La profecía de una plaga apocalíptica: «El último hombre en la Tierra» de Mary Shelley

En la última parte de El ser y la nada, Sartre presenta uno de los análisis más lúcidos que se han hecho sobre el fenómeno de la muerte. Relegada a la categoría de inaprehensible, ella siempre nos es ajena, constituye una estructura del ser-para-otro, de la que sólo los demás pueden hacerse custodios. En efecto, una vez muertos, los otros son los únicos que consiguen dar sentido a nuestra vida. Nos juzgan y tienen la libertad para relegarnos al olvido o para otorgarnos cierta eficacia sobre el presente, pueden hundirnos en una masa de seres anónimos o transformarnos en auténticas individualidades. Por eso, tenemos una completa responsabilidad con el pasado y los muertos, ya que decidimos su suerte, continuando su labor, rechazándola o siendo indiferentes a ella. Así, la vida muerta es hecha, no se hace, por tanto, puede cambiar constantemente su significado según la perspectiva de la posteridad. Lo mismo es aplicable a cualquier obra de arte, en cuanto concreción y fijación de un proceso creativo.

En estos días de pandemia, hay un libro que antes había pasado casi inadvertido y ahora empieza a llamar la atención. Parece como si estuviéramos cambiando su destino. Se trata de la novela El último hombre en la Tierra, de Mary Shelley, publicada en 1826. La acción transcurre en el cuarto final del siglo XXI y detalla la completa destrucción de la humanidad a causa de una plaga. Sin embargo, no es la primera narración sobre este tópico. Ya el Decamerón de Boccaccio se iniciaba con una descripción de la peste bubónica que azotó Florencia en 1348. El luctuoso acontecimiento servía para hilvanar todos los relatos, contados por un grupo de jóvenes que se encuentran casualmente, deciden refugiarse de la muerte negra en una villa abandonada y, para entretenerse, refieren historias. Un esquema de construcción similar utilizó Geoffrey Chaucer a finales del siglo XIV para elaborar sus Cuentos de Canterbury. Aquí se trata de un grupo de peregrinos que, reunidos en una posada, participan en un concurso de narraciones que, si bien no aluden de forma directa a la peste, reflejan un ambiente flexible y de oportunidades, producido por el vacío creado a raíz de tantas muertes y la consecuente reconfiguración social. De estar en la retaguardia literaria, la enfermedad pasó decidida a primera línea en el Diario del año de la plaga de 1722, un texto de ficción donde Daniel Defoe reseña la epidemia ocurrida en Londres en 1665 y, para darle verosimilitud, aporta toda clase de precisiones, identificando barrios y haciendo recuento de muertos. Por último, el fundador de la literatura gótica americana, Charles Brockden Brown, también abordó el tema en 1799. Su novela Arthur Mervyn narra las peripecias sufridas por un joven que se traslada del campo a la ciudad de Filadelfia en busca de una vida mejor y se topa con los horrores de la fiebre amarilla. Pero ninguno de estos dos antecedentes –citados por la propia Shelley en su libro– presenta el mal en una forma tan extrema, con un alcance mundial. Ninguno asume tintes apocalípticos porque no plantean la posibilidad de extinción de la especie. En definitiva, no se ocupan de una auténtica pandemia. Precisamente, eso hace que El último hombre nos resulte una obra tan cercana y nos parezca interesante hasta el punto de atraparnos en su lectura, a pesar de haber sido denigrada en su época. De hecho, entonces recibió duras críticas y muchas burlas. Se la consideró una «elaborada pieza de locura sombría», terrorífica, sobrecargada de «crueldades estúpidas», «un diario de muerte». Quizás por ese rechazo, en 1833, cuando fue publicada en Estados Unidos, la edición se realizó de manera ilegal y fue necesario más de un siglo para que fuera reeditada, en 1965.

The Last man

Atendiendo a que Mary Shelley había escrito Frankenstein, el nuevo Prometeo con anterioridad, se ha dicho que se trata también de una novela de ciencia ficción, lo cual no es correcto. Es verdad que la trama comienza a partir de 2073, pero la ambientación resulta anacrónica, remite más bien a la época de la autora, cuando la técnica apenas había despuntado y aún no se había introducido en la vida cotidiana, tanto menos la tecnología informática. Quitando referencias aisladas a viajes aéreos interurbanos, realizados en globo con «aspas recubiertas de plumas» («tal es el poder del hombre sobre los elementos») y alguna mención a máquinas expendedoras de alimentos, el acento de Shelley no está puesto en el conocimiento científico y su aplicación, es decir que no pretende –como en Frankenstein– hacer una crítica a esta clase de racionalidad. Por el contrario, dedica la primera de las tres partes del texto, previa a la aparición de la plaga, a delinear el ambiente social y político del mundo futuro. Con sorpresa, se observa que tampoco en este caso se despega demasiado de la realidad de su tiempo. Es cierto que Inglaterra se presenta como una república gobernada por un Protector, pero las clases sociales, las costumbres, la mentalidad de los personajes, el proceder de los políticos y las técnicas parlamentarias exentas de recursos mediáticos, siguen siendo los mismos que la autora vivió. Si se hace alguna censura u objeción no es a la inteligencia teórica sino a esa razón ético-política que conduce a un rotundo fracaso en la erradicación de la epidemia. El diagnóstico es claro. El egoísmo, la ambición desmedida, el ansia económica, el vacío espiritual han hecho inviables los ideales de libertad, igualdad y fraternidad de la revolución francesa. Se ha malogrado el proyecto romántico, si bien la escritora sigue indicando –en consonancia con otros libros suyos– que el cuidado, la solidaridad y el amor femeninos en el ámbito doméstico son un elemento crucial para producir un cambio. Como buena hija de feminista, Shelley no pierde la oportunidad de señalar el papel social decisivo que corresponde a la mujer. De hecho, llegado el final de la humanidad, cuando las leyes y las instituciones están destruidas y, con ellas, el comercio, la industria, la actividad agropecuaria, la sanidad, la ciencia, el arte, la cultura toda, cuando en las ciudades los edificios se resquebrajan faltos de mantenimiento, las relaciones sociales quedan reducidas a esos nexos íntimos, casi familiares, que son la base de toda asociación humana, en los cuales también participan activamente los hombres realizando labores hogareñas y luchando por la supervivencia.

Para trazar la evolución que conduce al descalabro, Shelley narra la historia de varios individuos a través de distintos escenarios geográficos, en los que van entretejiendo sus vidas, llegando a una convivencia íntima. Forman parte de un grupo de intelectuales y políticos inspirado en el círculo romántico byroniano, al cual pertenecieron tanto la autora como su marido, el poeta Percy Shelley. Este último está representado por Adrián, filósofo y filántropo, hijo del último rey de Inglaterra, pero republicano. Es un idealista amante de la naturaleza, que para huir de la peste arrastra a sus seguidores hacia el sur en busca del Jardín del Edén y termina sus días de la misma forma que Percy, hundiéndose en su bote bajo las inclemencias de una tormenta. En él se conjugan todas las características de la utopía romántica:

Oh, que la muerte y el odio sean desterrados de nuestro hogar en la tierra. Que el odio, la tiranía y el miedo no hallen refugio en el corazón humano. Que todos los hombres encuentren un hermano en su prójimo y un nido de reposo en las vastas llanuras de su herencia. Que se seque la fuente de las lágrimas y que los labios no vuelvan a formar expresiones de dolor.

the last man, john martin

Los rasgos de la personalidad del poeta se reparten también entre otros personajes secundarios. Así, pueden identificarse en Merrián, un astrónomo escéptico ante la plaga. Algo parecido ocurre con Lord Byron, cuyas peculiaridades se distribuyen entre varios y aparecen, por ejemplo, en el padre del protagonista, pero sobre todo recaen en Lord Raymond, a quien se presenta como un ególatra socialmente brillante con gran capacidad para ejercer el liderazgo, preocupado por los aspectos externos como la fama, el poder o el dinero y ansioso de enriquecerse sin importarle los medios. Shelley lo pinta «altivo y a la vez ávido de cualquier demostración de respeto, ambicioso pero demasiado orgulloso para demostrar su ambición, dispuesto a alcanzar honores, y al tiempo devoto del placer» y le concede el cargo Protector, si bien, por amor, él renuncia a ser rey. A pesar de la traspolación temporal que ello supone, lo hace participar –igual que Byron– en la lucha por la independencia de Grecia del poder otomano e incluso lo convierte en general de los ejércitos que intentan liberar Constantinopla, en una contienda explicada en términos bélicos propios del siglo XIX: con carga de caballería, el arma propia de la aristocracia. Lo que permanece incontestable es su descripción espiritual:

Veía en la estructura social parte del mecanismo en que se apoyaba la red sobre la que transcurría su vida. La tierra se extendía como ancho camino tendido para él: el cielo era su palio.

La crítica despiadada al tono autobiográfico encubierto del texto no se hizo esperar, aunque fuera una objeción injusta, porque no existe escritor que no se apoye en la realidad para esbozar sus creaciones. No hay duda de que en esta novela, compuesta tras la muerte de Byron y Percy, los magistrales retratos psicológicos son una manera de homenajear a las personas implicadas, prolongando su existencia más allá de la vida real. Expresan el dolor ante su pérdida y el reconocimiento del fracaso ideológico del círculo romántico justo cuando la era victoriana está por iniciarse. Consciente de que la muerte deja el juicio del pasado en manos de los vivos, Shelley dedicó los años posteriores al fallecimiento de su esposo a editar y promocionar su obra para que ocupase el lugar que merecía en el mundo literario. Dado que su suegro, quien siempre había visto en ella una libertina, le impidió escribir una biografía sobre él bajo amenaza de cortarle los medios económicos a su nieto, es lógico que viera en la novela un subterfugio para hacerlo. Sin embargo, la inclusión de estos recuerdos no afecta la coherencia del texto. Una vez que la plaga hace su aparición en escena, se comprende la necesidad de estos caracteres y cómo ambos se conjugan en Lionel, un pastor analfabeto con una adolescencia de delincuente, que recibe formación de su admirado amigo Adrián y se convierte en cuñado de Raymond, para acompañarlos en la guerra de liberación, durante la cual por primera vez se enfrentan a la peste. La posterior huida del grupo a través de distintos países devastados donde ya no impera más ley que la fuerza, desertizados y cubiertos de cadáveres o simplemente vacíos, convierten a Lionel en el auténtico protagonista. Sólo él consigue resistir transformándose así en el último hombre en la Tierra y en el verdadero autor del libro leído, porque para mitigar la soledad de sus últimos días hace un relato escrito de lo que vivió.

La revelación del final conecta directamente con la introducción, donde Shelley explica cómo encontró estos papeles durante una visita realizada en 1818 a la cueva de Cumas, cerca de Nápoles. Con este recurso no sólo intenta dar credibilidad a la historia quitándole toda traza subjetiva y provocando una cierta perplejidad ante un posible repliegue temporal, sino que, además, presenta el panorama futuro como una verdad que lo divino pronuncia a través de una pitonisa, un vaticinio procedente nada menos que de la Sibila con mayor influencia en la civilización romana. Se trata de una profecía que abre una vía hacia el pasado, hacia un origen más allá del tiempo, que conecta con el porvenir, porque es un comienzo absoluto donde se fraguan los mitos que inevitables se cumplirán a lo largo del devenir humano. Así, la visión anticipada entronca directamente con esa veta inconsciente y misteriosa que los románticos confieren al arte y hace de él una peculiar intuición religiosa.

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Desde esta perspectiva, la plaga es un acontecimiento arquetípico que ofrece un parecido aterrador con lo que está ocurriendo en estos días y una vigencia respecto de lo que pensamos de ella hoy. Como toda peste, -según se nos dice- también ésta procede de Oriente, se la cataloga como un enemigo invisible, un invasor al que necesariamente se vencerá, pero eso no convoca la unidad sino al contrario, hace primar los intereses particulares, porque «el principal daño parecería ser causado más por el pánico que por la enfermedad». De hecho, ante su descubrimiento a la llegada a Constantinopla, los soldados escapan despavoridos:

El ejército huía en desbandada y las personas, antes integradas en un gran todo que avanzaba al unísono recobraban la individualidad que la naturaleza les había concedido y pensaban sólo en ellas mismas.

Los gobernantes tratan en vano de ocultar su aparición y debaten sobre otras cuestiones menos urgentes como, por ejemplo, los privilegios hereditarios. Pero cuando la destrucción y la muerte alcanzan una escala pavorosa, las desgracias aumentan. Se interrumpe la actividad comercial, se arruinan banqueros, mercaderes y fabricantes, crecen la corrupción, los conflictos entre civiles, el saqueo, la apropiación de los edificios vacíos, los cordones sanitarios y, por eso, Adrián propone «renunciar a la vida para poder vivir»:

Y había tanta degradación en todo ello. Pues incluso el vicio y la virtud habían perdido sus atributos. La vida, la vida, la continuidad de nuestro mecanismo animal, era el alfa y el omega de los deseos, las plegarias, la ambición postrada de la especie humana.

Para Shelley es el final de la sociedad de entonces, pero también el de la historia. De ahí que su descripción coincida con algunas imágenes apocalípticas: huracanes, un ensordecedor batir de las aguas, terremotos, inundaciones y un eclipse que oscurece el día con un sol negro y trae una noche repentina, opaca, absoluta, habitada por una invasión de búhos y murciélagos:

La naturaleza, nuestra madre, nuestra amiga, volvía hacia nosotros su rostro amenazante.

Y ahí justamente está la clave. Como en la Rima del antiguo marinero, la famosa balada de Coleridge, que Shelley había oído cuando era niña, recitada por el propio poeta en casa de su padre, el periodista y filósofo político William Godwin, la naturaleza forzada gratuitamente se revuelve y transforma la realidad en una espeluznante pesadilla donde se enseñorean la muerte y el mal. Pero semejante violencia no procede ni de la técnica ni del pensamiento científico sino que es el resultado de la inmoralidad del hombre, de su tendencia al mal:

Los hombres no eran felices, no porque no pudieran, sino porque no se alzaban para superar los obstáculos que ellos mismos habían creado.

Concentraban sus esfuerzos en la destrucción de su propia especie creando diferencias sociales, desigualdades económicas, pobreza y miseria, movidos por el afán de poseer y conseguir de ello beneficio, el ansia de acumular poder y riqueza, la ausencia de una educación para todos, el deseo de una vida disipada y superficial, sin lealtad, sin amor ni verdadera amistad. En definitiva, a causa del egoísmo, la falta de compasión y la carencia de responsabilidad en las propias acciones:

En otro tiempo el hombre fue el favorito del Creador, como cantó el salmista real: «Lo has hecho poco menor que los ángeles y lo coronaste de gloria y de honra. Le hiciste señorear sobre las obras de tus manos; todo lo pusiste debajo de sus pies». En otro tiempo fue así. ¿Ahora es el hombre el señor de la creación? Miradlo. ¡Ja! ¡Yo en su lugar veo a la peste! Ella ha adoptado su forma, se ha encarnado en él, se ha fundido con su ser y ciega sus ojos, que se alzan hacia el cielo. Tiéndete, ¡oh, hombre!, en la tierra cuajada de flores. Renuncia a reclamar tu herencia, pues todo lo que poseerás de ella será la diminuta celda que los muertos precisan.

Probablemente el rechazo y el olvido de esta sorprendente novela profética se deba a la molestia que provocó en los poderes fácticos su radical desafío al antropocentrismo. Al presentar la extinción de la humanidad por obra de la naturaleza, Shelley cuestionaba la posición privilegiada del hombre en el universo. Y para colmo hacía una crítica del modelo económico y político que comenzaba a desplegarse tras la revolución francesa, a la vez que cuestionaba severamente la idea de un progreso moral colectivo, incapaz de mantener ideales o sentimientos nobles, sin fecha de caducidad. De ahí su pesimista propuesta de una entropía universal:

La naturaleza envejece y tiembla sobre sus miembros gastados. ¡La creación se arruina!

9 comentarios en “La profecía de una plaga apocalíptica: «El último hombre en la Tierra» de Mary Shelley

  1. Reflexionar sobre la muerte no es propio de una sola época, bien por Mary Shelley o por Sócrates de pensar en lo inexorable, sin embargo, la muerte no es sino en el fondo un paso mas allá de la condición de la vida, el tránsito hacia lo desconocido.

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  2. Extraordinaria reseña. Completa, elegante y erudita. No leí la novela pero por lo que explica creo que pertenece claramente al género de las novelas alegóricas, expresando o relevando ideas e impresiones profundas mediante sugestiones míticas. La dimensión profética, consoladora, cognitiva y afectiva de la buena literatura es pasmosa. Estos días aciagos y de pesadumbre me asolan los mastines de la melancolía. Me digo a mí mismo que no debo ser perezoso ni solitario, pero las artes me insuflan esperanza y optimismo. Cito: «Huye de la tristeza como de la peste pues más peligrosa es la tristeza para el alma que la epidemia» Casiano, siglo v.
    «Que serán olvidadas las cosas antiguas» recuerdo haber leído en Isaías.
    «»La paradoja de la esperanza»: cuanto más desesperada es la situación más esperanzado debe ser el hombre» escribió Chesterton.
    Y hay unos versos de Homero donde se escucha a Héctor tratando de consolar a Andrómaca de su tristeza:
    «Amiga mía, que tu ánimo no se hunda demasiado en la tristeza/
    pues te aseguro que nadie me enviará al Hades un segundo antes/
    de lo que estipula mi destino. Pero también te digo que ningún hombre/ha saltado por encima del destino, ni el audaz ni el cobarde/ nadie que haya nacido de madre ha sido capaz de burlarlo»
    Y, para acabar con este centón de citas literarias unos versos famosos y extraordinarios del poeta inglés Alfred Tennyson:
    «Aunque mucho sea tomado, mucho permanece./ Aunque no seamos ahora esa fuerza/ que en los viejos tiempos movía tierra y cielo, / lo que somos, somos. / Un temple semejante de corazones heroicos/ que aunque debilitados por el tiempo y el destino/ persistimos fuertes en voluntad/ para esforzarnos, buscar, encontrar y no rendirnos».
    Aprovecho la ocasión para enviarle un saludo afectuoso.

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  3. Me quedo pensante y conmovido, al punto de revelarme contra quienes resultan confinados a darnos el estatus de seres privilegiados, el «favorito» de las especies… No somos más que el ocaso olvidado

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  4. A lo largo de la historia de la humanidad, que los hombres no hayamos sido capaces de superar los obstáculos que nosotros mismos hemos creado. es una constante. De momento solo advierto una salida, aprender a protegernos de la mala influencia de esta tendencia, y que esta decisión podamos compartirla con otros más. Solo en estas condiciones será posible intentar actividades comunes orientadas a salir de la indigencia ética.

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  5. Vida y muerte no son contrarias. Una está dentro de la otra. Así ha sido comprendido por sabias mentes. Pienso en muchos clásicos, en Heidegger, Murakami, entre otros más recientes o actuales. Esta aceptación de seres precarios e indigentes es la que le da sentido a la existencia.

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  6. El hombre y su innata creencia en su supremacía sobre su entorno, liderado por la mediocridad y el super ego. Un fracaso desde la perspectiva de un universo que no entiende y que subestima peligrosamente, para el mismo y para todo lo que le rodea.

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