Tras una larga espera, ya contamos en español con una de las obras fundamentales del siglo XVIII, redactada por uno de los poetas ingleses más laureados de la historia al que aún se ha prestado poca atención en el contexto hispanohablante: Alexander Pope (1688-1744). La prestigiosa editorial Cátedra publica, en magnífica y comentada edición de Antonio Lastra, los Ensayos sobre el hombre y otros escritos del vate anglosajón. Lastra se refiere a Pope, con razón, como un «adelantado de la época de la Ilustración» que muy pronto alcanzó la fama y que, dada su alta cultura y su afilada pluma, fue temido por muchos.
Desde temprano, Pope fue víctima de una dolorosa enfermedad (tuberculosis vertebral) que lo mantuvo casi inválido durante toda su vida, «con un crecimiento físico truncado que lo privaría de las comodidades y los placeres de un cuerpo sano y lo confinaría a las comodidades y los placeres de su imaginación», nos informa Lastra en su completa introducción. Producto de esta sensación de incómodo desvalimiento, compuso a la tierna edad de doce años una inolvidable Oda a la soledad (recogida en el volumen que reseñamos), en la que ya se atisban algunas de sus obsesiones literarias y existenciales. Aunque, hay que apuntar, Pope siempre cultivó la amistad y estuvo rodeado de buenos amigos. Su objetivo: obtener una progresiva mejora de la vida del espíritu a través de la sana relación con sus semejantes, de la lectura, el estudio y la escritura. En la mencionada Oda expresaba algunos de sus deseos: «El sueño de noche, el estudio y la calma / se unen entre sí, un dulce recreo, / y la inocencia, que tanto satisface / con la meditación. // Dejadme vivir, inadvertido, ignoto; / dejadme morir sin lamento / y abandonar el mundo sin que lápida alguna / delate mi reposo».
El Cielo oculta a todas las criaturas el libro del destino, salvo la página prescrita, el presente; […] ¿quién, si no, soportaría estar aquí abajo? El cordero que tu matanza condena a desangrarse hoy, si tuviera razón, ¿saltaría y jugaría? Contento hasta el final pace en pasto florido y lame la mano que se alza para derramar su sangre. ¡Ceguera ante el futuro! Amablemente dada para que cada uno llene el círculo marcado por el cielo…
Pope fue un hombre iracundo, picajoso, quizás debido a los padecimientos de su enfermedad, pero, al igual que en el caso de Leopardi (de temperamento mucho más suave y apacible), tales experiencias le sirvieron para crear algunas de las más bellas obras de la literatura universal. Producto de su puntillosa ironía y de sus airadas sátiras, publicó The rape of the lock (El robo del erizo), donde parodiaba sin temor numerosas costumbres y maneras sociales caballerescas que se estilaban en su época. Entrañable resulta, por lo sensible del asunto, su pequeño escrito De Eloísa a Abelardo, presente en el libro de Cátedra.
Sin duda, lo más excelso y sobresaliente de su obra escrita lo encontramos en estos Ensayos sobre el hombre, donde damos con la mejor poética de Pope (de raigambre horaciana) y con sus pensamientos más profundos sobre la condición humana. El autor inglés, de educación católica (lo que le valió no pocos desencuentros con los sectores más ortodoxos del protestantismo), aboga por practicar la acción al amparo de la confianza que debemos depositar en Dios, y así lo muestra claramente en algunos de sus versos:
La bendición futura no te dará a conocer ahora, / pero te da la esperanza de que sea tu bendición ahora. / Una esperanza eterna brota en el pecho humano: / el hombre no es feliz, pero siempre ha de serlo; / el alma, inquieta y alejada de su hogar, / reposa y se extiende en una vida por venir.
A pesar de los perennes conflictos e irreconciliables desavenencias que surgen mutuamente entre los seres humanos, a pesar del dolor y del sufrimiento, de las enfermedades y de los innumerables sinsabores que pueblan la tierra, Pope deposita sus esperanzas en un Dios providente, cuyos planes, como resulta previsible, desconocemos. Sólo puede saciarnos (y redimirnos en esta vida terrena), aunque en una medida muy escasa y en ocasiones desazonadora, la permanente acumulación de conocimiento, acompañada de una pujante fe que no ha de encontrar descanso –alcanzada a través de una lucha consigo mismo y con el mundo–. Y es que «nuestro error reside en la soberbia, en la soberbia razonadora«, que siempre «ambiciona las moradas benditas».
El amor, la esperanza y la alegría, séquito sonriente de los justos placeres; el odio, el temor y la pena, la familia del dolor; mezclados con arte y debidamente confinados en sus límites, forman y mantienen el equilibrio del alma: las luces y las sombras, en lucha aquilatada, dan fuerza y color a nuestra vida.
Pope no es ningún santón, no es un autor al que podamos adscribir una intención única de corte edificante (en un sentido estrictamente religioso): nadie como él ha dejado plasmados los peligros y hechos funestos de todo tipo a los que la existencia del hombre se halla sujeta. Sin embargo, y como contrapartida, defiende firmemente que todo cuanto acontece está gobernado por la omnipotente y sabia mano de Dios, en quien debemos confiar, si no ciega y apaciblemente, sí al menos como único lenitivo para soportar los embistes en este valle de lágrimas.
La antípoda de este pensamiento que muestra Pope la encontramos en el Cándido de Voltaire (1694-1778) (publicado asimismo en Cátedra en excelente edición de Elena Diego). Si a juicio del inglés debemos acatar las decisiones divinas (siempre en diferido, ya hechas realidad, a posteriori) y esperar (esperanzados) para encontrar nuestro lugar en el mundo (sea éste el que sea y a sabiendas de que carecemos de las herramientas necesarias para comprender y afrontar los planes divinos), Voltaire lleva a cabo –a través del accidentado trasiego del sincero y vapuleado Cándido– una crítica al optimismo de Pope que podríamos tildar de racionalista.
Dos principios reinan en la naturaleza humana [escribe Pope]: el amor propio que incita y la razón que refrena; no llamemos a uno bueno y al otro malo, cada uno tiende a un fin, mover o gobernar todo, y a su operación adecuada atribúyele el bien y a la inadecuada el mal. El amor propio, fuente del movimiento, impulsa el alma; el equilibrio comparador de la razón gobierna el todo.
Un optimismo que el autor francés intenta desmontar mediante las andanzas y desventuras de su más célebre personaje. El punto central de la crítica de Voltaire a Pope se sitúa en la razón de por qué y de qué modo sucede cuanto sucede: mientras que el inglés ve en Dios un baluarte del orden de los acontecimientos del mundo (un orden, además, suficiente y necesariamente aceptable), en el enciclopedista francés el dispositivo divino se encarga de arruinar todo tipo de iniciativa originariamente humana. En una palabra: a ojos de Voltaire, la argumentación de Pope conduce a la pasividad y a la falta de compromiso. El lector habrá de decidir a qué bando desea asociarse, no sin antes acercarse a la excelsa y brillante obra de Pope.
Para terminar, podemos sugerir –por añadidura y siquiera de pasada– una relación más, esta vez de afinidad intelectual e incluso de índole teológico-metafísica. Me refiero a la existente entre Pope y el filósofo G. W. Leibniz (1646-1716) (también Voltaire caricaturizó a este último mediante el personaje de Pangloss, tutor de Cándido). De igual modo que Pope sostuvo que «todo cuanto sucede, está bien», que todo es tan perfecto como en efecto ha de ser, de modo similar Leibniz aseguró que vivimos en el mejor de los mundos posibles, afirmaciones que más tarde levantaron las iras de todo un Schopenhauer (quien, en sus obras, se refiere en numerosos pasajes a los –a su juicio– «desmanes teóricos» de Pope y Leibniz).
La caracterización más compendiosa de los dictados leibnizianos se encuentra en su breve y fundamental Discurso de metafísica, publicado en Alianza en memorable edición de Julián Marías. Junto a su monumental Teodicea, en estos escritos Leibniz desarrolla, de un modo mucho más técnico y menos literario que Pope, una sesuda argumentación de la existencia y omnipotencia de Dios. De hecho, los primeros puntos que el alemán debate son los relacionados con aquellos que creen que Dios no actuó con total inteligencia y del modo más perfecto. De fondo, siempre, el problema de la existencia del mal. Así, leemos en el quinto epígrafe de dicho Discurso (en un tono que recuerda profundamente a algunos fragmentos del Ensayo sobre el hombre de Pope) que:
Basta con tener confianza en que Dios lo hace todo del mejor modo y que nada podría dañar a los que lo aman; pero conocer en detalle las razones que han podido moverlo a escoger este orden del universo, a sufrir los pecados, a dispensar sus gracias saludables de cierta manera, esto excede de las fuerzas de un espíritu finito, sobre todo cuando aún no ha llegado al goce de la visión de Dios.
Tres lecturas enriquecedoras e imprescindibles (Pope, Voltaire y Leibniz) que sitúan el debate sobre la felicidad, el dolor, la religión, el sufrimiento, la virtud y el mal de nuevo en el candelero, y donde filosofía y literatura se hermanan en un abrazo necesario y acaso consolador.
Va siempre la humana Razon.
¿Con rumbo a una duda perenne?
¿Existe o no Existe?
Se divide la razon en bandos y…
Buscan una explicacion… a..
Pues tratan todos de demostrar..
Como demostrar a quien …
Si o No le consierne.
Saludos y gracias a este espacio.
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