Hermann Hesse ha sido frecuentemente tildado de «autor para adolescentes», de inspirador de ciertas corrientes sociales (los hippies hicieron de él un baluarte cultural y la llamada generación beat lo tuvo por autor imprescindible) o, incluso, de instigador de los jóvenes a la rebelión (recordemos que por algo semejante fue condenado el mismísimo Sócrates ante el tribunal de Atenas). Tópicos que, sin embargo, no hacen justicia a la enormidad intelectual y literaria del autor alemán, que siempre estuvo al tanto de los asuntos políticos de su tiempo y sobre los que en absoluto calló, como en ocasiones se ha pensado (o se ha querido pensar, en un vano intento de desviar la atención de sus textos).
También en el caso de Hesse podemos hablar del influjo de su época en cada uno de sus escritos, pues su contexto sociohistórico influye definitivamente no sólo en el desarrollo de su personalidad, sino también en la creación de sus más inmortales obras. Toda manifestación artística, y en concreto la novela, ha sido siempre un espejo en el que la sociedad podía contemplarse como si de un espejo se tratase, descifrando sus males y condenando sus desviaciones, así como ensalzando sus bonanzas. Sin embargo, lejos de situarse en una corriente realista (ya pasada de moda en su época y muy proclive a la crítica social), Hesse propone un vuelco hacia el yo (un mirar hacia adentro) en un délfico intento de conocerse a sí mismo para poder seguir las propias inclinaciones sin condenas morales, sociales o religiosas.
Hesse vive las dos terribles guerras mundiales, y producto de su encuentro con lo más temible y sanguinario de lo humano, tanto él como tantos autores, ponen en cuestión qué sea el «hombre», convirtiéndolo en un concepto del todo revisable, matizable, desde el que erigir una reflexión profunda sobre el puesto del ser humano en el cosmos. Desde este punto, Hesse lleva a cabo todo un esquema de autodescubrimiento en el que lo fundamental es la propia subjetividad, la definición del propio yo frente a los otros (de ahí que especialistas en su obra como Theodore Ziolkowski se hayan referido, con razón, al componente existencialista de la narrativa de Hesse). Como asegura Emil Sinclair en Demian, «siempre estaba ocupado conmigo mismo, siempre conmigo mismo».
En una de sus novelas menos entendidas y más complejas, catalogada ampliamente como obra maestra, El juego de los abalorios, Hesse expresa abiertamente sus miedos a que el terror de las armas y el abismo de la sinrazón se apodere una y otra vez del mundo que habitamos:
Los armamentos volverán a ser, acaso pronto, los supremos dictadores, en el Parlamento volverán a dominar los generales, y cuando el pueblo se vea en la alternativa de sacrificar Castalia [la ciudad utópica de la novela] o exponerse al peligro de la guerra y el desmoronamiento, sabemos ya cómo elegirá. Luego, sin duda, tomará impulso una ideología belicista, envolverá sobre todo a la juventud, y conducirá otra vez a una concepción del mundo basada en tópicos y frases hechas, según la cual, sabios y sabiduría, latín y matemáticas, cultura y atenciones del espíritu, sólo tendrán derecho a vivir en función de los servicios que presten para fines guerreros.
Palabras hesseanas tan temibles como proféticas. El tiempo, desde luego, le ha dado la razón. Pero pongámonos en contexto. En una de las más recomendables biografías sobre Hitler, Ian Kershaw menciona varios factores en los que hemos de poner nuestra atención a la hora de analizar los sucesos acaecidos en los momentos previos a la instauración de la Alemania nazi: un caudillaje centrado en una misión ideológica de regeneración nacional (que permitiera al país germano recuperar su prestigio tras el tratado de Versalles) y purificación de la raza, una sociedad con suficiente fe en un líder como para seguir sus objetivos (lo que sin duda recuerda al concepto de «caudillaje carismático» de Max Weber) y, finalmente, una administración fuertemente burocratizada y competente, capaz de planificar y ejecutar una «nueva» política. En palabras de Kershaw, la dictadura del Tercer Reich «encendió, sobre todo, una señal de aviso que aún arde luminosamente: mostró cómo una sociedad moderna, avanzada y culta puede hundirse con gran rapidez en una barbarie que culmina en una guerra ideológica, una conquista de una rapacidad y una brutalidad difícilmente imaginables y un genocidio como el mundo no había presenciado nunca anteriormente». Pero, y es lo más reseñable, Kershaw estima que aquellos acontecimientos mostraron de lo que somos capaces, la crisis de la edad moderna y el saldo arrojado por el progreso de la razón. Así, afirmaba Franz Neumann (Escuela de Frankfurt) en 1942:
Hace mucho tiempo que se menosprecia y ridiculiza el poder carismático, pero parece tener hondas raíces y se convierte en un estímulo potente cuando se dan las condiciones psicológicas y sociales adecuadas. El poder caristmático del caudillo no es un mero fantasma: nadie puede dudar que hay millones de individuos que creen en él.
En su Crítica de la razón instrumental (1947), Max Horkheimer expresaba la convicción de que la razón corría el riesgo inminente de presenciar su propia autodestrucción, debido a una enfermedad que portaba en su mismo corazón: un afán incontrolable de dominio, de imposición. Por otro lado, el establecimiento de una conciencia global ha constituido el declive de la capacidad que nos hace únicos; la instrumentalización de la razón ha dado como resultado la aceptación de un nuevo método de evaluar la realidad en nuestros días: el precio de mercado.
La voluntad humana, en busca de la mera satisfacción en un entorno de guerra y necesidad, desestima todo proyecto firme y categórico de considerar en sí mismo como valioso lo que constituye un fin definitivo, un término de llegada: un sentido. El régimen autocrático impuesto por la productividad queda, a ojos del lúcido análisis de Horkheimer, reducido a un relativismo resbaladizo. Es el triunfo de la mayoría, de lo gregario frente a lo individual e inédito: los fines han sido desposeídos de su fundamento y se ha impuesto, por tanto, la tiranía del interés masivo. Horkheimer entiende que la razón de su tiempo se halla sumida en una profunda crisis, pues se inscribe en un proceso que mediatiza los fines: se trata de su automaquinización, facilitada por los intereses de la autoconservación plácida y práctica del impulso arrollador de la masa.
Si algo muestra el ejemplo de Alemania, a juicio de Élisabeth Roudinesco, quien se apoya en Horkheimer y Adorno para trazar las líneas principales de uno de los capítulos de su obra Nuestro lado oscuro, es que los ideales del progreso pueden llegar a invertirse muy fácilmente hasta desembocar en una autodestrucción radical de la razón. El nazismo inventó, para Roudinesco, un modo de criminalidad que «pervirtió no sólo la razón de Estado sino, en mayor medida todavía, la pulsión criminal en sí, puesto que en semejante configuración el crimen se comete en nombre de una norma racionalizada y no en cuanto expresión de una transgresión o de una pulsión no domesticada». Es decir: no es que los crímenes nazis se llevaran a cabo bajo capa de irracionalismo, sino más bien sobre la base de un concepto de razón que produce peligrosas certezas sobre lo catalogable como «racional», una nueva concepción del hombre, regenerado por la ciencia, por la razón (pervertida) y por una presunta y constante autosuperación, fundada en una alienante noción de progreso. Así, escribe Roudinesco en la mencionada obra:
A partir de la lectura de los trabajos de Lorenz, Primo Levi sostenía que Auschwitz era a todas luces el resultado de una inversión de la razón. No obstante, convertía este sistema en el síntoma de un despertar de los instintos más asesinos en el hombre. La apariencia modesta y banal de los genocidas, decía en sustancia, concuerda plenamente con la racionalidad anónima y ciega de las grandes instituciones modernas.
Es en este punto en el que resulta útil regresar a Hesse, quien, a la vista de tan problemático panorama, exige al individuo una revisión de sus convicciones y el más pleno autoconocimiento frente al imperio de la masa (uno de los conceptos más empleados por el escritor es el de Herde [rebaño], cuyo uso toma de su marcada influencia nietzscheana). Algo que vemos fácilmente en el protagonista de El lobo estepario, Harry Haller, quien desde el comienzo de la novela pone una barrera infranqueable entre él mismo y los demás. Haller plantea la siguiente reflexión: «La mayoría de ellos [de sus semejantes, de los seres humanos] tenían la misma forma estereotipada de homo socialis, y todos me daban la impresión de estar emparentados, en virtud de un espíritu sociable del que yo únicamente carecía».
En Hesse puede comprobarse cómo una crisis personal puede convertirse en la mayor oportunidad de crecimiento y autosuperación. Como leemos en las primeras páginas de Demian, cada hombre es un proyecto de hombre, que sólo llega a serlo si toma en serio su vocación de forjarse a sí mismo, pues «hay que ensayar en ocasiones lo imposible para obtener lo posible». Todos los protagonistas de las novelas y relatos de Hesse son escrutadores y mineros de la realidad, buscadores de la verdad en sí mismos y en el mundo. No se trata, como a veces se ha sostenido, de un simplón ensalzamiento de la figura del outsider (en alemán, Aussenseiter), sino de la necesidad de desmarcarse de la sintonía general para saber qué de genuino poseemos en nuestro sí mismo y, después, afanarse por lograrlo, desarrollarlo y obtenerlo. Un rasgo al que denominó obstinación.
Hesse se considera un «hombre espiritual», caracterizado del siguiente modo por Harry Haller: «Todos nosotros, seres espirituales, no nos sentíamos en casa en la realidad, nos sentíamos ajenos a ella y le éramos hostiles, por eso jugaba un papel tan miserable el espíritu en nuestra realidad alemana, en nuestra historia, en nuestra política, en nuestra opinión pública». Hesse se muestra deliberadamente desligado de la sociedad de su tiempo (no «se siente en casa», alusión, quizás, a la célebre expresión de Freud), pero a la vez (nunca lo ocultó) estuvo orgulloso de la historia de su país (sobre todo de la cultural) y, en cierto modo, se puede decir que fue un patriota sui generis (escrito dejó que «yo me siento alemán, pero por encima de ellos está para mí la humanidad»). No hay más que recordar que, en su juventud, enviaba libros a los soldados del frente: fue su forma humanista de luchar por la paz, por la creación de nuevos «hombres espirituales» (llegó a enviar hasta 12.000 libros en un mes).
El problema psíquico y moral que en la primera parte de la [primera] guerra [mundial] hizo de mi vida lucha y tortura, era el conflicto, por lo visto, sin solución, entre el espíritu y el amor a la patria. […] Si uno era patriota, según la opinión pública, nada tenía que ver con la verdad y no tenía compromiso alguno con ella, porque la verdad era sólo juego y quimera. Y en cuanto al espíritu, dentro del patriotismo solamente era tolerado si se podía abusar de él para apoyar los cañones. La verdad era un lujo, y la mentira, en cambio, estaba permitida en nombre y al servicio de la patria y era loable. Yo no pude aceptar la moral de los patriotas, por mucho que amara a Alemania, porque no era capaz de ver en el espíritu una herramienta cualquiera, o un medio de lucha, y no era general ni canciller, sino que me hallaba al servicio del espíritu.
Como leemos en sus cartas, Hesse denunció permanentemente los horrores de la guerra y no se tapó la boca a la hora de hablar de las inmundicias de las que se hallaban preñados tanto el nazismo como el comunismo. Si bien se sintió más afín a este último durante un tiempo, no tardó en desengañarse y condenarlo por igual, cuando intentaron captarlo para engrosar las filas del «ejército cultural rojo». En la inolvidable «Carta a un comunista», fechada en 1931, Hesse se enarbola defensor de su libertad y sostiene que el poeta (desde su más temprana infancia se sintió más poeta que narrador o pintor) no puede venderse a ninguna causa, mucho menos armamentística o bélica. Lo expresa de este modo en la mencionada misiva, que merece la pena citar por extenso:
Aparte del «sí» que mi entendimiento da a su programa [se refiere al programa teórico comunista], ha hablado en mí, desde que vivo, una voz en favor de quienes padecen; siempre estuve de parte de los oprimidos y contra los opresores; de parte del acusado y contra los jueces, y de parte de los hambrientos y contra los atiborrados. […] Creo en el comunismo como programa para las horas venideras de la humanidad; lo considero indispensable e ineludible. Sin embargo, no creo que el comunismo pueda dar mejores respuestas a las grandes preguntas de la vida que cualquier otra doctrina. […] El poeta no es ni más ni menos importante que el ministro, el ingeniero o el tribuno, pero sí es totalmente distinto a ellos. […] Pero os equivocaréis en perjuicio vuestro si creéis que un poeta es un instrumento del que la clase que gobierna en ese momento pueda servirse como de un esclavo o de un talento comprable. Os llevaréis un chasco con vuestros poetas, si no cambiáis de opinión, y sólo quedarán pegados a vosotros los que no valen nada. A los auténticos artistas y poetas los reconoceréis, en cambio, si es que algún día decidís preocuparos de ellos, en que tienen un indomable afán de independencia y dejan inmediatamente de trabajar cuando se les quiere obligar a trabajar de forma distinta a cuanto les dicta la propia conciencia.
Aunque Hesse se constituyó ciudadano suizo en 1922, estuvo permanentemente atento a las novedades que llegaban desde Alemania y del resto de Europa, temiendo el peor de los desenlaces: la imposición del régimen armado y la claudicación, bajo el poder bélico, del espíritu. Su posición fue siempre la de un pacifismo activo que, como se ha mencionado, hace hincapié en la regeneración del individuo desde sí mismo. Como él mismo sostuvo: «Mi fe política es la de un demócrata; mi concepción del mundo, la de un individualista». Y apuntalaba: «odio a muerte la tendencia de la nueva Historia a subordinar la personalidad al capricho de las masas arbitrarias». Hesse no se mostraba antipatriótico, sino antinacionalista: quien considera a su nación por encima del resto no es capaz de llevar a cabo un análisis y crítica de sí mismo y, después, de su sociedad, de la propia nación.
Terminemos, finalmente, citando uno de sus artículos publicados en la National-Zeitung, fechado el 30 de noviembre de 1930, en el que toda duda sobre la no participación en asuntos políticos de Hesse queda disipada. En este texto damos con lo que parece un auténtico llamamiento a los jóvenes a que tomen las riendas de la situación y, de nuevo, comiencen por escrutar sus propias convicciones en pos de alcanzar una humanidad mejor:
No escondo que la actitud básica [de la juventud alemana de la posguerra] frente a todo lo moral me parece totalmente equivocada, enfermiza e incluso loca […]. Para estos jóvenes, a quienes la guerra destrozó la niñez y la primera juventud, que se desarrollaron en medio de la revolución, la inflación y la corrupción, la vida intelectual y moral se les ha hecho extraordinariamente difícil y problemática, y eso habla en favor de esta juventud, que no se contenta con el salón de baile, el deporte y la libertad sexual, sino que busca el espíritu, busca la obligación y la unión. Pero, no obstante, parte para todo ello del mismo absurdo y fatal error y evita, en suma, establecer con el mundo una relación moral al anteponer a todas sus ideas la de que ella es irresponsable de la guerra, de la revolución, de la derrota, del fracaso de la revolución, en fin, de todo lo malo y atormentador de este mundo. La culpa es de los mayores, de esos horribles viejos, de los ministros, los profesores, los generales, los maestros y los padres…
Pero la solución no consiste en estos razonamientos, aceptables en un chico de dieciséis años. La guerra, el sufrimiento, el pecado y la muerte no fueron inventados y creados por los padres de estos jóvenes, sino que existen desde el principio, desde el Paraíso, desde la creación del hombre. Querer endosar a cualquier la propia culpa, transformar la acusación contra otros presuntos responsables, ésa es la culpa y la grave insensatez de esta juventud. Una vida de acción y libertad, de responsabilidad y fructífera unidad no comienza viéndose como un mentecato iluso frente a un mundo de canallas, ni considerándose el único inocente en medio de una banda de exterminadores. No, cada valiosa intervención de la vida pasa por el amargo camino de la aceptación del sufrimiento, del compartir las culpas, del respeto hacia la tragedia del mundo. Que la juventud alemana de la posguerra conserve a sus veinte y treinta años aquella actitud irresponsable, natural en un chico de dieciséis, es su culpa y su error.
Reblogueó esto en La hora del delirioy comentado:
Cada valiosa intervención de la vida pasa por el amargo camino de la aceptación del sufrimiento, del compartir las culpas, del respeto hacia la tragedia del mundo.
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FUE MI ESCRITOR DE ADOLESCENCIA. A ÉL LE DEBO MUCHO DE MI ESPÍRITU REVELDE Y QUE NO PIENSO PERDER HASTA MI MUERTE.
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Mi escritor favorito, en cada obra, cada personaje tiene mucho de el mismo como hombre, y cada personaje parece ser el mismo lector…por lo menos en mi caso.
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doy gracias de haberlo conocido en mi adolescencia y por haberme permitido entrar a un mundo maravilloso donde la imaginación es ilimitada y sin tiempo. han pasado muchos años y seguimos fatigando los caminos del asombro.
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