La tarea no consiste tanto en ver lo que aún no ha visto nadie, como en pensar lo que aún no se ha pensado sobre lo que todo el mundo ve (Arthur Schopenhauer, Parerga y Paralipómena II, § 76, traducción propia).
Partiremos, en este breve homenaje a la figura de Arthur Schopenhauer (1788-1860) y a su obra fundamental –en su primera edición de 1818/1819, Die Welt als Wille und Vorstellung (El mundo como voluntad y representación), revisada y considerablemente ampliada en la segunda (1844)– de un texto perteneciente a su legado manuscrito (Der handschriftliche Nachlaß, I, 479 [1815], traducción propia):
Ninguna cosa en el mundo tiene una causapor la cual está allí [eine Ursach warum es da ist]: pues carece, como cosa en sí, de fundamento [grundlos] y no es más que una manifestación [Erscheinung] de la voluntad, que es libre; pero sí hay una razón por la cual es aquíy ahora [warum es hier und warum es jetzt ist]: de tal manera que tan sólo su puesto en el tiempo y en el espacio está determinado por la causa, mas no así su lugar en el ser en general [Daseyn überhaupt]. La causa tampoco afecta [trifft auch nicht] a la cosa en sí, esto es, la voluntad, situada fuera [außer] del espacio y el tiempo, sino sólo a su manifestación, es decir, al conocimiento u objetividad de la voluntad, cuya forma es el espacio y el tiempo: la manifestación más perfectamente adecuada de la voluntad también está fuera de esta forma, y es la idea platónica, que tampoco tiene ningún porqué [kein Warum] […].
Lo que se ha dicho de la cosa, que es la manifestación de la voluntad en sus grados más débiles, también vale para la acción [Handlung], que es el desarrollo de la manifestación de la voluntad en sus grados superiores y que está inmediatamente acompañada por el conocimiento [vom Erkennen]: lo que es causa para la cosa, así lo es el motivo para la acción, el cual no contiene en absoluto la necesidad [Nothwendigkeit] de que la acción tenga lugar en general, sino sólo aquí y ahora.
Aunque pueda tratarse, en principio y en apariencia, de un texto en el que Schopenhauer se decanta por el empleo de una terminología netamente epistemológica, más o menos técnica e, incluso, un tanto oscura, las líneas precedentes encierran, sin embargo, nada menos que el meollo del proyecto antropológico del autor de Danzig. Se ha dicho a menudo que el sistema schopenhaueriano no deja lugar para la libertad, tema del todo central en el pensamiento ilustrado que le precedió, y del que, a pesar de todo, también fue heredero. Un heredero original, molesto y crítico que no se contentó con recibir un legado que él mismo consideraba, si no equivocado, sí al menos incorrectamente encauzado.
En este fragmento, escrito por un todavía joven Schopenhauer (contaba 27 años y se encontraba inmerso en la redacción de la que sería su obra cumbre, El mundo como voluntad y representación), se observa la clara separación que siempre mantuvo entre dos ámbitos ontológicos bien diferenciados: el ámbito de lo perecedero, de lo arrojado a la manifestación, y el ámbito de lo en sí, de la voluntad (Wille) –e incluso, se puede decir, de lo eterno (ewig)–. Resultaría ahora reiterativo referirse a la influencia que ejercieron las doctrinas de Platón y Kant a este respecto; el propio Schopenhauer la recuerda y reconoce sin tapujos en los diferentes prólogos que redactó para su magna obra. Dejando ahora a un lado esta dicotomía, el punto fundamental de este y otros textos similares es que nuestro protagonista, a pesar de lo que pudiera parecer en un primer momento, deja lugar para lo que él mismo denomina una «libertad relativa» o comparativa (respecto a los animales no humanos), cuyo espacio de posibilidad se abre, precisamente, en el «entre» (en el Zwischenraum), en la grieta en la que transcurre la existencia del ser humano entre ambos espacios del ser: el de lo en sí y el de sus manifestaciones o fenómenos. Así, por ejemplo, en Sobre el fundamento de la moral leemos: «Para el animal sólo hay representaciones intuitivas y, por tanto, también sólo motivos intuitivos» (a este respecto resulta fundamental la lectura del § 3 de El mundo como voluntad y representación, donde Schopenhauer se refiere a la diferencia entre concepto e intuición), esto es, que se dan en la realidad fáctica y que impelen al animal a actuar sin remisión en una u otra dirección; en el caso del ser humano, apunta Schopenhauer, y aunque también a él le mueven los motivos con la más estricta necesidad, hay que notar que estos «no son, la mayor parte de las veces, representaciones intuitivas sino abstractas, es decir, conceptos, pensamientos que, sin embargo, son el resultado de intuiciones anteriores, o sea, de los influjos externos sobre él. Pero esto le da una libertad relativa«. Nosotros, a diferencia de los animales, somos movidos por «hilos más finos, invisibles» (cfr. Schopenhauer, Sobre el fundamento de la moral, § 6).
Aunque sólo se trate de una libertad «relativa», es la existencia humana el único escenario en el que puede acontecer el milagro de la motivación «a distancia», es decir, la que se da por otros medios que no son la violenta intuición o la imposición efectiva del mundo. Se puede hablar aquí, si bien en discusión con Schopenhauer (teniendo en cuenta que, en su doctrina, la libertad en sentido estricto sólo se da en el ámbito de lo en sí, en el de la voluntad considerada como lo esencial, atemporal y aespecial), de un resquicio por el que los ímpetus ilustrados de siglos pasados por dotar al ser humano de libertad pujan con el más furibundo determinismo. Schopenhauer es hijo de su tiempo, pero a la vez ejerce de rara y fundamental bisagra entre el mencionado pensamiento ilustrado y el Romanticismo europeo. Sin pertenecer canónicamente a ninguno de estos movimientos, es, sin embargo, vástago de los dos. También, desde luego, en lo tocante al concepto de libertad.
En Schopenhauer se da una permanente tensión, tanto en su vida personal como en su obra teórica, entre las aspiraciones de una pujante libertad (más sentida, en ocasiones, que ejercida) y un mundo que, parece, no deja hueco alguno para su ejercicio, tan sujeto al ir y venir de causas y efectos necesarios. Esa tensión queda resuelta en varios lugares de su obra como un callejón sin salida en el que el ser humano ha de contentarse con la asunción de que todo cuanto ocurre es cuanto ha de ocurrir. Asunción del todo terrible en un mundo en el que todo lo viviente se cree con el derecho de llegar a ser feliz. Así, por ejemplo, leemos en una anotación de 1816 que «El mejor consuelo contra el mal es la convicción de su absoluta necesidad» (Der handschriftliche Nachlaß, I, p. 399, 1816. Varias de estas sentencias, algunas inéditas, pueden encontrarse en mi edición de Parábolas y aforismos, Alianza Editorial, 2018). En este punto, coincide el veredicto con el de Philipp Mainländer, discípulo radical de Schopenhauer y autor de la monumental Filosofía de la redención (Philosophie der Erlösung, 1876), quien asegura que «el sabio [der Weise] se ha dado cuenta de que la vida carece de valor» (vid. Mainländer, Filosofía de la redención, ed. Carlos Javier González Serrano, trad. Manuel Pérez Cornejo), precisamente porque la libertad no concede tregua al continuo vagar del mundo en su estricta necesidad.
Resulta curioso, en paralelo, que ambos autores reconozcan la existencia de individuos que han llegado a la constatación de que este mundo es incluso peor que el infierno descrito por Dante, o que la vida no es más que un permanente sufrimiento para quien sucumbe una y otra vez al imperio de la funesta voluntad de vivir, y que, a la vez, sean tales individuos a los que, de algún modo, pueda reconocérseles la libertad. Esta es ganada, tanto en Schopenhauer como en Mainländer, si bien de modos distintos, tras el reconocimiento de que el universo está supeditado al imperio de un monstruo voraz que nunca ha cesado, ni cesará, en su empeño de fagocitarse a sí misma. En el fundamental § 54 de El mundo como voluntad y representación, donde Schopenhauer caracteriza ese impulso primigenio como «inconsciente e irresistible», leemos (en una bella expresión que causaría gran impresión en Friedrich Nietzsche y que tendría enorme relevancia para el desarrollo de su doctrina del eterno retorno) que «la tierra da vueltas del día a la noche; el individuo muere: pero el sol brilla sin cesar en un eterno mediodía». Sólo de aquel que reconoce ese «eterno mediodía», ese continuo comercio de una naturaleza que crea y desecha individuos con la misma facilidad, puede decirse que es, de alguna manera, libre. Y leemos en el mismo parágrafo: «Cada cual sólo es efímero como individuo, mientras que, al contrario, como cosa en sí es atemporal y, por ello, carece de final».
De ahí la importancia del texto con el que se inauguraban estas líneas, en el que Schopenhauer traza una distinción entre la a-causalidad de lo en sí (que carece de porqué, puesto que es lo que es siempre) y el determinismo al que se encuentra sujeto todo ente arrojado a la existencia. Si la dignidad significa algo en Schopenhauer es, precisamente, este cobrar consciencia de que formamos parte de un orden de cosas que supera, con mucho, la dimensión fenoménica de las cosas, de algo que va más allá de los límites del tiempo y del espacio; de algo, en definitiva, metafísico. Como he apuntado en otro lugar, la dignidad en Schopenhauer alude a hacernos cargo de la importancia de la luz de nuestro conocimiento, una luz que, «si bien puede hacernos conscientes de nuestra menesterosidad, también puede llegar a elevarnos más allá de la más violenta naturaleza, del influjo de la voluntad. Dignidad no es más que levantarse, hacerlo una y otra vez: dejar de postrarse frente a lo inevitable y atreverse a conocerlo, a transitarlo y, finalmente, a asumirlo» (cfr. Parábolas y aforismos, op. cit., pp. 29-30).
Aquellos «aquí» (hier) y «ahora» (jetzt) a los que se refiere Schopenhauer adquieren, así, una relevancia sobresaliente: pues es desde ese promontorio, acaso mendaz pero suficiente, desde el que se nos abre la posibilidad de poder dignificar nuestra existencia, haciéndonos partícipes de que el mundo, al fin y al cabo, no es más que un bello y terrible espejismo.
[Este artículo fue previamente publicado en la Revista de Filosofía de la UIS (Universidad Industrial de Santander, Colombia).]
Me agradó la cita donde se enfatiza que el día y la noche son relativos a nosotros, en tanto que el sol permanece en un eterno mediodía.
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Creo que estos filósofos son muy dificiles de entender y seguir si no se cuenta con un maestro que guíe y clarifique sus conceptos. Gloria Becerra.
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Indudablemente, somos una representación: mística acaso? Existimos como individuos, en una parcela muy corta, sino efímera de tiempo y espacio; mas la eternidad del orbe nos subyuga, y nos impele o impulsa, a desear con nuestra propia voluntad, de un significado que no existe, ni existirá para nosotros; y al cual no podemos aspirar. Ha de comprenderse entonces, que » la vida es sueño, y los sueños, sueños son..» Así, la grandiosidad de lo desconocido, es tan pero tan elusiva, que al reconocer lo infinito, es decir lo metafísico, damos dignidad a nuestra existencia, a nuestra propia conciencia y voluntad. La libertad entonces, comprendida desde mi punto de vista, como la máxima aspiración del hombre sobre la tierra y alrededor de todo lo inconcebiblemente creado, significa comprender que, acaso somos alguna de esas partículas de arena que confluyen creando un inmenso desierto, paradójicamente, poblado de vida, y al cual no nos es menester, entender de manera alguna. En fin, » que el mundo no es más que un terrible y bello espejismo».
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