¿Qué es la libertad? Entrevista al filósofo Carlos Moya

 

El libre albedrío CátedraCarlos J. Moya (Alcoi, 1952), catedrático de Filosofía en la Universidad de Valencia, publica en Cátedra un valioso y único compendio dedicado al estudio de la libertad, bajo el título El libre albedrío. Un estudio filosófico. Charlamos con él sobre este imprescindible libro.

¿Cómo puede definirse, en un sentido amplio, la libertad? 

Como expongo en mi libro El libre albedrío, el término «libertad» se usa en distintos sentidos. En un sentido básico, o mínimo, que recogió por ejemplo Thomas Hobbes, la libertad es la ausencia de oposición u obstáculos al movimiento. En este sentido básico, pueden tener libertad los seres humanos, pero también animales no humanos e incluso objetos. Decimos, por ejemplo: «El perro corre libremente por el campo», pero también: «La rueda estaba bloqueada. Ahora puede girar libremente sobre su eje». La libertad así entendida, como ausencia de obstáculos al movimiento, es también importante para nosotros, los seres humanos, y la valoramos altamente, como animales que somos. Por ello la privación de libertad es un castigo, una pena muy significativa, que los humanos aborrecemos.

Hay también sentidos específicos del término «libertad» o, si queremos, distintos tipos particulares de libertad: libertad política, libertad religiosa, libertad de asociación, de expresión, de pensamiento, de prensa… En estos sentidos específicos, el concepto de libertad está estrechamente vinculado al concepto de derecho: tener libertad de expresión es tener derecho a expresar las propias ideas sin temor a ser castigado y, mutatis mutandis, lo mismo cabe decir de las otras libertades mencionadas. A diferencia de la libertad en el sentido básico indicado arriba, estas formas específicas de libertad son sólo propias de los seres humanos, y no pueden aplicarse con sentido a animales no humanos o a objetos. Sin embargo, no dejan de tener cierta vinculación con ese sentido básico del que hemos hablado, la ausencia de obstáculos al movimiento; sólo que, en este caso, el «movimiento» es mucho más complejo y comprende todas las actividades conectadas con el ejercicio de tales derechos o libertades.

Hay, sin embargo, un sentido más general del término «libertad» que empleamos en expresiones como la siguiente: «A diferencia de los animales, las personas poseen libertad». Aquí no estamos diciendo que sólo las personas pueden moverse sin obstáculos, ni que todas las personas poseen libertad política, religiosa, de expresión, etc. Ambas cosas son claramente falsas. Hablamos aquí de una propiedad que caracteriza a las personas como tales, aunque vivan en un régimen autoritario o tengan dificultades de movimiento. Se trata de una propiedad que confiere a quienes la poseen un valor y dignidad especial. Para caracterizar este sentido del término «libertad» es frecuente emplear expresiones específicas, como «libertad de la voluntad», «voluntad libre» y, en particular, la que figura como título de mi libro: «libre albedrío».

Creo que la respuesta más apropiada a la pregunta por la naturaleza de la libertad entendida como libre albedrío es que se trata de una capacidad. El libre albedrío es la capacidad de elegir y tomar decisiones, y eventualmente de llevarlas a cabo, con cierto grado y ciertos tipos de control sobre el proceso de elección, decisión y acción. En el libro distingo cuatro clases de control que son necesarios para que una decisión o una acción sean libres, en el sentido de que resulten del ejercicio de esa capacidad que es el libre albedrío: el control volitivo o voluntariedad, el control plural o posesión de alternativas, el control racional o racionalidad y el control de origen o autoría de la decisión o la acción. Esa capacidad que es el libre albedrío es altamente compleja y presupone otras capacidades asimismo complejas. Por ello no está al alcance de animales no humanos o de niños muy pequeños.

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La importancia del libre albedrío, que lo ha hecho objeto del interés de muchos autores a lo largo de la historia del pensamiento, deriva de su conexión interna con múltiples facetas de la vida humana, como el mérito o demérito por las propias acciones, la creatividad, la responsabilidad moral y jurídica, así como, según puso de manifiesto Peter Strawson en su importante trabajo «Libertad y resentimiento», diversas actitudes de significación central en nuestras vidas, como el respeto, la gratitud, la admiración, la indignación, la amistad, el amor o el resentimiento. Presuponemos el libre albedrío en las personas para adoptar hacia ellas estas actitudes y atribuirles mérito o demérito, responsabilidad y creatividad. Por ello la sospecha de que el libre albedrío pudiera ser una ilusión y no existir realmente, una sospecha que atraviesa la historia de la filosofía pero que se ha intensificado recientemente con la irrupción en este campo de determinadas ciencias empíricas, como la psicología social o las neurociencias, resulta extremadamente inquietante y mantiene vivo el interés por esta cuestión, no sólo en ámbitos especializados, sino también en los medios de comunicación de masas. No es raro encontrar artículos sobre el problema de la libertad o libre albedrío en magazines o revistas de información general, frecuentemente con títulos llamativos como «¿Somos realmente libres?» o sensacionalistas como «La ciencia demuestra que no poseemos libre albedrío».

¿Qué importancia encierra llevar a cabo un estudio filosófico sobre la libertad?

No conozco ninguna otra disciplina, científica o humanística, que pueda adoptar la perspectiva amplia y comprensiva característica de la filosofía y que permita, al menos en principio, alcanzar una visión sinóptica de la problemática vinculada al libre albedrío. La reflexión filosófica lleva a cabo, en primer lugar, una tarea de análisis y elucidación conceptual en relación con el concepto mismo de libre albedrío y de otros conceptos conectados con él, como los de responsabilidad, determinismo, posibilidades alternativas, acción, voluntad, etc., así como de las relaciones entre ellos. Se abre así un vasto y complejo campo de problemas interconectados, como la relación entre libre albedrío y determinismo, entre libre albedrío y responsabilidad moral, entre ésta y el determinismo, entre el determinismo y las posibilidades alternativas, entre el libre albedrío y el indeterminismo, entre el libre albedrío y procesos físicos, en especial neurológicos, etc. S

obre esta base, la filosofía estudia y expone, en segundo lugar, las distintas posiciones que han sido o pueden ser adoptadas ante estos problemas. Así, por ejemplo, en relación con el problema clásico de las relaciones entre el libre albedrío y el determinismo, se puede sostener que son incompatibles (incompatibilismo) o compatibles (compatibilismo), y dentro de cada una de estas posiciones podemos distinguir diversas variaciones. Un incompatibilista puede creer en el determinismo y rechazar por ello la existencia del libre albedrío (determinismo estricto) o defender dicha existencia y negar por ello la verdad del determinismo (libertarismo). Y cabe también distinguir diversas versiones del compatibilismo. Es posible adoptar también distintas posiciones en relación con el resto de problemas que hemos mencionado y otros relacionados con ellos. En tercer lugar, la filosofía estudia y analiza críticamente las diversas consideraciones y argumentos que han sido esgrimidos a favor y en contra de cada una de estas posiciones, tratando de poner de manifiesto sus virtudes y defectos, con el fin de establecer cuál de ellas posee mejores razones y argumentos en su favor y, con ello, un mayor grado de justificación y una mayor probabilidad de ser verdadera. Pero el filósofo no tiene por qué limitarse a estas tareas, sin duda necesarias, de análisis de conceptos relevantes, presentación de la estructura de los problemas, evaluación de posiciones posibles ante ellos y crítica de argumentos a favor y en contra de cada una de tales posiciones. Puede también hacer avanzar el debate, y el conocimiento sobre cierta cuestión, proponiendo y defendiendo críticamente alguna posición nueva, no adoptada todavía, sobre un determinado problema, o descubriendo nuevos argumentos a favor o en contra de una determinada posición, que disminuyan o eleven su plausibilidad o que la muestren eventualmente como insostenible. En mi libro he tratado de llevar a cabo estas distintas tareas en relación con el problema del libre albedrío y otros conectados con él, como los que he mencionado más arriba. Si las he realizado con mayor o menor fortuna, es algo que queda al juicio del lector.

Como he señalado anteriormente, creo que la aproximación filosófica al problema del libre albedrío es la más amplia y abarcadora que tenemos a nuestra disposición, y no puede ser sustituida por una aproximación distinta, científica, humanística o artística.

Como ha comentado, libertad y moralidad son dos conceptos que habitualmente han ido asociados en la historia de la filosofía. ¿Sigue existiendo una unión indisoluble entre ambos (pongamos, como en la Ilustración alemana), en una sociedad que parece funcionar al amparo del más descarado utilitarismo?

La respuesta a esta pregunta es compleja, porque la pregunta misma lo es. Por lo que respecta a la moralidad, cabe distinguir al menos dos dimensiones de evaluación moral de las personas y sus actos: la dimensión bueno/malo/indiferente, por un lado, y la dimensión loable/culpable/inocente, por otro.

La primera dimensión, que podemos llamar de estimación, puede referirse a la persona, pero también al acto que lleva a cabo o a un resultado del mismo. Hay una relativa independencia entre ambos casos. Así, alguien puede hacer algo bueno, o algo que tenga un resultado bueno, sin que ello implique que él mismo sea bueno, si lo hizo, por ejemplo, sin darse cuenta o de modo involuntario. Asimismo, alguien puede hacer algo malo, o que tenga un resultado malo, sin que ello suponga que él mismo sea malo; tal vez su intención era buena. En esta primera dimensión de evaluación moral juzgamos la bondad o maldad moral de una persona o de un acto que lleva a cabo (o un resultado del mismo).

La segunda dimensión de evaluación moral tiene que ver con la responsabilidad de una persona como autor u origen de un acto o de un resultado del mismo. En esta dimensión, que podemos denominar de imputabilidad, atribuimos el acto o su resultado a una persona, juzgándola responsable de ellos, o bien no se lo imputamos y la liberamos de responsabilidad. En el primer caso, dependiendo del carácter bueno o malo del acto o el resultado, por un lado, y de la participación de la persona en ellos, por otro, la juzgamos digna de alabanza o de culpa y, eventualmente, merecedora de un premio o un castigo.

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A mi juicio (aunque no es compartido por todos), estas dos dimensiones de evaluación moral son ampliamente independientes. Se puede ser moralmente malo pero no moralmente responsable, por ejemplo en ciertas condiciones extremas de privación afectiva y carencias educativas en la infancia.

Supongamos ahora que el determinismo es verdadero, de modo que todos nuestros actos son el resultado inevitable del pasado y las leyes naturales y que, por ello, como sostiene un incompatibilista, no poseemos realmente libre albedrío (aunque creamos tenerlo). ¿Cómo afectaría este supuesto a esas dos dimensiones de la moralidad que hemos distinguido? En relación con la primera, la dimensión de estimación, ¿significaría esto que no habría agentes ni actos buenos y malos, que, por ejemplo, causar daño innecesariamente a una persona no sería malo o que ayudar a alguien en apuros no sería bueno? No veo razones claras para responder afirmativamente a estas preguntas. Tendería a decir que en un mundo sin libre albedrío podría seguir habiendo personas y actos buenos y malos, y juicios verdaderos sobre tal bondad o maldad. Así, si estoy en lo cierto, la dimensión de la moralidad que hemos denominado de estimación podría sobrevivir a la inexistencia del libre albedrío.

Por el contrario, me inclino a pensar que la inexistencia del libre albedrío socavaría radicalmente el fundamento de la segunda dimensión de la moralidad que hemos distinguido, la dimensión de imputabilidad o responsabilidad. Sin libre albedrío nadie sería realmente merecedor de alabanza o culpa, ni de premio o castigo, puesto que nadie podría ser considerado con verdad como autor y origen último de sus decisiones y acciones. Estas tendrían su verdadero origen en el pasado (remoto) y las leyes naturales. Naturalmente, aun cuando nuestro mundo fuera como lo describe la concepción determinista e incompatibilista que hemos presentado (cosa que no podemos descartar de modo definitivo), las personas seguirían juzgando a otros como responsables y merecedores de elogio o culpa, pero estos juicios carecerían de fundamento objetivo y todos ellos serían falsos. Así, pues, en mi opinión, esta segunda dimensión de la moralidad requiere realmente el libre albedrío y no puede sobrevivir sin él.

Mi respuesta a la pregunta por la conexión entre libertad y moralidad es, pues, bastante matizada. En cambio, para Kant, quizá el mayor representante de la Ilustración alemana, la inexistencia del libre albedrío supondría el colapso de la moralidad en su conjunto, al menos según parece sostener en el siguiente texto de La religión dentro de los límites de la mera razón:

Aquello que el hombre en sentido moral es o debe llegar a ser, bueno o malo, ha de hacerlo o haberlo hecho él mismo. Lo uno o lo otro ha de ser el efecto de su libre albedrío; pues de otro modo no podría serle imputado, y en consecuencia él no podría ser bueno ni malo moralmente.

Aparentemente, Kant vincula las dos dimensiones de la moralidad que hemos distinguido de un modo mucho más estrecho («… no podría serle imputado, y en consecuencia…») de lo que nosotros hemos sugerido.

En resumen, mi respuesta a la pregunta sobre si existe un vínculo indisoluble entre libertad y moralidad es sí y no, dependiendo de la dimensión de la moralidad que tengamos en cuenta. Lo hay en lo que se refiere a la imputabilidad y la responsabilidad moral, pero no es claro que lo haya en lo que respecta a la distinción bueno/malo. Con respecto a la primera, el libre albedrío es una condición necesaria de la responsabilidad moral (el capítulo 2 de mi libro contiene importantes matices a esta afirmación), y por consiguiente la responsabilidad moral es condición suficiente del libre albedrío. En relación con la segunda, no es claro, sin embargo, que el libre albedrío sea necesario para el bien o el mal moral.

Heinrich_fueger_1817_prometheus_brings_fire_to_mankindPero la pregunta va más allá e inquiere si sigue existiendo ese vínculo o unión entre libertad y moralidad «en una sociedad que parece funcionar al amparo del más descarado utilitarismo». Esta parte de la pregunta requiere clarificación, en especial con respecto al significado del término «utilitarismo». Estrictamente hablando, el utilitarismo es una teoría ética normativa que prescribe, como moralmente obligatoria, la realización de aquella acción que comporte el mayor bienestar/felicidad/utilidad posible para el mayor número posible de personas. Tengo la impresión de que, al hablar «del más descarado utilitarismo» se está entendiendo por «utilitarismo» algo distinto, tal vez que, en las sociedades actuales, el motivo del interés o utilidad propios, o de un pequeño grupo (recordemos el llamado «capitalismo de amiguetes»), tiende a predominar sobre otra clase de motivos, incluyendo motivos morales como el respeto y consideración a otras personas. En realidad, el utilitarismo, como teoría ética normativa, calificaría el actuar por interés propio, o de un pequeño número, como inmoral y contrario a la moralidad. Sería, pues, importante distinguir entre ambas formas de entender el utilitarismo. En el sentido en que se emplea en la pregunta, como una actuación guiada por el interés propio, o de un pequeño grupo, sin importar las consecuencias para otras personas, el utilitarismo es diametralmente opuesto al espíritu del utilitarismo entendido como teoría ética. Aun cuando no me comprometo con esta teoría, hay un aspecto de la misma que considero importante, a saber, que, para elegir un curso de acción, es moralmente relevante atender a sus consecuencias.

Pero, como he señalado, la pregunta, a mi parecer, entiende el utilitarismo en ese otro sentido: la conversión del interés propio (generalmente económico), o el de un pequeño grupo, en motivo principal del comportamiento, por encima de otras consideraciones. La pregunta es entonces si el vínculo entre libertad (libre albedrío) y moralidad se mantiene en una sociedad así. En primer lugar, creo que describir nuestras sociedades de ese modo es exagerar los hechos. Las motivaciones no vinculadas al interés propio siguen desempeñando un papel importante en nuestra vida diaria, y una actuación conscientemente motivada por ese interés, con desprecio de otras consideraciones, sigue generando evaluaciones morales negativas, tanto en la dimensión de estimación como en la de responsabilidad. En estas evaluaciones negativas se presupone que los agentes objeto de las mismas ejercieron su libertad, su libre albedrío, al actuar de ese modo. No actuaron de ese modo involuntariamente, sin tener alternativas, de manera irracional o sometidos a alguna fuerza incontrolable. Actuaron libremente, y merecen un juicio moral negativo por ello, que es ampliamente compartido. En nuestro país nos hemos encontrado con frecuencia con casos de personas, normalmente ocupantes de cargos políticos, que se han enriquecido de forma ilícita. O, si queremos atender a casos allende nuestras fronteras, pensemos por ejemplo en los ejecutivos y operadores bancarios que vendieron como inversiones seguras y rentables títulos hipotecarios que ellos mismos consideraban de muy dudoso (por no decir imposible) cobro, infectando el sistema financiero internacional e iniciando así el proceso que dio lugar a la profunda crisis económica que comenzó en 2008. Estas personas no eran idiotas culturales y morales. En general, asistieron a buenas instituciones educativas. Sabían que lo que hacían era inmoral y, desde un punto de vista jurídico, ilegal. Y sin embargo lo hicieron. Son moral y legalmente responsables de esos actos y de algunas de sus consecuencias. Este es un juicio ampliamente compartido en nuestras sociedades. Y en la base del mismo está el supuesto de que, al actuar de ese modo inmoral e ilegal, ejercieron su libre albedrío. Actuaron voluntariamente. Podrían haberlo evitado o haber actuado de otro modo. No estuvieron en estado de hipnosis ni bajo manipulación neurológica. Y su actuación no fue irracional. Tuvieron buenas razones para ella, sólo que no de carácter moral: digamos, el logro de riquezas y del poder que conllevan. Según todos los indicios, pues, actuaron libremente, ejerciendo su libre albedrío. Y este supuesto subyace a la atribución de culpabilidad y de reproche moral que, según me parece, es ampliamente compartida en nuestras sociedades.

Como conclusión de todas estas consideraciones, mi respuesta a la pregunta es, pues, que la unión entre libertad y moralidad, especialmente en la dimensión de imputabilidad o responsabilidad, se mantiene también en nuestras sociedades, por más que las motivaciones «utilitaristas», en el sentido del interés propio como motivo predominante de la acción, se hallen muy extendidas en nuestro marco social.

Tirando de este hilo, ¿qué libertad resta en un mundo dominado por el imperio de los grandes imperios empresariales? ¿Qué relación existe entre política y libertad?

Anteriormente, en la respuesta a la primera pregunta, he distinguido entre formas específicas de libertad, como la libertad política, de expresión, etc. y el libre albedrío. Pero esto no significa que este último no se vea afectado por los cambios y las circunstancias en el ámbito económico y político. Según concibo el libre albedrío, éste no es un reducto interior inmune a las influencias externas. Es más bien una capacidad de tomar decisiones y actuar con ciertos tipos y grados de control sobre los procesos de decisión y acción. Según he indicado, y defiendo en mi libro, los tipos de control constitutivos del libre albedrío incluyen la voluntariedad o control volitivo, el acceso a posibilidades alternativas o control plural, la racionalidad o control racional y la autoría genuina de la decisión y la acción o control de origen.

Estos tipos de control presuponen a su vez otras capacidades, como la de imaginar cursos de acción diversos, deliberar sobre ellos, considerar razones a favor y en contra de llevarlos a cabo, etc. Esa capacidad que es el libre albedrío, como los tipos de control y las capacidades que incluye o presupone, se pueden poseer en mayor o menor grado, pueden aumentar, disminuir, e incluso perderse, en función, no solo de factores internos, de carácter psicológico, sino también de factores externos, económicos o políticos. La manipulación generada por las grandes corporaciones empresariales puede dañar el control plural, reduciendo el campo de alternativas que un agente imagina o toma en cuenta, así como la racionalidad, la capacidad de deliberación y consideración de razones, y la autoría genuina o control de origen. Muy importante es también el efecto que sobre estos factores puede tener la situación de una persona en la estructura económica de una sociedad. La marginación y la pobreza no favorecen el florecimiento de las capacidades y formas de control que sustentan el libre albedrío. De este modo, el libre albedrío se ve afectado negativamente de formas diversas por las circunstancias económicas, al ser dañados sus elementos constitutivos. Igualmente, en el campo político, mientras que una organización genuinamente democrática de la sociedad, con las libertades propias de la misma, la libertad de pensamiento, de expresión, de asociación, de manifestación, etc., puede favorecer varios de los elementos constitutivos del libre albedrío, como la racionalidad (control racional), la consideración y acceso a posibilidades alternativas (control plural) o la autoría y actuación autónoma (control de origen), una organización política autoritaria y opresiva puede tener precisamente efectos contrarios a estos.

El libre albedrío, según lo concibo y lo presento en mi libro, no es en modo alguno un santuario interior, puro e incontaminado, inmune al influjo de factores externos, sino una capacidad compleja que, como otras, puede mejorar, empeorar e incluso, en casos extremos, perderse, debido a tales influencias. Libre albedrío y política no son compartimentos estancos en absoluto. Y lo mismo cabe decir del libre albedrío y la organización económica de una sociedad.

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Si asistiera a un debate entre Schopenhauer y Fichte, autores antagónicos en lo referido a la libertad, ¿de qué lado se posicionaría?

En mi libro he defendido una posición determinada en el debate sobre el libre albedrío, a saber, el libertarismo. Se trata de una posición incompatibilista, que defiende la posibilidad y la existencia del libre albedrío, como lo hace también el compatibilismo, pero que, a diferencia de este último, considera el libre albedrío como inconciliable con el determinismo. En el libro he defendido el libertarismo, y por lo tanto el libre albedrío, frente a diversos desafíos y argumentos contrarios a su posibilidad o su existencia. Así, pues, es claro que, en un debate entre Fichte y Schopenhauer, me situaría decididamente del lado de Fichte, como defensor del libre albedrío, frente a Schopenhauer, que lo niega. Esto no significa que acepte todos los aspectos de la teoría de Fichte sobre la libertad, que se encuadra en una aproximación filosófica fuertemente idealista y adopta tesis altamente especulativas, abriendo así un flanco a consideraciones críticas tradicionalmente esgrimidas contra el libertarismo, a saber, que se trata de una posición oscura, apoyada en nociones de dudosa inteligibilidad y comprometida con la existencia de entidades de difícil acomodo en una concepción científicamente ilustrada. Pero, como libertarista, mis preferencias van claramente a favor de Fichte y en contra de Schopenhauer.

Volvemos a un punto que ya ha mencionado antes. Algunos estudios científicos actuales han comenzado a postular la inexistencia de la libertad. ¿Qué puede decirnos la neurociencia sobre la libertad?

En tiempos recientes hemos asistido a una eclosión de aproximaciones neurocientíficas a diversos campos y problemas filosóficos y a una verdadera avalancha de publicaciones neurocientíficas que, yendo más allá del estudio de los procesos neurológicos, se pronuncian sobre las más diversas cuestiones, tradicionalmente tratadas por la reflexión teórica y filosófica. La libertad o libre albedrío ha sido una de las preferidas por los neurocientíficos, la mayoría de los cuales parecen convencidos, sobre la base de experimentos y argumentos basados en ellos, de que el libre albedrío es una mera ilusión y no existe realmente. Neurocientíficos como Benjamin Libet y Daniel Wegner han negado el libre albedrío fundándose en una concepción epifenomenista de las decisiones y las intenciones conscientes, es decir, de una concepción según la cual tales actos mentales no son nunca causas de nuestras acciones, sino epifenómenos, meros acompañantes causalmente inertes de sus verdaderas causas, que son sucesos neurológicos de los que no tenemos conciencia y sobre los que carecemos de control. Puesto que el control del agente sobre sus decisiones y acciones es, como hemos sostenido, esencial al libre albedrío, esta concepción conduce a la negación pura y simple del libre albedrío. Entre nosotros, una concepción de este tipo es defendida, por ejemplo, por Francisco Rubia, en particular en su libro El fantasma de la libertad. Una concepción asimismo epifenomenista de nuestras razones conscientes para actuar ha sido defendida por neuropsicólogos como Michael Gazzaniga y otros. Pero no solamente las neurociencias, sino también otras disciplinas empíricas, como la psicología social, han llevado a cabo experimentos que, supuestamente, ponen radicalmente en cuestión el libre albedrío.

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El capítulo 6 de mi libro está dedicado a la presentación y análisis crítico de los desafíos al libre albedrío procedentes de las ciencias empíricas, incluyendo las neurociencias. Sostengo allí que, a pesar del indudable interés psicológico y antropológico de los experimentos que presentamos, éstos se hallan muy lejos, contra la opinión de sus autores, de probar la inexistencia o el carácter ilusorio del libre albedrío. Es cierto que la filosofía debería prestar mayor atención a los avances en las ciencias empíricas, y de hecho lo hace cada vez más, pero no debe renunciar a sus tareas específicas, como el análisis y las distinciones conceptuales y la elaboración y crítica de argumentos. Desde este punto de vista, muchos de los argumentos contrarios al libre albedrío, basados en experimentos y estudios empíricos, son claramente deficientes. O bien presuponen conceptos del libre albedrío fundados en el mero desconocimiento de la labor reflexiva de la filosofía, e incluso de nuestro marco conceptual cotidiano, con lo que aquello cuya inexistencia pretenden probar no es el libre albedrío sino alguna otra cosa cuya naturaleza no está muy clara, o bien parten de premisas carentes de justificación apropiada, o bien llegan a conclusiones que no se siguen, inductiva o deductivamente, de las premisas. Estos defectos conceptuales y dialécticos no se pueden remediar mediante nuevos experimentos o datos empíricos. Este tipo de defectos afectan al diseño mismo de los experimentos y pueden arruinar sus conclusiones. La filosofía ha de estar en contacto permanente con la ciencia y sus avances, pero no debe aceptar acríticamente cualquier afirmación por el mero hecho de que venga supuestamente avalada por la autoridad de la ciencia; muchas de esas afirmaciones, como que el libre albedrío es una mera ilusión, no son afirmaciones científicas, sino tesis filosóficas encubiertas, aunque estén hechas por científicos. Los neurocientíficos, tal vez en respuesta al actual interés público por sus investigaciones, son muy proclives a verter opiniones especulativas y filosóficas como si fueran descubrimientos científicos confirmados. Debemos aguzar nuestro sentido crítico frente a ellas.

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