Natalia Ginzburg inédita: «Y eso fue lo que pasó»

Y eso fue lo que pasó Ginzburg“Le pegué un tiro entre los ojos”. Así comienza, sin anestesia previa para el lector, la tan breve como agonizante novela, hasta ahora inédita en español, de Natalia Ginzburg Y eso fue lo que pasó, publicada en excelente edición por Acantilado en traducción de Andrés Barba. Un título que alude al pasado porque eso es lo que la escritora italiana pretende retratar: la crudeza con la que lo acontecido, lo ocurrido, lo que no puede ser de otra manera, se nos impone. El paso inenarrable del tiempo: de un tiempo que, en ocasiones, queda convertido en una masa informe y apabullante que arredra, causa pavor y nos sumerge en la vida tanto como nos aparta de ella. Pero, asegura en su prólogo, se hace necesario que «la infelicidad no sea en nosotros una pregunta lacrimosa y llena de ansiedad, sino una conciencia absoluta, inexorable y mortal». Una conciencia que nos conduzca al intento de poner de relieve qué se lleva consigo el tiempo y nos permita extraer no tanto enseñanzas como consuelos, no tanto lamentos como inquietudes: en definitiva, una conciencia de lo necesario en lo efímero.

La nada fácil y dilatada vida de Ginzburg transcurrió en el turbulento siglo XX. Nacida en Palermo al calor del estallido de la Primera Guerra Mundial, la franca pero igualmente cercana y suave crudeza de sus ensayos y obras literarias conserva siempre un tono que logra erigirse en el límite entre el pensamiento y la literatura, entre la exposición de diversos motivos y reflexiones y el motor de la narración más viva. Una tensión que hace de Ginzburg una verdadera maestra de las vicisitudes humanas. Como apunta Italo Calvino en el prefacio, es ella una mujer que resulta ser siempre la misma, “presa del tedio que no consigue encontrar –que no consigue ni siquiera buscar– la razón de su vida”. Pero que, incansablemente, la intuye, la delinea, la acecha.

En Y eso fue lo que pasó asistimos a la historia, contada en primera persona, de una joven que, encerrada en un futuro ya definido, ya hecho, intenta seguir los pasos de su pasado en busca de un sentido que, en cada esquina, parece escabullirse de sus manos. De ahí que, en las primeras líneas de la presentación de la propia Ginzburg, leamos que “lo que aún está vivo en esta historia, y como es lógico en esa mujer, es precisamente la oscuridad, la confusión y el enredo”. ¿Sería posible encontrar algo de luz, siquiera fingida, reflejada, que permitiera dar cuenta de lo pasado como de algo que tiene sentido?

Autora de obras inmortales como Las pequeñas virtudes, Querido Miguel o Nuestros ayeres, Natalia Ginzburg pone en juego en Y eso fue lo que pasó todas sus armas literarias y filosóficas. Lo que hace tan atractiva y mordaz esta novela, y lo que la singulariza frente a otras, es que en ella se fragua como en ninguna la auténtica tragedia, que también resulta ser un don, del ser humano: somos seres que, entre un pasado inamovible y un futuro incierto, debemos habérnoslas con un presente inane, insuficiente, pero único y singularísimo. En tan sinuoso escenario intenta dotar de un esquivo sentido a sus actos la protagonista.

Natalia GinzburgEl peligro, como sugiere Ginzburg en uno de los fragmentos que componen la novela, es que la imaginación se encuentra “detrás de todas las cosas”, y que ella es quien nos procura esperanza pero también quien falsea la realidad. Pues «la imaginación acaba haciendo daño, estar en la oscuridad imaginando todo el tiempo». Parece que todo ocurriera mientras aguardamos, mientras vemos venir la vida: “Y así fue como me enamoré de él, mientras le esperaba”, confiesa la protagonista, como si cada paso dado encubriera un riesgo inaudito por caer en el letargo de la falta de fundamento, de razones, de suelo en el que apoyarse con firmeza. De donde surge, a la vez, un extrañamiento no sólo con uno mismo, con nuestra fortuna, sino con los otros y con el despliegue del espíritu universal: «Yo pensaba en el esfuerzo que hace todo el mundo para adivinar lo que hacen los demás y cómo todos se atormentan siempre para tratar de descubrir la verdad y se mueven como ciegos en su oscuro mundo tocando las paredes y los objetos para orientarse».

Pero, como es costumbre en Ginzburg, no sólo se plantean interrogantes humanamente imposibles de resolver (el sentido, la libertad, la imposibilidad de dar con la felicidad, etc.), sino que también, con enorme fuerza descriptiva, casi dolorosa pero también redentora, describe los avatares concretos que nos esperan a la vuelta de cada esquina: el amor, la desidia, el deseo, la sexualidad, el encuentro con el otro (incomprensible, inaccesible, hermético), la amistad… pero sobre todo el miedo, el terror que causa la temible certeza (si bien sólo sentida y por tanto nunca del todo comprendida) de que el fin siempre está cerca. Un fin que nada tiene que ver con la muerte, o no sólo con ella, sino también y sobre todo con la necesidad de imprimir nuestro sello en el mundo, de ser quienes somos hasta las últimas consecuencias: en cada uno de nuestros actos está en juego nuestra mismidad. Y precisamente es en la desnudez, física y afectiva, es decir, en el encuentro con esa implacable mismidad, tan devoradora como sincera, donde la protagonista de esta bella novela se reencuentra y se reintegra de nuevo en un yo que quizás había perdido –al son del paso del tiempo, y de su mano, de la infatigable inercia– todo cuanto le pertenecía:

Me desnudé y me quedé mirando en el espejo aquel cuerpo desnudo que ya no pertenecía a ningún hombre. Podría hacer lo que me diera la gana. Podía irme de viaje con Francesca y con la niña. Podía encontrarme con cualquier hombre que quisiera y hacer el amor con él si me daba la gana. Podía leer libros y visitar pueblos y ver cómo vivía el resto del mundo. Había sido necesario llegar hasta ahí. Me había equivocado en todo, pero todavía se podía remediar. Si hacía un esfuerzo me podía convertir en otra mujer. Me metí en la cama y todavía me quedé allí un poco con los ojos abiertos en la oscuridad mientras sentía cómo iba creciendo en el interior de mi cuerpo una fuerza fría y enorme.

Aunque, como saben los lectores de Ginzburg (no es ésta una escritora pesimista, aunque sí escribe desde él, casi siempre, con un afán de superarlo), no se trata de llenar de oscuridad todo cuanto pudiera parecer luz. No consiste en esquilmar la vida hasta dejarla seca, hasta que no pueda dar fruto. La vida es juego: juego, sobre todo, de sensaciones, de sentimientos encontrados, de una Stimmung –dirían los alemanes del XVIII– o ánimo escindido que puja en cada momento por la unidad, por la persistencia en el Uno que parece roto para siempre. Esta ruptura no supone la meta, sino el comienzo:

Realmente hay momentos en la vida en los que uno siente asco por todo lo que le rodea, pero de pronto van pasando los días y los años y uno comienza a entender. Entiendes que hay un sentido hasta en las cosas más pequeñas y ya no te lo tomas todo tan a la tremenda y eres capaz de seguir adelante.

Ginzburg en estado puro: fanática de los asuntos humanos, sincera, tan cáustica como rebelde con el inexorable Destino, tan consoladora como excesiva, tan clara como inescrutable. Una disección del alma humana que, a pesar de saber que tiene la batalla perdida, siempre lucha por dar con el sentido.

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