Los abismos nocturnos ejercieron una profunda atracción en casi todos los autores románticos. Puede que sea por la incapacidad de distinguir en la noche los objetos que, a diferencia de los contemplados bajo la luz diurna, parecen estar unificados aspirando de este modo al Absoluto perseguido por el Romanticismo y que implica la unificación de todo elemento. O pudiera ser también por el carácter intrigante y no menos inquietante de la noche, a propósito de la cual Friedrich Schlegel escribiría en su Crítica a la Ilustración que «precisamente en la oscuridad en la que se pierde la raíz de nuestra existencia, en el misterio insoluble, reposa el hechizo de la vida, ésta es el alma de la poesía». Parece que nuestros orígenes, al igual que las raíces arbóreas, penetran en profundidades tan oscuras como las trascendentes alturas hacia las que aspiraba el Romanticismo.
De este modo, la noche va a poseer una presencia muy destacable en numerosas obras surgidas de la mano de los escritores románticos. Ya sea como símbolo, materia de reflexión o concepción estética, los reinos ajenos a la luz, tan ensalzada por la Ilustración, fueron abordados con gran intensidad por el Romanticismo, aunque a veces las perspectivas sostenidas respecto a lo nocturno concentraron una ambivalencia innegable dependiendo del autor.
Tal sería el caso de Joseph von Eichendorff (1788-1857), poeta indispensable del Romanticismo alemán en el que destaca su rico simbolismo y la ineludible recuperación que efectúa de las formas líricas tradicionales, lo que le situaría como uno de los autores más destacados de su tiempo. Cantor de la plenitud natural y flâneur incansable de los bosques y senderos que se abrían a su paso, Eichendorff estuvo especialmente vinculado al círculo romántico de Heidelberg, donde conoció a otros poetas de gran relevancia como Clemens Brentano o Achim von Arnim. En concordancia con este grupo de enorme importancia dentro del Romanticismo alemán, la tradición popular y la influencia del catolicismo son factores que deben ser tenidos muy en cuenta para comprender con precisión la obra de Eichendorff.
Para comenzar a introducirnos en la ambivalencia nocturna que destila su poesía, quizá sea conveniente acudir a uno de sus poemas más célebres, aquel titulado «Noche de luna». Una composición poética que sería más tarde musicalizada por Robert Schumann y que nos presenta la siguiente escena:
El cielo parecía haber dado un beso
en silencio a la tierra
y ella debía así soñar con él
en resplandor de flores.
La brisa iba cruzando por los campos,
ondeaban espigas con sigilo,
los bosques susurraban levemente
en la noche estrellada.
Y mi alma extendió
las alas por completo
y echó a volar por tierras silenciosas
como de vuelta a casa.
(Trad. Juan Andrés García Román)
A través de una bellísima imagen en la primera estrofa, el cielo y la tierra aparecen representados como dos amantes unidos en su amor. El beso, que procede de la oscuridad de la noche, conlleva la unión de dos contrarios como son la tierra y el cielo. Lo que estaba trágicamente separado durante el día se encuentra unificado ahora bajo el velo nocturno. Además, el vínculo entre el cielo y la tierra no es sólo material, a través del beso, sino también espiritual, pues la conexión onírica aparece para que semejante unión exceda los límites finitos y se adentre en la cuna de la infinitud individual que representa el sueño.
La escena presenta un paisaje que goza de una armonía completa. Los elementos que lo componen forman un todo orgánico e incluso parecen comunicarse entre sí mediante susurros, lenguaje cifrado completamente incomprensible para los profanos. La brisa despierta el suave movimiento de las espigas y la voz de los bosques. Todo sucede bajo la mirada de un firmamento inmenso que llama a nuestro espíritu a adentrarse en el Infinito.
El individuo, henchido de lo sublime que domina la situación, se libera de sus ataduras terrenales y su alma logra dejar atrás el suelo que la encadena a un estado impropio. Se eleva acompañada por el silencio, asciende en libertad y emprende el retorno a su hogar. Arrojada a la tierra, el alma encuentra en lo sublime una oportunidad para regresar al plano trascendental al que pertenece. El individuo, que reúne en sí mismo finitud e infinitud, logra de este modo restituir la perdida conexión con el Infinito al que le empuja su espíritu.
La noche benigna y sublime se presenta así con delicadeza y extraordinaria hermosura en «Noche de luna», pero Eichendorff también sabía que la noche podía implicar que el individuo no escogiera las sendas que se dirigen al cielo, sino aquellas que apuntan hacia la perdición. Por esto mismo, se nos muestra un semblante nocturno antagónico en «A media luz»:
Quiere extender las alas el crepúsculo,
los árboles se agitan pavorosos
y pasan nubes como pesadillas.
¿Qué sentido tendrá este escalofrío?
Si tienes preferencia por un corzo,
no lo dejes pastando solo ahora,
suenan cuernos de caza por la noche
y vagan voces de acá para allá.
Si acaso tienes un amigo aquí,
no te fíes de él nunca a esta hora:
puede que mire y hable amablemente,
pero es falsa su paz, augura guerra.
Lo que hoy fatigado ya se recuesta
se elevará mañana renacido.
Más de uno se pierde por la noche,
¡guárdate bien, estate atento y vela!
(Trad. Juan Andrés García Román)
La grata armonía de la naturaleza que se presentaba en «Noche de luna» se encuentra desvanecida por completo en «A media luz». La naturaleza ya no es plácida y acogedora, sino que durante la noche adopta una actitud violenta y adquiere una presencia espectral a la par que siniestra. Es un aquelarre que conmueve el espíritu y despierta en él los peores augurios. La noche deja de ser unión para dar paso a la perdición, al pecado que se camufla tras las tinieblas. El enlace honesto y verdadero sobre el que se deben fundamentar las relaciones humanas, es decir, el amor y la amistad, se encuentra amenazado en la noche, donde el ser amado y el amigo corren riesgo o son ellos mismos ese riesgo.
La segunda estrofa juega con la imagen del corzo, cuyas reminiscencias bíblicas no pueden ser ignoradas, y que está acompañada por un cúmulo de sonidos que anuncian un confuso peligro difícil de anticipar. Después aparece el amigo, o más bien el enemigo, que se oculta tras la única cara que conocemos de él, de modo que la confianza habitual que le otorgamos sólo agudiza nuestra vulnerabilidad. Nuestra espalda se halla descubierta a su merced.
La noche es así fuente de peligro y Eichendorff aconseja extremar la precaución, pues la escena nocturna de «Noche de luna» ya no está aquí sino en forma de vago recuerdo. La noche que ahora se nos presenta no abre ningún camino hacia los cielos, ya que sólo invita a la desgracia del abismo.
A través de ambos poemas, pertenecientes a la vasta obra de Eichendorff, se puede vislumbrar el carácter ambivalente con el que muchos románticos afrontaron multitud de asuntos de su tiempo. Eichendorff también tratará con ambigüedad la dicotomía que establece entre paganismo y cristianismo en su famoso relato titulado «La estatua de mármol», por poner otro ejemplo. La consciencia de la gran complejidad de la realidad, pero también de lo puramente ideal, conducía a la precaución a la hora de emitir juicios categóricos. Todo ello en relación a la situación de crisis en múltiples ámbitos en la que se desarrolló el Romanticismo y que marca el crepúsculo de la Modernidad. Una transición que como tal implica movimiento, cambio, y por ende respuestas que a veces abren nuevos senderos, pero que sobre todo son reflejos de los nuevos rumbos que se comenzaban a emprender por aquel entonces.