible un bello cuaderno. No obtengo nada con ello; no lo deseo porque muestre mi productividad; es sólo el ansia de librarme muy pronto de algo que ya se ha hecho habitual; aun cuando tan pronto como me haya librado de él empiece uno nuevo y todo se repita otra vez.
La única vía para enfrentarse al mundo en toda su complejidad consiste en acoger el combate al que nos invita sincera y abiertamente, sin excusas ni remilgos epistemológicos, teniendo en cuenta que en muchas ocasiones «los aspectos de las cosas más importantes para nosotros están ocultos por su simplicidad y familiaridad (se puede no reparar en algo -porque siempre se tiene ante los ojos». En una crítica velada al eterno retorno de Nietzsche, Wittgenstein asegura que «la visión apocalíptica del mundo es, en verdad, que las cosas no se repiten». El único antídoto contra la falta de sentido reside en la admiración, en el desgarrarse de la mirada ante las cosas (que en su no repetición acaban por pasar desapercibidas). Como explica Ilse Somavilla: «El asombro de Wittgenstein ante la existencia del mundo está al mismo nivel que su actitud de silencio hacia la esfera de lo inefable: en otras palabras, el asombro fundado éticamente lleva a un silencio fundado éticamente. Como señaló [Wittgenstein] a los miembros del Círculo de Viena: ‘Extrañeza ante el hecho del mundo. Cualquier intento de expresarla lleva al sinsentido'».
Es ésta la cara más desconocida del filósofo austríaco, en la que aprehendemos aspectos inéditos de la obra de este genial pensador. Su recorrido filosófico, enciclopédico, pasó por la música, la pintura, la escultura o la arquitectura, además de abordar temas como el sueño, el sentido de la vida, el lenguaje, el deseo o el amor. Y es que, como ya escribiera el filósofo en 1948, «los problemas vitales son insolubles en la superficie, sólo se pueden solucionar en la profundidad. En las dimensiones de la superficie son insolubles».
No es posible guiar a los hombres hacia lo bueno; sólo puede guiárseles a algún lugar. Lo bueno está más allá del espacio fáctico.
Wittgenstein te hace comprehender la enorme grandeza de lo que supone el lenguaje, en todas sus dimensiones
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gracias por este blog maravilloso…
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