Carlo Michelstaedter (1887-1910) no es tenido en cuenta en las facultades de Filosofía, tampoco en las de Filología ni estudios literarios. Al igual que otros autores, desterrados de los estrechos -y siempre peligrosos, por acotadores- límites académicos, este italiano nacido en Gorizia representa el lado más oscuro del pensamiento de finales del XIX y principios del XX. Aunque a la vez, y no debe extrañarnos, Michelstaedter nos ofrece la vertiente más luminosa del abismo, aquella que aboga por conducirnos hasta las últimas consecuencias del pensamiento y que, en fin, no contempla miramientos cuando llega el momento de retratar las miserias de la vida humana.
Su tesis doctoral y obra principal (editada por Sexto piso) lleva por título La persuasión y la retórica, sintagma que si bien recopila de manera fidedigna el contenido de la obra, puede confundir por su parca y técnica expresividad. A pesar de constituir un documento puramente académico, la prosa de Michelstaedter se desmarca de lo que podríamos esperar de un texto de estas características. Su estilo cortante siempre connota más de lo que denota, apunta más allá de lo que propiamente se dice. Su mismo comienzo nos introduce en un universo que en nada se parece, en efecto, a una tesis de doctorado: «Yo sé que hablo porque hablo pero no convenceré a nadie […]. Sin embargo, lo que digo ya fue dicho tantas veces y con tanta fuerza que parece imposible que el mundo haya continuado existiendo después de que resonaran esas palabras». Entre sus referentes, entre aquellos que ya han repetido «tantas veces» lo mismo, cuenta el italiano a Cristo, Esquilo y Sófocles, Leopardi, Aristóteles, Sócrates, Ibsen o Petrarca (incluso menciona a Beethoven). A continuación, perfila el núcleo de la obra, el bajo continuo -de tintes claramente schopenhauerianos, incluso mainländerianos– que acompañará a la melodía del conjunto:
Sé que quiero y no tengo lo que quiero. Un peso pende de un gancho, y al pender sufre porque no puede bajar; no puede salir del gancho, porque lo que es peso pende y lo que pende depende. Queremos darle satisfacción: lo liberamos de su dependencia; lo dejamos ir, que sacie su hambre de lo más bajo, y baje libremente hasta quedar satisfecho. —Sin embargo, en ningún punto se sacia y quiere siempre seguir bajando, ya que el próximo punto supera en bajeza al anterior. Y ninguno de los puntos futuros será capaz de satisfacerle […] y le sigue quedando una infinita voluntad de bajar.
Como escribe poco más adelante, el movimiento de la propia vida consiste en esta «carencia de vida», en la continua falta y privación de cuanto anhelamos. Por eso, de modo similar a como lo planteara Schopenhauer (quien aludía al tedioso y fastidioso yo), Michelstaedter explica que queremos estar permanentemente ocupados con el futuro porque necesitamos huir de nosotros mismos, del presente. Todo en virtud de un hambre de vida que deja -y dejará para siempre- un penoso e irreductible resto.
La vida sería si el tiempo no alejara constantemente de ella al ser hacia el instante siguiente. La vida sería una, inmóvil, informe, si pudiera consistir en un punto. La necesidad de la fuga en el tiempo implica la necesidad de la dilatación en el espacio: la perpetua mutación: de la cual se deriva la infinita variedad de las cosas.
El mundo, al igual que sucede en la obra principal de Mainländer (Philosophie der Erlösung), se mantiene en perpetuo movimiento por la perenne destrucción a la que está sujeto: de ahí, al fin, el incesante desear, que se traduce en última instancia en un inmutable deseo de posesión de lo inalcanzable. El hombre siente las cosas como suyas «en tanto que útiles para su continuación», en «la actualidad de su afirmación». Es en este punto donde cabe hablar de una luminosa opacidad, tan característica de los escritos de Michelstaedter. Y es que:
La trama conocida (finita) de la individualidad ilusoria alumbrada por el placer no es tan espesa como para impedir que la oscuridad de lo desconocido (infinito) se vislumbre. Y su placer está contaminado por un sordo y continuo dolor, cuya voz es indistinta, que la sed de la vida, en el movimiento de las determinaciones, reprime.
Un dolor al que caracteriza de «sordo, continuo y mesurado», pero que brota incesantemente «por debajo de todas las cosas». Es de este modo como el ser humano transita su particular infierno, a pesar de no ser consciente de ello al estar avivado su movimiento por la incesante e incansable fuerza del deseo. Como también indicara Schopenhauer -y más tarde, Nietzsche, quien en sus comienzos también tuvo al sufrimiento como motor del pensamiento-, la figura que por encima de cualquier otra caracteriza a la naturaleza es la del círculo. Así, afirma Michelstaedter que:
Por las vías acostumbradas los hombres se mueven en un círculo que no tiene principio y no tiene fin; van, vienen, compiten, se amontonan atareados como las hormigas —quizás hasta se intercambian uno por otro,— en verdad, por más camino que hagan, están siempre en el mismo sitio en que estaban, pues un lugar equivale al otro en el valle sin salida. El hombre debe abrirse un camino para salir a la vida y no para moverse entre los otros.
En lugar de pedir «una venda para los ojos», quien ha rechazado las malas artes de la retórica de este malévolo deseo que a todos contamina con sus argucias, acoge en su seno la sinceridad de la persuasión, propia de quien desea adentrarse en sí mismo para bastarse frente a un mundo que, a pesar de su sempiterno cambio, permanece siempre el mismo. Como apunta Paolo Magris en el excelente postfacio de la edición de Sexto piso, mirar a la cara a la penosa realidad se hace difícil, incluso imposible, «su visión es insoportable, intolerable, hay que ocultar a la medusa como sea, cubrirla con una máscara tranquilizadora y confortable», lo que nos empuja a edificar el «castillo de artificios» que supone la retórica. En definitiva, la persuasión -tras un doloroso esfuerzo de autoconsciencia y de percepción, de observación- invita al hombre a vivir en el presente.
Nunca una vida está satisfecha de vivir en el presente, ya que es vida en tanto que continúa, y continúa en el futuro lo que le falta por vivir.
En uno de los textos que componen La melodía del joven divino (también disponible en Sexto piso), antología de escritos de Michelstaedter que reúne reflexiones, críticas diversas e incluso relatos de muy distinta índole, nuestro pensador traza el camino que transita de la retórica a la persuasión (intitulado «Vivís porque habéis nacido»), y vuelve a insistir en la importancia de salir de este particular averno esférico que constituye nuestra existencia:
Vivís porque habéis nacido —pero debéis renacer por vosotros mismos – para vivir. […] Por las vías de la tierra el hombre va como en un círculo que no tiene final y que no tiene principio, como en un laberinto que no tiene salida. Y se amontonan los hombres, y compiten y se detienen, o avanzan sin reposo, pero están siempre donde estaban.
Cada hombre es, a la vez, la primera y la última opción para redimirse de su condena circular. De esta afirmación a Albert Caraco media un pequeño un paso. Sólo la pregunta que apunta al porqué y al para qué puede salvarnos, tomada sincera y abiertamente. Aunque quizá, como ya sucediera igualmente en el caso de Mainländer y en el del propio Michelstaedter, la lucidez puede conducir al fatal desenlace, pues:
… cada uno debe hacer por sí la revolución, debe recrearse por sí si quiere alcanzar la vida. Lo único que vale es el valor individual. […] Cada uno debe recrearse en la actividad con su espíritu para crear el valor individual, para alcanzar la razón de sí mismo —la vida, para llevar la actualidad al acto; para estar persuadido; pues de nadie y de nada él puede esperar ayuda más que del propio ánimo, pues cada uno está solo en el desierto.
Increíble, me encanta como redactan y armaron el artículo, felicidades sigan así
Me gustaMe gusta